Jue 31.01.2002

CONTRATAPA

“Lo fugitivo permanece y dura”

Por Rafael A. Bielsa

–Don... ¡Don! –Me di vuelta y vi a un hombre como de 25 años. Tenía una gran cara huesuda, deformada por la vacilación y la contrariedad; el pelo cortado al rape, lo que dejaba ver largos costurones, y estaba vestido con unos pantalones grises que le llegaban hasta las rodillas y una camiseta de color indefinido.
–¿Se acuerda de mí? –preguntó, sin acercarse. Había algo en la voz, algo vagamente familiar, nocturno y momentáneo, pero no, no me acordaba de él.
–Soy “El Bufón” –me dijo. Inmediatamente lo recordé. Siete años atrás, en la esquina de Constitución y Jujuy, al lado de la autopista, o en la de 24 de Noviembre y Rivadavia, había un chiquito llamado Omar que pedía limosna de noche. Mientras esperaba que el semáforo se pusiera en rojo, y los automóviles se detuvieran, hacía piruetas cabeza abajo apoyando las plantas de los pies contra la pared. Yo pasaba por una o por la otra esquina casi siempre, y a fuerza de verlo y de hablar con él, lo apodé “El Bufón”, por las contorsiones, palabra que a él le causaba gracia y por eso la repetía, riéndose con sus dientes blancos. “¿Cómo le va, señor Bufón?”, solía saludarlo; le daba unas monedas y en segundos le contaba alguna miscelánea de un heroico espadachín arcaico que terminamos por inventar, al que llamábamos “El Bufón”. O sea que el niño tenía un personaje propio, que por añadidura era él.
De manera que ese muchacho no tenía 25 años, como había pensado, sino 17, 18 a lo sumo, porque por entonces recién había cumplido los 10. Traté de acordarme de la fisonomía de “El Bufón”: era un pibe flaquito, “explosivo” (como se suele decir de algunos delanteros), con el semblante despejado y crédulo. Algo en la frente se le había ido hacia delante, lo que le daba al rostro con cicatrices una expresión de saña. Acaso por eso pensé en el Judas de La última cena, el fresco de Leonardo Da Vinci que está en Milán, en el refectorio del monasterio de Santa Maria delle Grazie, y recordé una historia que tiene diferentes versiones.
Da Vinci tardó siete años en completar el mural, desde 1491, cuando tomó sus primeros apuntes, hasta 1497; la escena está centrada en el momento en que Cristo denuncia la traición de uno de sus discípulos. Ante su palabra, cada uno de ellos reacciona de un modo diferente, lo que le permitió al pintor componer con óleo sobre yeso seco un estudio completo del alma humana: la ira, el estupor, la sospecha, el titubeo, la caída. Judas está en mitad de la mesa, sin hablar con nadie.
–Ahora ando sin trabajo –avisó Omar–. Ya ni busco. Esos que viven “arriba” te piden estudios para laburar. Para colmo, en el Agote me contagié el sida, jugando a la “ruleta rusa”, que es tener relaciones con uno que a lo mejor está infectado. En una celda con dos camas, dormimos 3 o 4 –agregó, para que yo entrara en razones. Me pasó por la cabeza el verso de Quevedo: “Huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura”.
Omar dejó las esquinas porque la policía lo detenía por vagancia. Después lo derivaban a instituciones vinculadas con el Consejo Nacional del Menor y la Familia, a las que entraba y de las que se escapaba para volver a ingresar. Pasó por hogares para chicos, comunidades terapéuticas, clínicas neuropsiquiátricas y unidades de reclusión. “Una clase de computación por semana, otra de cerámica, 45 minutos diarios de escuela, nada de electricidad, nada de carpintería, ¿cómo iba a tener oficio?”, expuso Omar. “Después, empecé a salir con el `amansa locos’, con el `fierro’. Con eso en la mano no le tenés miedo a nadie.”
Según una de las versiones acerca del proceso artístico de La última cena, Leonardo comenzó con Cristo, y tomó como modelo a un joven que cantaba en un coro, en cuyo rostro de trazos sosegados y absueltos, alejado de los rasgos que imprime la vida intranquila del pecado, creyó ver reflejado el Bien. Por seis meses, se dedicó a la figura principal, a la que sentó en mitad de la mesa, ungido por la luz que entra de la puerta posterior. La profundidad de la sala, la división de la pared con tapices,la vertical repetida, todo está dirigido a glorificar a Dios y a mostrar la plasticidad de los cuerpos de los apóstoles, que se dividen en dos grupos, a izquierda y derecha del Maestro. Judas está a su derecha; es el único sentado por completo contra la luz, razón por la cual su rostro está oscuro. Fue el último en ser pintado, porque Leonardo no daba con el hombre que estaba buscando, con una cara áspera, marcada, la de alguien capaz de todo.
El cuadro quedó inconcluso, hasta que le hablaron de un preso detenido en Roma. Da Vinci viajó, y trajeron ante su presencia a la traición misma, un hombre moreno de cabellos sucios que enmarcaban la fisonomía de un completo ruin. El artista se dio cuenta de que había encontrado el Mal. Con permiso especial del rey, el prisionero fue llevado a Milán, donde por el curso de otros seis meses Leonardo lo pintó. Cuando ya estaba dando las últimas pinceladas, dijo a los guardias: “Esto es todo. Pueden llevar al reo de regreso a Roma”. En ese momento, el hombre dijo a Da Vinci: “¡Mírame, maestro! ¿Acaso no sabes quién soy?”. “Nunca te vi hasta que te encontré en esa cárcel romana.” “¡Leonardo Da Vinci, mírame otra vez, porque soy el mismo hombre al que pintaste hace años como modelo de Cristo!” Se cuenta que Leonardo obtuvo que lo liberaran.
–Los bolivianos nos robaron el laburo –ensaya Omar. Se tendrían que ir a su país y listo; trabajan por un kilo de bananas por día, por 5 pesos. Hoy, ni “cortar” una moto puedo. Hay que andar bien vestido, para que la “gorra” no se “aligere”. Siempre trataba de no matar. Si el tipo te saca un “chumbo”, ahí sí le das, porque sos vos o él. Pero si no, le tirás a las piernas, que es “lesiones”. Y sonrió, como con petulancia profesional.
Entonces, por debajo de la máscara animada de Oscar asomó “El Bufón”, como lo veía cada noche, invariablemente en una u otra esquina, antes de que empezara el futuro, cuando nada había sucedido todavía, y todo parecía firme y duradero.

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