Vie 26.06.2009

CONTRATAPA

El rey de los suicidas

› Por Juan Forn

Un compadre con el que intercambio música acá en Gesell me hace escuchar la versión que hace Seu Jorge de un tema famoso de Serge Gainsbourg. El brasuca aporrea sin compasión los bajos de su guitarra y canta con voz grave, monocorde y cada vez más crispada: “Chatterton suicidou / Kurt Cobain suicidou / Vince Van Gogh suicidou / Nietzsche enloqueceu / E eu, ¡puta pariu!, nao vou nada bem”. Mi joven amigo, que parece un calco del Lukas de Rep en vestimenta, personalidad y gustos musicales, dice: “Es la única canción brasilera que me banco”. Y agrega: “¿Vos sabés quién es Chattertón?” (así lo pronuncia: con acento en la o, como Seu Jorge en la canción). Y señala la imagen bajada de Internet que tiene pegada en la pared, entre fotos de Luca, Hendrix, Kurt Cobain, Sid Vicious, Janis Joplin, Ian Curtis y Jim Morrison. “Era un groso este chabón”, dictamina. “Es el rey de los suicidas.”

Cierto: Thomas Chatterton es uno de los cadáveres más famosos de la historia, aunque nació en la clase equivocada y nunca logró salir de ella, aunque vivió apenas diecisiete años y comió mierda desde que llegó hasta que abandonó este mundo. Su madre cuidaba una iglesia en Bristol, su padre había muerto antes de que él naciera. Lo mandaron a la escuela para pobres de Bristol, de donde egresó con escaso futuro a los catorce años y empezó a trabajar para un copista de la ciudad, que no le pagaba ni una moneda: sólo le daba alojamiento, comida y ropa vieja, como a sus otros criados. En esas ásperas condiciones, el joven se las arregló para inventar un inexistente monje medieval llamado Thomas Rowley, a quien le adjudicó una serie de poemas, que redactó él mismo, en estilo y caligrafía impecablemente góticos, sobre unos pergaminos que su abuelo había encontrado accidentalmente en los sótanos de la iglesia que cuidaba. Gracias a ellos, el impetuoso Chatterton pudo dejar Bristol y llegar a Londres dispuesto a conquistar la ciudad con su pluma. Seis meses después su casera lo encontró muerto en el altillo que alquilaba.

El cadáver seguía tibio cuando empezó a tejerse la leyenda. Mientras la población masculina reunida en la taberna adjudicaba el suicidio a la evidente insanía del muerto (cosa que permitía explicar todas las excentricidades de Chatterton, desde “sus amenazas de hacerse mahometano” hasta sus falsificaciones medievales, su bizarro gusto para vestir e incluso su vegetarianismo), las chicas del burdel de abajo aseguraron que el muchacho había muerto de hambre porque el panadero de la cuadra le había negado “una hogaza a crédito”. La madama afirmó que lo había oído sollozar toda la noche, mientras sus pasos iban y venían de un extremo al otro de la habitación. Una vecina que logró colarse junto al policía que forzó la puerta dijo que el cadáver yacía a medias caído de la cama, con expresión angelical y rodeado de papeles rotos, “no mayores que una moneda de seis peniques”. Y el boticario confesó compungido que la tarde anterior le había vendido al muchacho un poco de arsénico y láudano. En los días siguientes, no sólo las pupilas del burdel, sino ya todas las muchachas de la zona hablaban de la fulminante belleza, el carácter indómito y las proezas amatorias del finado. “En el fondo de sus extraordinarios ojos grises había un incendio”, escribió Horace Walpole, que en vida de Chatterton lo había despreciado olímpicamente. Y Coleridge, aun sabiendo que aquellos poemas medievales habían sido meras imitaciones, afirmó que estaban escritos “en el inglés más puro que haya existido jamás”.

Chatterton es el primer caso de un poeta en el que importan menos sus versos que su vida, y su muerte. A partir de él se acuñaron las palabras “bardolatría” y “literaturicidio”. Menos de un año después de su muerte, Alfred de Vigny estrenó en París su obra de teatro sobre Chatterton y Goethe publicó Las tribulaciones del joven Werther y comenzó una verdadera epidemia de suicidios de jóvenes en toda Europa. Chatterton era el patrón por el cual medían su desesperación. Juventud, poesía y alienación se hicieron sinónimos. Keats, Shelley y Byron lo idolatraron. Baudelaire, Nerval y Rimbaud harían lo mismo en Francia, como Von Kleist y Holderlin en Alemania. En palabras de Balzac, la disyuntiva era “matar la pasión y llegar a viejos o abrazar el martirio de la pasión y morir jóvenes”. El suicidio se convirtió en el supremo gesto de desprecio hacia el insípido mundo burgués. El cuadro La muerte de Chatterton, del prerrafaelita Henry Wallis, se convirtió en una auténtica estampita devocional. Y la única razón que impidió que la tumba del poeta se convirtiera en objeto de veneración fue que lo enterraron en la fosa común.

Curiosamente, si Chatterton hubiera seguido escribiendo se habría convertido casi con seguridad en su propia antítesis: de hecho, al llegar a Londres ya había dejado atrás su escritura “gótica” y virado hacia el estilo de moda por entonces en la metrópoli, la sátira en verso. Con esa paradoja en mente, un bisoño egresado de la Universidad de Bristol llamado Nick Groom se sumergió hace diez años en la iconografía chattertoniana y emergió hace muy poco con un veredicto hasta para él mismo decepcionante: Chatterton no se suicidó. El informe del forense admite la presencia de arsénico y láudano en el cuerpo, pero aplicados para curar una gonorrea que tenía el muerto. Aparentemente Chatterton habría incurrido en una sobredosis accidental. No sólo en su nutrida correspondencia londinense sino en los papeles que quedaron en su habitación y fueron enviados a su familia hay el menor signo de depresión suicida. Al contrario, Chatterton cuenta en ellas que estaba ganando buen dinero, fruto de las treinta piezas que logró colocar en siete periódicos de Londres antes de llegar y otras veinticuatro que entregó en los meses previos a su muerte, además de vender un drama musical en cinco guineas (cuando una libra alcanzaba para alimentar a una familia entera durante una semana) y aceptar una jugosa comisión para escribir un libro por encargo.

En cuanto a la lluvia de papeles rotos que había en torno del cadáver, no se debió a que Chatterton destruyera toda su producción literaria antes de morir, como decía el mito, sino que era práctica habitual suya romper en pedazos bien pequeños todo lo que escribía y no le gustaba (para que nadie pudiera robarle los versos que él descartaba por malos). Groom cuenta además que Chatterton no se hubiera privado bajo ningún aspecto de dejar una nota en caso de suicidio ya que, en sus tiempos en casa del copista en Bristol, dos veces habían hallado notas suicidas de su puño y letra en lugares bien visibles de la casa (de hecho ésa fue la razón por la que terminaron despidiéndolo y se marchó a Londres). En su gran libro sobre suicidas, Al Alvarez comenta una de ellas: dice que nunca leyó una nota de suicidio en la que su autor pareciera estar pasándola tan bien como para preferir seguir escribiendo en lugar de suicidarse.

No sé a ustedes pero, a mí, este Chatterton me cae mucho más simpático que el del mórbido cuadro de Mills que ilustra esta página y acompaña a Luca, Hendrix y compañía en la pared de mi amigo Lukas.

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