CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Un amigo que ya tiene sus años acaba de escribir un libro sobre la historia de la arquería, es decir, sobre el desarrollo de la técnica, la disciplina o –si se quiere– el arte en el uso del arco y la flecha, ya sea en la caza, la guerra o el deporte. Es lindísimo. Sobre todo porque, al menos para los varones de cierta edad, la confección de un arco con su respectiva flecha integraba, de pibes, la trilogía ineludible de nuestras presuntas destrezas o desafíos artesanales, junto al intento de armar un barrilete y el de fabricar una honda o gomera. El arco (y la flecha) era lo más fácil. Y el estímulo –qué duda cabe– lo recibíamos en el cine.
Tarzán, hombre de puñal a la cintura, usaba flechas también, aunque no siempre; los indios de las películas de cowboys –ellos sí, siempre y empecinados– usaban flechas desde arriba del caballo mientras giraban a los gritos alrededor de las carretas formadas en círculo. Y finalmente también usaban flechas Robin Hood y otros tipos de las películas de la Edad Media o “de época”, como en aquella fabulosa, El halcón y la flecha, con Burt Lancaster, de la misma época que El pirata hidalgo. Pero los piratas no me acuerdo que usaran flechas.
Para armar nuestros propios arcos debíamos arrancar –nos cagábamos en la ecología– una rama verde, algo curva y flexible de un árbol, elegir el tramo central para que tuviera un grosor parejo en lo posible –aunque siempre un extremo era más gordo que el otro– y después pelarla con el mismo cuchillo de la cocina con que la habíamos cortado laboriosamente. La madera de la rama quedaba blanca. Hacíamos una muesca en cada extremo, le tendíamos el piolín tenso de punta a punta, lo atábamos con varias vueltas reforzando la unión, y listo. La flecha –que casi siempre resultaba demasiado corta– podía ser una rama seca nunca demasiado recta, el palito horizontal de una percha al que le sacábamos punta o –jamás tuve flecha mejor– una aguja de tejer de madera. Sólo había que ponerle algo de peso en la punta –las laminitas de plomo del gollete de las botellas– para que mantuvieran la dirección. Las plumas –yo tenía gallinero– eran siempre demasiado grandes, molestas e incómodas, difíciles de fijar en el extremo. Prescindíamos de ellas. Nos las poníamos en la vincha para completar el disfraz y con eso y el hachita o “tomahawk” de escalpelar, jugábamos salvajemente a los indios.
En el libro de mi amigo se pasa revista a innumerables culturas. El arco y la flecha son recurrentes. Lo revolucionario, el salto cualitativo en términos de invención es el arco, claro. Porque la flecha es un sólo una pica más liviana. Si el simple palo, la maza y la lanza son la prolongación agresiva de la mano –llegar más lejos, con más capacidad de herir– y su alcance se extiende al arrojarlos, con el arco se multiplica la fuerza de propulsión en potencia y distancia. El arco –y después la ballesta– ya permite herir con la liviana flecha sin exponer el cuerpo e incluso –en el tiro con parábola– sin elegir blanco preciso. Es un cambio conceptual en la manera de concebir la guerra. Los trescientos héroes espartanos de Leónidas en las Termópilas, ante la amenaza de que las flechas de Jerjes “taparan el sol” de tan nutridas, se jactan famosamente de que pelearán con sus escudos y armas cortas, “a la sombra”. Y así murieron en su ley: mirando a los ojos del enemigo al herir.
Los guerreros bárbaros de las grandes planicies asiáticas también luchaban a caballo y eran muy diestros con el arco y la flecha. La caballería ligera de los partos que destrozó a las legiones romanas y le cortó la cabeza al envidioso Craso en Carras (52 aC), cuando se aventuró más allá del Eufrates, dejó marcas en la historia pero también en la lengua coloquial. El “craso error” viene de allí, de la soberbia irresponsable de un jefe imprudente que va solo al matadero. Y también de entonces es la expresión “la flecha del parto”, que se refiere a una costumbre guerrera de los astutos jinetes que, en retirada y siendo perseguidos, disparaban sus flechas hacia atrás y por encima del hombro, diezmando a sus confiados perseguidores. Desde entonces, la expresión “the parthian shot” –en inglés– se utiliza para describir ese metafórico disparo final –puede ser un gesto, una frase hiriente, una revelación penosa– que quiere lastimar irreparablemente en el momento de cerrarse una puerta que se supone definitiva. Munición de andén, en suma.
Ciertos tardíos gestos rencorosos, agresiones despechadas de ocasión y puñetazos de ahogado proliferan en estas circunstancias políticas de hoy, que se presumen límite, ya que pareciera que todo se acaba –o empezará, enésima virginidad– con la llegada de una fecha. Cada cual prepara su carcaj de mal entendidas flechas partas, escupe por encima del hombro buscando herir de muerte. Equivocan el rol: no saben a cuántos les espera el destino de Craso.
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