Mar 29.01.2002

CONTRATAPA

PANTALLAZOS

› Por Antonio Dal Masetto

Conocí a Osvaldo poco después de su llegada de Tandil, en la casa de Jorge Di Paola. Entre vaso y vaso, nos contó algo que le había ocurrido en el casino de Mar del Plata, cierta noche en que andaba de buenas: número que elegía, número que salía. Hasta que una viejecita diminuta, frágil, se le puso al lado y pidió permiso para colocar su ficha. A partir de ahí, Osvaldo empezó a perder. Cambió de mesa y la fortuna volvió a sonreírle. Apareció la dulce anciana a su lado y Osvaldo empezó a perder de nuevo. Y así fue de mesa en mesa, ganando siempre al principio y luego perdiendo con la aparición de la anciana. Finalmente se cansó y fue a sentarse en el bar. Luego se enteró por una amigo que lo había acompañado al casino que la anciana lo había estado buscando: “¿No vio donde está ese amigo suyo? No lo puedo encontrar, espero que no se haya ido, me daba suerte, cada vez que me ponía a jugar al lado suyo, yo ganaba”. La historia era graciosa, pero contada por Osvaldo, con su capacidad de hacer las pausas adecuadas y crear suspensos y manejar el humor, se convertía en una pequeña fiesta. Aquella noche, los que estábamos recibimos las primeras señales de un narrador de alma, que luego contaría historias con tanta eficacia por escrito como sabía hacerlo hablando.
Hacía poco que Soriano había vuelto de su exilio en París y viajamos un grupo a Colonia Vela, el pueblo cuyo nombre había utilizado en dos novelas, “No habrá más pena ni olvido” y “Cuarteles de invierno”. Ibamos a grabar un programa sobre sus libros y su regreso al país para un canal de televisión de Buenos Aires. Entre tantas calamidades el proceso militar había dejado instalado el hábito de la prepotencia en cualquiera que usara un uniforme, fuera de lo que fuera, o ocupara un cargo desde donde pudiera ejercer una cuota de poder, por mínima que fuese. La estación de trenes de Colonia Vela ya casi no funcionaba, pasaba un carguero cada dos días o algo así. A los pocos minutos de llegar al andén vacío, donde se grabarían algunas escenas, apareció un tipo que resultó ser el jefe de estación y nos maltrató y trató de expulsarnos con el argumento de que nadie podía estar ahí sin su autorización. Cuando le señalaron la cámara y le explicaron que se trataba de un programa para un canal de la Capital que él seguramente miraba todos los días, cambió de actitud. Desapareció y minutos después volvió con el uniforme puesto, gorra incluida, seguramente con la esperanza de que se lo invitara a participar en alguna escena. En efecto, el director Francisco N. Juárez, generosamente, lo grabó tocando la campana de la estación, anunciando la partida de un tren inexistente. Recuerdo con claridad la cara de Osvaldo mientras observaba incrédulo la solemne postura de prócer del jefe de estación esperando la orden para tirar del cordel de la campana. Osvaldo murmuraba: “Colonia Vela, Colonia Vela”.
Famoso es el amor, respeto, afecto, devoción o como quiera llamársele, de Soriano por lo gatos. No sólo él los buscaba sino que los gatos lo buscaba a él. Hay muchas anécdotas sobre este requerimiento recíproco y no sé si es conocida la historia de la gata que entró por la ventana y fue a tener cría sobre la cama de Osvaldo y Osvaldo se consiguió un colchón y durmió en el piso hasta que la gata decidió que había llegado la hora de abandonar la cama y salir al mundo con sus gatitos.
Italia es uno de los países donde Soriano fue leído con
verdadero fervor. En un concurso anual, en cierta región del centro de la península, uno de sus libros fue elegido como el mejor del año y el premio consistía en dos lingotes de oro. Le fueron entregados en un ceremonia que tenía bastante de solemne y después Osvaldo me contó que a la hora de decir un par de frases, la insólita presencia de los lingotes arrastró la imaginación y las palabras, las llevó a mundos de tesoros, de barcos surcando los mares, de corsarios, de abordajes, e inevitablementeapareció Emilio Salgari. De eso habló. Al contármelo me confesó que nunca se había sentido tan satisfecho con una charla suya, nunca como con ésta en que, lejos de lo que se podía esperar de un escritor premiado plantado ante un micrófono, se había disparado libremente para zambullirse un rato en el distante y querido y refrescante universo de la aventura.
En Italia conocí recientemente a una joven mujer, siciliana de Palermo, lectora de Soriano, que en un viaje a la Argentina visitó el cementerio de la Chacarita para buscar su tumba y rendirle homenaje al escritor cuyos libros había amado y amaba. Mientras me lo contaba, me acordé que en sus años jóvenes, Osvaldo, en un viaje a los Estados Unidos, había peregrinado hasta California para buscar la tumba de uno de los amores de su adolescencia, Stan Laurel (incluido como personaje en “Triste, solitario y final”), y entonces me dije que esa simetría en el tiempo debía significar algo, aunque no pude darme cuenta qué era. Lo vuelvo a pensar a veces y no logro nada, pero me obstino en suponer que ahí hay una señal y que quizá valga la pena insistir en mirar en esa dirección.
De aquellos que empezaron a publicar en los sesenta y a principio de los setenta, Soriano fue sin dudas el escritor argentino más leído. Y se lo sigue leyendo con la misma pasión. Estas líneas apresuradas, además del recuerdo, además del homenaje, quizá también aspiren a poner su granito de arena para que algún nuevo lector joven sienta curiosidad y se acerque a sus libros. Fue Soriano quien en una oportunidad, estando en su casa, me preguntó si conocía a un autor que él admiraba. Cuando le contesté que no, sacó un libro de la biblioteca, me lo dio y (me pareció que con cierta sana envidia) me dijo: “Qué suerte la tuya que todavía tenés por delante la tarea y el placer de descubrirlo”. Volviendo a ese posible joven lector descubridor de Osvaldo Soriano del que hablaba unas líneas más arriba, le traspaso la frase.

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