CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
En mayo de 1897 aparecía en Londres una larga y extraña novela firmada por un escritor antes y después menor, el irlandés Abraham Stoker, que mereció en general la indiferencia condescendiente de los críticos y el particular e infrecuente elogio de Oscar Wilde. La novela se titulaba Drácula, y ese nombre –que evocaba (sólo) el apodo del tremebundo Vlad III, el Empalador (sic), príncipe de Valaquia (Transilvania) en el siglo XV– carecía, y careció por mucho tiempo, de las resonancias de hoy. Puede suponerse, incluso, que el título fue resultado de una decisión de último momento, pues el contrato firmado apenas un mes antes entre el autor y Constable & Co, los editores, se refería al manuscrito –que no era literalmente tal, ya que estaba tipeado modernamente a máquina– de un modo más descriptivo y sugerente: The Undead, el “no muerto”, traduciríamos sin gracia.
Si en la tradición de la novela gótica la condición de “undead” hace del vampiro un personaje fantasmal, un ser intermedio que no es “un ser viviente, pero tampoco ha ingresado en el mundo de los muertos” y goza –según el sabio Jaime Rest– de “una equívoca inmortalidad que sólo puede ser interrumpida con el auxilio de apropiadas medidas heroicas”, en la novela de Stoker (y sobre todo en su versión cinematográfica más literal, la tardía de Coppola), más allá de los espejos que no lo reflejan y otros síntomas de evanescencia, Drácula posee una carnalidad definida, una plena humanidad que hace más tangible y cercana su condición.
Este es un dato revelador: si hoy Drácula es sinónimo del vampiro, y vampiro es –gracias al poderío de la imagen y el estereotipo cinematográfico– alguien vestido de negro y con colmillos salientes que duerme en un ataúd y que se alimenta de sangre humana extraída directamente de carótidas femeninas, hace un siglo y en el pensamiento del autor, Drácula era básicamente un transgresor de la ley natural, alguien que derrotaba a la Muerte. La aparatosa condición de vampiro estaba en su naturaleza, era el medio material a través del cual realizaba su condición sobrenatural: no morir. Ese es el primer y único pecado de Drácula, pretender y ejercer la inmortalidad, la vieja tentación de “ser como dioses”.
Pero aspirar a no morir –al menos, no del todo– es no sólo la explícita pretensión del protagonista de la novela sino, de algún modo más o menos manifiesto, la de cualquier nacido de mujer. Sin ir más lejos, horacianamente, la de todo escritor –y Stoker lo era incluso más allá de su consciente pretensión o sus discutibles medios– y sobremanera la de todo gobernante o aspirante vocacional al poder –y Vlad III El Empalador vaya si lo era– que se sueña inmortal al menos en el recuerdo cautivado u horrorizado de las generaciones futuras. Y ahí aparece otra cuestión interesante.
Porque lo notable es que para que el histórico Vlad III –empalador pero no chupasangre– se convirtiera definitivamente en leyenda perdurable, necesitó que un oscuro escritor de fines del siglo XIX, Stoker, “usara” su figura desaprensivamente, lo tergiversara sin cuidado alguno, hiciera con él lo que necesitaba para desarrollar su historia gótica. Es decir: lo inmortalizó, le puso un nombre, lo rebautizó falseándolo.
Pero eso no fue todo, porque ni Vlad –la Historia– ni Bram –la literatura– serían hoy lo que son en la memoria cultural sin la “ayuda” indirecta de una nueva, fraudulenta y genial apropiación artística –digamos– al cuadrado: la película de Tod Browning de 1930, en los comienzos del sonoro. La figura y la impronta de Bela Lugosi –nacido en Transilvania...– instauraron definitivamente el mito, lo clavaron indeleble en la experiencia colectiva del siglo veinte e iluminaron hacia atrás sus (tergiversadas) fuentes, convirtiéndolas en meros antecedentes. Quiero decir: Vlad pasa por Bram que pasa por Lugosi, en una especie de carrera de postas en que lo que se juega es el deseo de eternidad. El mismo viejo Bela no aspiró en toda su vida a otra cosa que seguir siendo Drácula por siempre.
Todo esto viene al caso a partir de un descubrimiento (para mí) casual. Ayer, 8 de noviembre, en el lugar de la eternidad a la que aspiraron, cumplieron años los dos: Vlad, nacido en 1431 en Siguisoara, y Bram, que nació en Clontarf, en 1847. Deben de haberlo celebrado juntos.
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