› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO La noticia no es nueva, pero todavía no es vieja. Es, digamos, una noticia casi madura que, inevitablemente, va para anciana. Pero sin apuro. Es una de esas noticias que, está claro, van a tomarse su tiempo y hasta va a ramificarse en otras pequeñas noticias. Es una de esas pequeñas noticias que no quiere ser mayor y sin embargo...
Y se sabe: es imposible verlo; pero poco y nada cuesta imaginar a ese hombre de 90 años. El hombre –dicen– está completamente sordo, no mucho tiempo atrás fue sometido a una de esas devastadoras operaciones de cadera que te dejan tirado en la cama para que, se supone, puedas caminar mejor algún día. Así que el hombre abre el periódico y ahí está la noticia. Y para el hombre es, sí, una noticia nueva que no se resignará a dejar de serlo. Es decir: el hombre decide que no va a permitir que esa noticia pase de largo y se salga con la suya.
DOS El hombre se llama J. D. Salinger y es escritor norteamericano y en 1951 publicó una de esas contadas novelas generacionales que se las arreglan para ser multigeneracionales, para trascender a modas y a épocas y que se convierten, en sí misma, en cápsulas temporales para las que no pasa el tiempo. Novelas que son el raro y muy poco común equivalente de una de esas noticias que se convierten en historia y que no dejan de parpadear en los almanaques de la especie como eternos días rojos.
La novela –que no ha dejado de reimprimirse en todas y cada una de las lenguas del mundo– se llamaba y se sigue llamando The Catcher in the Rye (imperfectamente traducida, negando la metáfora epifánico-beisbolística, como El guardián entre el centeno y, más libremente pero acaso con mejor puntería, como El cazador oculto). Y, de pronto, su autor lee ahí, en la sección cultural, que un joven sueco (Fredrik Colting) con el muy poco feliz alias de J. D. Salinger acaba de publicar una continuación no autorizada de The Catcher in the Rye. El libro se titula, también con poca gracia, 60 Years Later: Coming Through the Rye y recupera la figura del clásico héroe salingeriano varias décadas más tarde, contando algo así como el crepúsculo del alguna vez encandilador eclipse que se paseó por las calles de la paradisíaca Maniatan, sabiéndose un expulsado de su colegio y de todas partes.
Así, por lo que sí he leído por aquí y por allá, Holden Caulfield –modelo para millones de adolescentes propensos a las iluminaciones– se acerca ahora a los 80 años y se escapa del geriátrico, y su alguna vez adorable hermanita Phoebe (una de las tantas encarnaciones buda-infantiles del zen en la obra de Salinger) ha devenido en algo así como en una demente adicta a drogas más o menos legales y... A Salinger la cosa no le causó ninguna gracia y llamó a su abogado y ya ha conseguido prohibir temporalmente la edición o distribución de la novela en EE.UU. que, sin embargo, ya se puede comprar en Gran Bretaña con el sello de la poco conocida editorial sueca Nicotext en el lomo; porque está claro que ninguna de las majors en idioma inglés se atrevería a enfurecer a un dios ausente pero creíble que –cuentan los profetas– no ha dejado de escribir y acumular manuscritos desde su autoexilio en 1965 y del que, quién sabe, una vez desaparecido, tal vez sus hijos abran cajones y bueno... Y –mientras tanto y hasta entonces– la indignación de Salinger es comprensible: jamás autorizó derivado alguno de su obra y ahora un extranjero pone sus suecas manos sobre Holden, aquel quien siempre se definió como un “odiador de falsos” e inspiró a cientos de futuros narradores y, también, al asesino de aquel inconformista profesional llamado John Lennon.
TRES Pero para mí lo más interesante de todo el asunto son dos cosas. La primera es la idea de que el inevitable y casi automático reflejo del ¿cómo sigue la historia? sea un derecho íntimo del lector, pero no una estratagema pública para cualquier otro escritor que pase por allí y, no, no me interesa leer un libro llamado The Little Gatsby en el que Daisy descubre que está embarazada del difunto Jay y, cuando crece, su hijo se hace amigo de Michael Corleone y... La segunda –como bien explicaba días atrás un breve ensayo en The New York Times inspirado por el affaire Salinger/California– es la supuesta vigencia de un modelo y de un arquetipo. Allí, con el título de “Get a Life, Holden Caulfield”, se entrevistaba a varios maestros que mantenían la novela de Salinger como uno de sus “libros de lectura” y también se revelaba el poco interés y hasta la desconfianza de los adolescentes hacia un joven como ellos que, hasta hace no mucho, los representaba y no les mostraba el camino, pero sí la ausencia de camino. A Holden –cuentan los docentes– ahora los alumnos lo consideran “extraño”, “blando” e “inmaduro”, “anticuado para hablar”, “pasivo”, “un tipo con dinero que no entiendo de qué se queja” y que “solucionaría rápidamente sus problemas tomando Prozac”. Su sitial –dentro de una cultura pop ahora dirigida casi en un ciento por ciento al mercado joven– parece haber sido ocupado por Harry Potter: buen estudiante hiperactivo que siempre triunfa y que, además, es un apuesto vencedor y no, apenas, un beautiful loser.
CUATRO Y “un solitario sin amigos”. Y de un tiempo a esta parte vengo leyendo diferentes posturas a favor o en contra del fin de la soledad o en contra y a favor de las amistades más o menos peligrosas en Internet. Twitter, Facebook, Tuenti y siguen las marcas y ese bosque está lleno de lobos y corderos y, sobre todo, de demasiados “falsos” (avatares, nuevas personalidades, anónimos y alias todavía menos ocurrentes que el de J.D. California) a los que Holden, seguramente, condenaría. Leo también que, en España, paradójicamente, los fans de Harry Potter se parecen mucho más a Holden de lo que suponen o de lo que les gustaría. Las encuestas hablan de un 54 por ciento de individuos entre los 18 y los 34 años que se declaran desencantados con el mundo que les han dejado sus mayores y que –críticos en la crisis– no tienen proyectos, ni ilusión. Lo que El País ha denominado como “Generación Ni-Ni”: ni estudia, ni trabaja. Y, acaso lo más terrible de todo –más auténticas presas visibles y a tiro que precisos cazadores ocultos denunciadores de falsificaciones varias– ni siquiera tienen tiempo, ni ganas, ni espacio donde preguntarse a dónde van los patos del Central Park en invierno. Porque lo que verdaderamente les importa averiguar, y acerca de lo que no tienen la menor idea, es a dónde irán a parar todos ellos después de este largo y ardiente y explosivo y terrorífico verano.
Lo que no saben no es cómo sigue sino cómo seguir.
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