CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Con los diarios de esta semana, con los cables de las agencias, llegó la buena y saludable noticia de que Guillermo Saccomanno –Buenos Aires, 1948– había ganado el Premio Hammett a la mejor novela negra publicada en lengua castellana durante 2008. La distinción, instituida hace algo más de veinte años en recuerdo y homenaje al autor de El halcón maltés y otras maravillas, se entrega anualmente a principios de julio durante el desarrollo de la Semana Negra de Gijón, en Asturias, uno de los encuentros de escritores de literatura policial más importantes y prestigiosos del mundo. En este caso, Saccomanno ganó con un relato que no es un texto de género sino una excelente, original y perturbadora novela a secas. Claro que atravesada por el crimen y la violencia política. La novela premiada se llama 77 (setenta y siete, sí; por el año 1977, epicentro cronológico de la represión), la publicó Planeta el año pasado en Buenos Aires, ha sido y es un éxito de crítica y de lectores, y constituye de algún modo la última parte de una trilogía que Saccomanno comenzó con La lengua del malón (2003) y continuó con El amor argentino, de 2004. El recurrente profesor Gómez –ya aquí cincuentón y docente de Literatura durante la dictadura– sirve de personaje puente e hilo conductor que atraviesa los tres pavorosos relatos. La premiada 77 hace foco –entre otras y entreveradas cosas– en las complicidades de la sociedad civil durante los años de la represión ilegal, con sus consabidas incomodidades. Para actores, escritores y lectores, digo. Un texto ejemplar.
Por otra parte, el premio para Saccomanno no hace sino ratificar un hecho largamente documentado a lo largo de estos últimos años: la reiterada presencia de narradores argentinos en las ternas y los premios de la Semana Negra, en sus diferentes categorías. Cabe recordar que –en paralelo con el Hammett– existe el Premio Rodolfo Walsh para el mejor trabajo de investigación periodística y no ficción (en su primera edición, hace más de dos décadas, lo ganó Miguel Bonasso) y no faltan las distinciones para las mejores primeras novelas y otros ítem. En todos los rubros proliferan los narradores argentinos. Algo (bueno) habrán hecho.
Sin entrar en detalles, y al voleo, recuerdo los premios que en diversas ediciones han recibido notables narradores como Rolo Diez (dos veces), Juan Damonte –el malogrado hermano de Copi, con su única novela–, Raúl Argemí o Carlos Salem –para mencionar sólo cuatro casos de novelistas no demasiado conocidos acá, porque han desarrollado y publicado su obra sobre todo fuera de la Argentina– o el joven y consagrado Leo Oyola, que ganó el Hammett el año pasado con Chamamé, compitiendo, entre otros, con Ernesto Mallo, otro novelista porteño. Incluso no hace mucho, el marplatense Carlos Balmaceda ganó una distinción y hay más –varios más– que se me escapan.
Si a estos datos les sumamos el hecho de que algunos de los últimos textos premiados en importantes concursos abiertos de novela castellana han recaído en relatos de autores argentinos fuertemente marcados por la impronta policial –pienso en Crímenes imperceptibles de Guillermo Martínez, Las viudas de los jueves de Claudia Piñeyro y El enigma de París de Pablo De Santis– y que las estanterías están pobladas de relatos nacionales que dan cuenta de muy diversa manera de crímenes y delitos violentos made in Argentina –del excelente texto de Battista sobre el comisario Meneses al incisivo de Feinmann sobre el asesinato de Aramburu o la terrible historieta Guastavino, de Trillo y Varela– cabe pensar que algo pasa: es que los (escritores) argentinos no volvemos al lugar del crimen. Vivimos en él.
Y es curioso porque no estamos en un momento en que la literatura de género policial –en sentido estricto– esté de moda en estos pagos. Casi no hay colecciones vivas, excepto Negro Absoluto, que propone autores nuevos e historias de ambientación argentina. Y sin embargo, pareciera que lo criminal prevalece, se cuela, atraviesa los relatos y los autores como una mancha voraz, a veces imperceptible, que va dejando su marca –su huella, más precisamente– en todas partes.
Es que tenemos demasiados cadáveres en el sótano, incontables indicios barridos bajo la alfombra y un mal olor entre los escombros del pasado reciente que apenas nos deja respirar. Habrá que hacer algo con eso. En principio, los escritores, escriben. Bien por Saccomanno & Co. Es un trabajo sucio, pero necesario. Gracias.
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