Vie 02.10.2009

CONTRATAPA

Un médico como la gente

› Por Juan Forn

En las primeras horas del lunes pasado murió en el Hospital Lanari un hombre extraordinario llamado Domar Singh Madariya. Era médico clínico y reumatólogo. Era también licenciado en yoga y filosofía hindú. Fue el introductor de la medicina ayurvédica en la Argentina. Hizo una enorme, enorme cantidad de bien, desde que llegó a nuestro país en 1972. Aquí nacieron sus tres hijos, aquí fue feliz con su esposa y colaboradora Shoba.

Había nacido en la India Central en los años ’50, en una austera familia de agricultores. Intentó educarse hasta donde se lo permitió su origen social, trabajó luego en una siderúrgica de Bhilai, supo pronto que esa vida era incompatible con su naturaleza y dejó su pueblo, su familia y su trabajo para ingresar en un ashram de Benarés, donde pasó los siguientes siete años de su vida, estudiando yoga y filosofía hindú, y trabajando como voluntario en hospitales y escuelas de la región, y luego difundiendo la filosofía y práctica del yoga por diferentes provincias de la India. En 1971, un grupo de estudiosos canadienses que se cruzaron en su camino lo convencieron de ir a enseñar yoga allá. Domar recorrió Canadá, bajó por la Costa Oeste de Estados Unidos hasta México, pasó por Perú y llegó a la Argentina en 1972. Acá, dando clases de yoga, pudo pagarse las lecciones para aprender nuestro idioma primero y para cursar después toda la carrera de Medicina. Con el título de médico clínico y una especialidad en reumatología, volvió en 1979 a la India, a ofrecerle matrimonio a su amor de toda la vida, Shoba. Primero obtuvo su Doctorado en Medicina ayurvédica en Benarés. Luego volvió con Shoba a la Argentina (porque, a pesar de los dos doctorados de Domar, la diferencia de castas les impedía vivir juntos en la India).

He contado en mi libro María Domecq cómo conocí a Domar. Yo había tenido una pancreatitis muy severa, había pasado por varios médicos infructuosamente, la única solución parecía ser una complicada cirugía en la cual me extirparían el páncreas (cosa que me dejaría insulinodependiente de por vida, entre otras cosas), cuando encontré a Domar. Digo esto para explicar el contexto en que él me contó lo que le había pasado poco después de volver con Shoba a la Argentina. Domar tuvo tres hijos con ella pero, en el medio, perdió un riñón, poco después empezó a fallarle seriamente el otro. Tenía treinta y dos años, acababa de nacer su segunda hija cuando supo que se le venía la muerte. Muy disimuladamente, fue convenciendo a Shoba de abrir un local donde vendieran objetos traídos de la India. Lo que Domar quería, en realidad, era dejarle algo a su esposa y a sus hijos si él se moría. Incluso viajó a Benarés con el propósito de traer la mercadería para el local. Partió creyendo que sería su último viaje. Pero más de veinte años después, ahí estaba, sentado enfrente de mí en su consultorio de Belgrano, contándome que en pocas semanas tendría el inmenso gusto de asistir al casamiento de su segunda hija, aquella que acababa de nacer cuando Domar creyó que se había acabado su tiempo en este mundo. En esos veinte años, además de salvar a incontables personas acá en la Argentina con problemas similares al mío, Domar viajó periódicamente a la India, a cumplir tareas voluntarias en el ashram donde lo habían salvado.

Durante aquella primera consulta, Domar me dijo en cierto momento: “No tema. También usted verá casarse a su hija algún día” (mi hija tenía tres años en ese momento). También me dijo: “Usted no está enfermo. Pero no lo sabe”. Tenía una manera absolutamente particular de hablar el castellano. Y de tratar a sus pacientes también. Alguna vez me explicó que, de los cuatro elementos básicos de este mundo (aire, tierra, fuego, agua), el más importante es el aire, no sólo por ser el elemento común a todos, sino porque es el que permite el desarrollo de todo lo demás. Domar prefería llamarlo “espacio”, y decía que su trabajo se reducía a eso: a generar espacio, fuese intercelular, intermuscular o de otra categoría, a la que llamaré espiritual. No sé exactamente de qué estoy hablando. Llevo varios días escuchando en mi interior ramalazos inconexos de las cosas que me dijo, en el puñado de consultas que le hice en estos años (no fueron muchas, apenas una por año). Antes de mi pancreatitis, antes de conocer a Domar, me habría producido instantánea desconfianza la palabra “espiritual” en boca de un médico. Lo mismo me hubiera pasado si un médico al que consultaba se ponía a hablar de sí mismo en lugar de hablarme de mí, de mi problema. El problema es que, para la mayoría de los médicos, un paciente es un síntoma, a lo sumo un caso; casi nunca una persona. Por eso tanta gente comentaba, al conocer a Domar: “Al fin un médico como la gente”.

No pretendo pontificar sobre cómo deberían los médicos tratar a sus pacientes. De hecho, ni siquiera sería del todo fiable lo que pudiera decir de Domar como médico (aunque me consta el bien que les hizo a varias personas en trances similares al mío, que me pidieron su teléfono y lo fueron a consultar). Y tampoco tengo derecho a hablar espiritualmente de Domar (aunque pueda dar fe de cuánto veneraba a Amma, la mujer sanadora a cuyo alrededor se alzó el ashram de Amritapuri). Sólo puedo decir de él lo que ya dije en María Domecq: que me devolvió el alma al cuerpo. Que le devolvió el alma al cuerpo a infinidad de pacientes que recurrieron a él. No conozco definición que honre mejor la labor médica. No conozco médico que haya honrado su profesión como Domar Singh Madariya.

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