› Por José Pablo Feinmann
Alguien, durante estos días, me preguntó si seguía creyendo que Walt Disney volvería de la muerte. No es que pierda el sueño por pensar en esa posibilidad. Pero la escribí en el final de un ensayo y la debo haber dicho en un par de clases. Creo que sí. Cuando Disney fue congelado se dijo que era una medida seguramente momentánea: duraría hasta que la enfermedad que lo llevó a la muerte encontrara su curación y Disney –al ser descongelado– pudiera ser tratado adecuadamente. La imagen del cadáver congelado es parte de las películas de terror. En Frankenstein contra el hombre lobo, el Monstruo ha quedado congelado entre unas enormes barras de hielo. La película es de 1943, doce años posterior a la primera, la que dirigió genialmente James Whale, la que creó para siempre el cine de monstruos, la de la interpretación única, inmortal de Karloff: no hubo ni habrá otro como él. En la de 1943, Lawrence Talbot, un hombre desgarrado y agónico (El Hombre lobo no quiere ser lo que es, eso en que lo han transformado los colmillos de un lobo salvaje, que contagia a los hombres un mal terrible, los transforma en eso que Thomas Hobbes, en un superlativo libro de 1651, Leviatán, había dicho que eran: lobos, unos para con otros), encuentra al Monstruo en el hielo y, no bien lo saca de tan escasamente cálido lugar, el ahora Bela Lugosi (Karloff ya no quiso hacer el papel: lo había hecho tres veces) vuelve a la vida. Esto nos lleva de nuevo a Walt Disney y a muchas otras cosas. Si Disney sigue congelado es porque se espera el momento adecuado para revivirlo. Ahora sería aún demasiado macabro. Ignoramos todo lo que los científicos ya pueden hacer. Para el bien y para el mal. Pueden crear pestes para despoblar territorios enteros. Sostengo que lo han hecho y lo harán de nuevo. El planeta está superpoblado. El sistema que impera no funciona como para alimentar a todos ni mucho menos. Cada vez hay más excluidos, más hambrientos, más entes peligrosos, capaces de cualquier reacción desesperada. Ha de haber bombas de todo tipo. Conjeturo que no deben faltar bombas que maten a las personas y dejen en pie las cosas. Esto es casi sabido. Alguna filtración hubo. Lo que sobran no son cosas. Son seres humanos cuya peligrosidad irá en aumento con el aumento del hambre, las enfermedades y la furia que despierta morir de inanición en un mundo en que hay para todos, pero no se quiere repartir. ¿Por qué no se quiere repartir? Porque sería alterar el sistema. Cambiarlo. Tornarlo lo que no es. No es así como funciona: no funciona para el bienestar de todos sino de algunos. Estos pocos manejan los grandes engranajes y ya no pueden ni quieren cambiarlos. Los riesgos son enormes y ya se ven. La película Frankenstein (1931) que acabo de ver una vez más de las tantas, innumerables que la vi, nació del genio de una mujer, Mary Shelley. Todo se basa en una leyenda según la cual –en una adecuada noche de tormenta– el poeta Percy Shelley y Lord Byron le propusieron a Mary crear cada uno una historia de terror. Con un ingenio imbatible, Mary, humillándolos, creó la más grande fábula del genio humano. La más grande metáfora de la condición del hombre sobre la Tierra, de su proyecto más profundo, ambicioso, violatorio (no sé si este adjetivo es bueno, pero ya tecleaba “transgresor” y me dije basta con esa palabra que ya nada significa, a la que podemos calificar, para satisfacción de Ernesto Laclau, de significante vacío como, por ejemplo, “peronismo”). La novela se llama Frankenstein o el moderno Prometeo. Conocemos a Prometeo, un dios rebelde amigo de los hombres. Les entregó el fuego que les robó a los dioses, a cuyo mundo pertenecía y debía natural fidelidad. Su condena fue terrible, interminable. Una condena obsesivo-compulsiva repetitiva. Un ave de rapiña devoraba su hígado durante las noches, crecía durante el día sólo para que el ave de rapiña pudiera, una vez más, devorarla durante la noche. Una pesadilla interminable. Un ave de rapiña con TOC. Pero los hombres conocieron el fuego de los dioses y quisieron ser dioses. Llevan mucho tiempo en esa tarea. Todo el desarrollo de la técnica moderna expresa la vanagloria de igualar a la divinidad. También la de someter a los otros hombres. Apoderarse de los más valiosos objetos del mundo. Pero ser Dios –verdaderamente Dios– sería crear al hombre. Entre tanto, el hombre, al que Freud llama un “dios con prótesis” (en El malestar en la cultura), utiliza sus prótesis para someter la naturaleza, arrasarla, violarla y construir su imperio, su mundo, que nada tiene que ver con el del orden natural. Si el mundo, tal como era cuando apareció el hombre, podría ser llamado el mundo de Dios, ya no más. No hay Dios. Lo que hay es el hombre de la técnica. El hombre de la razón instrumental. Del tecnocapitalismo. Pocos filósofos vieron esto. Acaso Kierkegaard. Luego, sin duda, Nietzsche. El hombre nietzscheano es destructivo. Goza con la destrucción. Ahí, afuera, cuando está libre de toda atadura, son enemigos malvados de todos los que no son ellos, ahí donde comienza lo extranjero, la tierra extraña son “mucho mejores que animales de rapiña dejados sueltos (...) allí retornan a la inocencia propia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos, de incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y ensalzar” (Genealogía, Tratado Primero). La bestia rubia nietzscheana mata y tortura para dar motivos de canto a los poetas. También Hegel justificaba la guerra de Troya por originar los poemas homéricos. Pero esto es menor. El hombre ambiciona más. Quiere ser Dios. Esta es la poderosa fábula que narra Mary Shelley, que cuenta la genial película de James Whale. El protagonista es un alucinado científico llamado Henry Frankenstein. Todos sabemos que la interpretación de Colin Clive está casi a la altura de la de Karloff. Cuando el Monstruo, por fin, toma vida, se produce una de las sobreactuaciones más sublimes de la historia del cine: Colin Clive, de a poco, con british accent muy marcado, empieza a gritar “It’s alive! It’s alive! It’s alive!” En todos los tonos posibles. Parece a punto de perder la razón. Pero no la perderá. Porque es la razón del hombre occidental (el hombre prometeico por excelencia) la que lo anima, la que late en él, la que lo llevará a la perdición como al entero planeta si nadie detiene su rumbo que ya es indetenible. Algo más dice Henry Frankenstein: “Ahora sé cómo es sentirse como Dios”. Hay un comercial de enorme inteligencia, hecho por hombres que conocen y dominan esta problemática urgente y acaso trágica. Un joven empresario compra una agenda electrónica. La empieza a usar. De pronto se le escapa de control. La agenda hace operaciones que él no ordenó. Le resuelve problemas que pensaba dejar para después. Le hace preguntas. Preguntas íntimas. Sobre su mujer. Si quiere llamarla. Si se dispone a salir con ella esa noche. El joven empresario, como el doctor Henry Frankenstein (tal como lo trasmite la gran interpretación de Colin Clive), se larga a gritar: “It’s alive! It’s alive! It’s alive!” Los que hicieron ese comercial no ignoran nada. Una simple agenda electrónica es equivalente a la creación de Henry Frankenstein. Puede estar tan viva como él. Pregunta esencial: ¿se le escapa al hombre del siglo XXI el dominio de la técnica? ¿Cómo podría no escapársele si él mismo se sorprende de su creación y la admira hasta adorarla como a un ídolo primitivo, todopoderoso?
¿Qué creen ustedes que se está buscando en los laboratorios más secretos del mundo cuyos avances son negados por completo a nosotros, simples seres ajenos a los delirios de la ciencia? Atención, cuidado: la ciencia no piensa. En un texto que lleva ese nombre, Martin Heidegger dice: “Cuando usted recuerda esta idea del peligro que representa la bomba atómica y del peligro aún mayor que representa la técnica, pienso en lo que se desarrolla hoy bajo el nombre de biofísica. En un tiempo previsible estaremos en condiciones de hacer al hombre, es decir, construirlo en su esencia orgánica incluso, tal como se los necesita: hombres hábiles y hombres torpes, inteligentes y tontos. ¡Llegaremos a esto!” ¿Qué hace Heidegger sino remitirse a las tesis de la novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz? Haremos al hombre y lo haremos tal como el tecnocapitalismo lo necesita. Científicos, zapateros, cineastas, arquitectos, ingenieros, músicos, policías, uno que otro escritor. Pero esta ciencia fabulosa (porque es una realidad de fábula para nosotros: todavía nos cuesta creer en su facticidad) desarrolla sus otras facetas: las esencialmente destructivas. ¿En manos de quiénes estarán los arsenales nucleares? No tengamos dudas: en manos que no los manejan, llenas de odio o, aún peor, de miedo. Que ni siquiera están maduras espiritualmente para poseerlos y controlar el daño que, con ellos, pueden causar. En el reportaje a Der Spiegel, que, por orden de Heidegger, se publica recién después de su muerte, en 1976, el autor de Ser y tiempo dice: “La técnica, en su esencia, es algo que el hombre, por sí mismo, no domina (...) Pero es evidente que en ninguna época el hombre ha dominado sus instrumentos, véase el aprendiz de brujo. ¿No es demasiado pesimista decir: no dominaremos este instrumento, indudablemente mucho más grande, de la técnica moderna?”
El mundo se ha poblado de doctores Frankenstein. Todos quieren ser Dios. Lo esencial que se preguntan es: ¿cómo debe ser sentirse Dios? Entre tanto, destruyen el planeta. Tal vez el momento más sublime, aquél en que más cerca del poder divino se sienta será ése en que se hundan con el planeta entero en una catástrofe que –sin duda– tendrá la belleza de todo gran Apocalipsis. Cornelius Castoriadis, el notable filósofo ateniense, algo olvidado hoy e injustamente, escribía: “Esta destrucción irremediable sigue: en este preciso momento la destrucción de los bosques tropicales en calidad de especies vivientes continúa (...) el hombre es, más bien, como un niño que se encuentra en una casa cuyas paredes son de chocolate, y que se dispuso a comerlas, sin comprender que pronto el resto de la casa se le va a caer encima” (Castoriadis, Figuras de lo pensable, Centro de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999, p. 175). Y el hombre no tiene la figura británica y elegante del doctor Henry Frankenstein. Su creatura lo ha dominado. Ese Monstruo que anda de un lado a otro, con enorme potencia, con gran poder destructivo, y con un cerebro deteriorado, el de un asesino. Porque la paradoja más temible de Frankenstein (me refiero, aquí, sobre todo al film de Whale) es que la inteligencia humana –ese exquisito instrumento acaso único en el Universo–, ha creado, en el más alto punto de su poder y de su brillantez, a un idiota, de andar desarticulado y torpe, sin ningún valor que guíe sus actos, y con una incontenible pulsión de matar, un asesino. Y aquí es donde la fábula de Mary Shelley se une a esa asombrosa frase de Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”. Y ya nadie sabe cómo contenerlos y cada vez pareciera importar menos porque la carrera hacia el abismo tiene más glamour que el mundo decadente de la paz. Ese mundo burgués que Nietzsche odiaba: el mundo del “lector de periódicos”. Pero, ¿es este mundo la única alternativa a la destrucción que impone la técnica instrumental capitalista?
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