› Por Juan Sasturain
La Historia, entendida como memoria colectiva, construcción a veces arbitraria de lo que debe o no ser recordado, suele ser generosa con algunos y mezquina u olvidadiza con otros. Está claro que una cosa son los héroes, los consabidos próceres, los elegidos por la fama y la gloria, los privilegiados destinados a ser famosos por su grandeza, valor, e incluso por su crueldad o perversión. Son los que vienen con el bronce prefundido y la biografía con los casilleros listos para ser rellenados con hazañas o despropósitos, los futuros pobladores de billetes y estampillas. No se trata de especular sobre ellos, si son los verdaderos hacedores individuales y providenciales de la Historia o sólo los emergentes ocasionales de una clase social, de una época, de un momento que los elige para encarnarse. Plutarco, Carlyle, Lukács y muchos otros han escrito sobre eso. De una u otra manera son los protagonistas, los primeros actores de la Historia y –digamos– son los que siempre aparecen con los títulos de la película. Claro que en la Historia también hay actores secundarios e incluso –o sobre todo– muchos extras que ni siquiera aparecen en la letra chica. Sin embargo, a veces las circunstancias hacen que uno de esos actores menores se robe la atención, por un momento quede en el centro de la escena y todos los focos se dirijan hacia él: está (le ha tocado estar) en el momento y el lugar justos cuando la Historia pasaba por ahí.
Es en esas circunstancias en que la Historia puede ser ingrata o generosa, mezquina o dadivosa. La mitología patria recuerda al sargento Juan Bautista Cabral no por su vida –minuciosamente desconocida– sino por un gesto apenas, de pocos segundos, en el que ganó toda la fama y la memoria mientras perdía la vida; otros oscuros personajes han entrado en la memoria colectiva sólo por haber matado a Lincoln o a Lennon, o incendiado alevosamente un templo. Roberto De Vicenzo es famoso por un error que le impidió ser más famoso aún...
En el fútbol, territorio fértil para cultivar una memoria más o menos arbitraria y apasionada, estas cosas suceden todo el tiempo. Pero sobre todo pasaban antes, en la edad de oro, en que la Historia se confundía con (o quería ser) leyenda y a la inversa. Pero sin ir a los tiempos de Cesáreo Onzari y el gol olímpico o la tarde memorable del ocasional titular Rugilo en Wembley, hay muchos casos de buenos jugadores sin brillo excesivo que fueron protagonistas ocasionales de hechos clave, determinantes. Y si la memoria selectiva privilegió a veces el momento de mayor gloria, otras veces fue injusta al congelar a un grande en su minuto fatal: Delem frente a Roma. Incluso, a veces, lo memorable no es ni siquiera un jugador sino un gesto puntual, un movimiento repentino que quedó fijado para siempre: la palomita (con gol) de Poy a Newell’s; la mano de Gallo que impidió el gol de River ante Vélez; la nuca y la coronilla del Vasco Olarticoechea sobre la línea, en el Mundial de México...
Pero acaso los ejemplos de mayor visibilidad sean los que se producen en partidos de trascendencia, esos que, según el lugar común, todo el mundo desea jugar alguna vez. Ahí es cuando el Destino se emplea a fondo y juega con las expectativas de muchos y le da su oportunidad sólo a alguno. La lista de jugadores más o menos brillantes u oscuros que han quedado marcados por su ocasional y providencial participación con goles clave en partidos clave es extensa pero acotada. Los hinchas de cada club saben lo que significaron puntuales goles de Claudio Benetti, del pibe Bruno, de aquel extremo izquierdo Catalán, de Lucas Pusineri o del Gallego González. En la Selección, una vez Grillo les hizo “el gol” a los ingleses, el Oveja Telch dos a Brasil, allá, y el Burru, el último de la final en México, a los alemanes.
Y puntualmente, hablando de finales de Copa Intercontinental o cualquier denominación que tuviese, nadie es más justamente famoso por un solo gol increíble que el Chango Cárdenas con su zapatazo contra el Celtic en Montevideo. Después hay otros destinos grandes por goles (más) “chicos” pero justísimos, como el empate del insospechable Matías Donnet que le permitió a Boca empatarle al Milan y después ganar en los penales o el toque del Mandiga Percudani que le dio una de sus Copas al rey de Avellaneda. La Historia los fue a buscar y ahí estuvieron.
Todo viene al caso tras la final de Estudiantes ante el Barcelona del sábado.
La derrota y el gol determinante de la Pulga Messi –que definió el partido, hizo redundante justicia futbolera y nos dejó con las ganas– no pueden hacernos olvidar que durante casi una hora –¿cuánto faltaba? Casi nada– el Pincharrata estuvo ahí de llevarse todo y de lograrlo con un gol que merecía el recuadro definitivo de la Gloria.
Porque desde los 36 del primer tiempo y hasta el borde mismo del podio o del abismo, el notable cabezazo de Mauro Boselli –un goleador raro, eficaz y de perfil bajo, un delantero extraño e inclasificable– fue nada menos que el glorioso, único gol de la victoria, el gol que hubiera puesto a su autor en la galería de los elegidos y en el recuerdo emocionado de generaciones de pinchas y futboleros en general.
Pero no quiso. La Historia fue mezquina con el bueno de Mauro, lo dejó ahí, al filo de llevarse todo. Hubiera sido lindo, con tantos buenos primeros actores, que el premio se lo llevara uno de reparto. Pero se sabe que las cosas no suelen estar bien repartidas, precisamente.
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