El cielo, con sus soles lejanos, cometas y meteoritos, ya no forma parte de la experiencia sensible de la mayor parte de la humanidad, y el enemigo, en este caso, es la luz: las ciudades están sumergidas en enormes halos de luz artificial –muy mal utilizada– que impide ver el cielo que aun se ve en el campo o mar adentro. En lugar de 2 o 3 mil estrellas, en las noches despejadas de Buenos Aires (y, en general, de las grandes ciudades del mundo) apenas se pueden ver cien o doscientas. Naturalmente, no es que el cielo nocturno haya desaparecido de modo literal, ni que se haya refugiado en el hecho de que “lo esencial es invisible a los ojos”; sigue estando detrás de esa terca barrera luminosa que las ciudades han construido, y que impide la visión de la mismísima Vía Láctea, que se esfuma casi por completo, y que ya no podría guiar a los peregrinos por aquel Camino de Santiago. En esta edición, Futuro presenta los porqués de esta pérdida del realismo astronómico, y cómo podría recuperarse con una mejor iluminación que no desperdiciara tanta luz.
Donde se sugiere que el sentido común es dualista y se plantea un enigma empírico de edades
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