› Por Juan Forn
En junio de 1970, Leonard Bernstein y su esposa Felicia convocaron a un grupo de amigos a su dúplex neoyorquino en Park Avenue, para recaudar fondos en favor de los Panteras Negras (veintiún miembros de la organización enfrentaban en aquel momento un duro proceso judicial por poner bombas en un cuartel de policía). Los invitados conformaban un seleccionado de notables: los compositores Aaron Copland y Gian Carlo Menotti, el fotógrafo Richard Avedon, la escritora Lillian Hellman, los directores de cine Mike Nichols y Otto Preminger, el actor Jason Robards, el cantante Harry Belafonte y el director de orquesta Peter Duchin dialogaron largamente con tres Panteras Negras, con dos periodistas como testigos: Tom Wolfe y una periodista de The New York Times llamada Charlotte Curtis. Al día siguiente, la Curtis relató los hechos en el Times, y una semana después Wolfe hizo lo propio en la revista New York. Su legendario y lapidario artículo, Radical Chic (“La izquierda exquisita”), ocupaba el número completo de la revista, que además mostraba en tapa a tres mujeres vestidas como damas de sociedad, pero con el puño derecho en alto, envuelto en un guante negro (imitando la celebérrima foto de aquellos atletas norteamericanos en el podio durante las Olimpíadas de México en 1968). El efecto fue devastador: además de prender fuego a Bernstein y amigos y consagrarse como el cronista por excelencia de la nueva sociedad, Wolfe acuñó un término que serviría para caricaturizar desde entonces toda inclinación progre en la intelectualidad yanqui.
Lo interesante del asunto es que Wolfe no encontró por sí solo el enfoque para su artículo; se lo birló a la Curtis. Me explico: la Curtis no había escrito para la sección política sino para las páginas de sociedad del Times su cobertura del hecho y lo hizo a la manera de una nota de sociales (dedicándole más atención a los bocaditos que se habían servido y al vestuario de las damas que al discurso de los Panteras y las preguntas de Bernstein y sus amigos). Al día siguiente, desde la página editorial del diario, se acusó a Bernstein de “manchar la memoria de Martin Luther King con sus fatuidades de salón” (la reunión había coincidido involuntariamente con el aniversario de la muerte de King). Al leer el diario, Wolfe supo que tenía oro en polvo en sus manos si lograba encontrar un elemento subterráneo que explicara por qué escandalizaba tanto aquel encuentro entre la radicalidad negra y la elite intelectual neoyorquina. Y sacó de la manga su teoría del status: según Wolfe, el progresismo de Bernstein y sus amigos se debía a la angustia propia de su condición de judíos, que los llevaba a identificarse con los oprimidos, aun cuando eran parte evidente de la clase privilegiada (incluso hablaba de la Teoría de los Pañales Rojos, con relación a la cantidad de militantes universitarios de aquellos años que venían de hogares judíos acomodados).
Wolfe no se privó de nada en su artículo: hacía decir a una de las damas asistentes al encuentro que estaba “emocionada por conocer a su primer Pantera Negra”, acotaba que en casa de los Bernstein no había servicio doméstico negro para no ofender a los activistas invitados, y agregaba que, como Felicia Bernstein era chilena, no tenía inconveniente en conseguir, para sí misma y para sus amigas, mucamas sudamericanas (Jamie, uno de los hijos de Bernstein, recordó hace poco que su madre nunca se recuperó de la vergüenza y murió poco después de un cáncer fulminante: “Nada volvió a ser igual en casa después de aquel artículo”). Wolfe incluso mencionaba los piquetes que se instalaron delante del edificio de los Bernstein en Park Avenue y las toneladas de cartas indignadas acusándolos de antipatrias, desagradecidos, mala gente. Y no eran los años del macartismo: era 1970.
A fines del año pasado se hizo en Nueva York una celebración de Bernstein, a veinte años de su muerte y noventa de su nacimiento (se tocaron todas sus obras, desde las sinfonías “serias” hasta West Side Story). Casi simultáneamente, el FBI liberó el voluminoso archivo que tenía sobre él y así se supo que gran parte de aquellas protestas en 1970 fueron orquestadas por el FBI, e incluso por el propio J. Edgar Hoover (un memo interno firmado por él aconseja hacer hincapié en el antisemitismo de los Panteras Negras y la adhesión, nunca probada, de Bernstein al Partido Comunista norteamericano). El legajo no empieza ni termina ahí: ya en 1951 el nombre de Bernstein figura en una lista de “ciudadanos a ser trasladados a campos de detención en caso de una emergencia nacional”. Y alcanza su punto álgido en 1971, cuando Bernstein debía inaugurar el Kennedy Center con el estreno de su Misa, un oratorio en el que su autor, siempre según el FBI, planeaba “avergonzar al gobierno” enmascarando en latín consignas contra la guerra de Vietnam y contra el propio presidente (que debía asistir protocolarmente al evento). Nixon personificó a Bernstein como el epítome de la decadencia de la elite intelectual norteamericana y exigió a sus secuaces Haldeman y Hoover que incitaran a la prensa afín a mencionar la “nauseabunda costumbre” de Bernstein de besar a hombres en la boca (es decir, a ventilar su bisexualidad). Todo aquello que hacía tanta gracia en el artículo de Wolfe se volvía agrio, amargo, rancio, leído en aquel legajo, con Bernstein largamente muerto.
Visto a la distancia, el gran aporte de Tom Wolfe al Nuevo Periodismo fue el uso (casi histérico) de la ironía. De hecho suele decirse que la Era de la Ironía empezó con el Nuevo Periodismo, aunque ni Truman Capote ni Norman Mailer, ni el demente de Hunter Thompson apelaran a ella tanto como Wolfe (la Era de la Ironía terminó, por supuesto, con el derrumbe de las Torres Gemelas: con eso no se jode). Viendo a la distancia sobre qué objetivos aplicó Wolfe su ironía en sus festejadas piezas periodísticas, se nota que debajo de ella siempre hay una crítica a las nuevas costumbres, un solapado neoconservadurismo. Es significativo que el hombre que radiografió como ningún otro a los idiotas útiles de izquierda haya sido, él mismo, un idiota útil de la derecha, por no decir algo peor. Si Leonard Bernstein y sus amigos encarnaron el radical chic en aquellos tiempos de Vietnam y Panteras Negras, Wolfe y sus exégetas inventaron otra categoría, a mi gusto bastante más desagradable y sospechosamente idónea para los tiempos de Reagan y de Bush: el cynical chic. Como decía otro Leonard, igualmente judío y radical chic, de nacionalidad canadiense y apellido Cohen: “A veces uno elige de qué lado estar simplemente viendo quiénes están del otro lado”.
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