› Por José Pablo Feinmann
Era una casa tapada por un médano. No del todo. Si el médano la hubiera cubierto por completo, no sería eso que dije: que era una casa tapada por un médano. Sería un médano. A lo sumo –dirían algunos conocedores– un médano con una casa adentro. Algo de lo que uno podría desconfiar. ¿Seguro que había una casa debajo de ese médano? ¿Nada menos que una casa, una entera casa? Pero no perdamos tiempo: el médano había trepado hasta el balcón del primer piso. Ahí se había detenido. Desde el balcón hasta el lugar en que el médano empezaba había una montaña de arena. De modo que se podía saltar desde el balcón, caer en la arena, rodar y rodar hasta detenerse en la planicie. Era una aventura irresistible. Ese dato, sin embargo, nos fue negado durante casi quince días. Hacia 1951 o ’52, en San Clemente, los veraneantes eran pocos y la gente del lugar bastante arisca. Jacques, el dueño de Le Pirate, que era francés en serio, fue el primero que nos habló de la casa. Nos tenía cariño y pena a la vez. Pena porque éramos muy pibes para ir a Le Pirate, que era una boîte. La boîte de San Clemente. Ahí, a ese antro del pecado, iban mi hermano y sus amigos. Que nos llevaban casi diez años. Nosotros teníamos nueve y sólo podíamos entrar en la boite a la mañana y hablar con Jacques y caerle bien, que nos tomara cariño, porque éramos pibes piolas nosotros. De boludos, nada. Yo, por dar un ejemplo, le decía a Jacques todas las pavadas que les escuchaba a mi hermano y a sus amigos cuando volvían de bailar. Nunca volvían contentos. Todo les salía mal. Las chicas aceptaban bailar, por ahí un beso, pero a la playa no iban ni locas. A Bubby –que era el más piola de todos– una piba le cruzó la trucha de un cachetazo. Parece que el maestro del levante veraniego le había propuesto ir a la playa y algo más. Cualquiera sabe qué es algo más cuando un tipo se quiere llevar una piba a la playa, a medianoche sobre todo. Bubby tardó diez días en volver a Le Pirate. No bien lo vio la piba del cachetazo se le acercó y le pidió perdón. Bubby miraba hacia el suelo y movía la cabeza, triste o atormentado. Esa noche, arrasada por la culpa, fue ella la que lo llevó a la playa. Si pasó algo más, no sé. Pero a la playa, fueron.
Jacques nos confió el gran secreto: caminando hacia el faro, lejos, había una casa tapada por un médano. Era un lindo espectáculo. Valía la pena. Pero cuidado –advirtió–, dicen que anda por ahí un tipo, un tipo raro, medio loco o algo así. Se cree el dueño de la casa y del médano. No se distraigan, eh. Si lo ven, se rajan.
Empezamos a caminar. Serían las dos de la tarde. La hora de la siesta. Cualquiera sabe que –durante esos años: los de la infancia– la hora de la siesta es la hora de los pibes. ¿Qué pibe necesita dormir la siesta? Durante esas horas tenían lugar nuestras mejores aventuras. Y ésta prometía ser una de ellas: ¡una casa semitapada por un médano y con un loco amenazante, que podía aparecer en cualquier momento! Tardamos una hora en llegar. Había unos arbustos crecidos, raros para esa zona arenosa, donde nada podía crecer bien. Pero ahí estaban. También estaba la casa. En serio, conseguía impresionar o meter algo de miedo o cautela. El médano era enorme. Llegaba hasta el balcón del primer piso. Lo que se veía de la casa era hermoso. Debió ser un chalet de primera. De gente de guita. Oligarcas, dijo Oscar, usando esa palabra que Perón decía a cada rato. El papá de Oscar era peronista. Mi papá, no sé. Pero decía del papá de Oscar que era un chorro. Así que no debía ser muy peronista. Aunque esto es lo de menos. Lo que importa es que la casa está ahí. Nosotros somos tres: Oscar, Tucho (que es rubio y se corta el pelo a la americana) y yo. Imaginamos un juego. Es así: subimos el médano por la parte de atrás del balcón. Nos trepamos de un salto al borde. Una vez ahí, giramos la cabeza y, alarmados, gritamos: “¡El tipo!” y nos tiramos del balcón al médano, rodamos, rodamos y nos detenemos al llegar a la parte plana. A la arena de la playa, no a la del médano. Ese es el juego. No es una competencia. Es para divertirnos y –en todo caso– para ver quién pone más pasión en gritar “¡El tipo!” y salta más lejos, rueda mejor y aterriza impecablemente. Los tres de acuerdo. Genial.
De pronto, algo inesperado. No, el tipo no. El Bongo. Está sentadito bajo un arbusto, bien a la sombra y nos mira con total inexpresividad. Me dirán: es un perro. ¿Cómo va a ser expresivo? Si dicen eso, dicen una pavada. Bongo es muy expresivo. Yo lo miro y en seguida sé lo que piensa. O lo que siente. O lo que quiere. Me dirán: es un perro. ¿Cómo va a pensar? Disculpen mi rudeza, pero siguen diciendo pavadas. Bongo piensa. Y acaso más que muchos de ustedes. “¿Qué hacés aquí?”, le pregunto. “¿Por qué nos seguiste?” Nada, inmutable el Bongo. Impertérrito el Bongo. Le doy la espalda y empezamos el juego. ¡Es muy divertido! Uno por vez corre hacia la parte de atrás, sube el médano, llega al balcón, se para sobre el borde, mira hacia atrás, grita: “¡El tipo!” y salta hacia el médano, cae, rueda y llega abajo. Rodar es lo más lindo. Créanme: esa tarde yo rodé por ese médano, en San Clemente, a las tres de la tarde, con el sol que picaba de lo lindo, y creo que no me ocurrieron muchas cosas mejores a lo largo de los años. Seguimos jugando sin detenernos. No teníamos ni ganas de terminar. Hasta que –de pronto– Tucho gira la cabeza, mira hacia atrás y grita: “¡El tipo!” Qué grande, nos mató a todos. Ni Oscar ni yo habíamos logrado gritar “¡El tipo!” con tanto julepe. Claro, no lo voy a negar: Oscar tuvo una ayuda muy grande. Era el tipo en serio. Un monstruo andrajoso, oscuro de sucio, con un saco roto, con un sombrero de paja deshilachado, con unas zapatillas azules y blancas llenas de agujeros por los que le asomaban unos dedos largos y deformes, tan barbudo que ni la cara podíamos verle. “¿Qué hacen aquí, ladrones?”, gritó con una voz áspera, ronca, la voz de un curda irrecuperable. “¡Vayansé o los mato a palazos!” Tenía un palo grueso, con clavos, en su diestra. Estaba parado en el borde del balcón. Y empezó a escupirnos. “¡Rajemos!”, dije. Oscar no se tiró del médano. Voló como El Superhombre. O como El Hombre Murciélago cuando con una cuerda metálica atravesaba los cielos de Ciudad Gótica. Y rajamos, rajamos como locos, muertos de miedo.
Entonces oímos los rugidos de Bongo. Y sus ladridos terribles, violentos. ¡Estaba furioso! Y ya lo dije: Bongo es bueno con nosotros, con su familia. Pero, con los demás, es un perro bravo. Volvimos y lo alcanzamos a ver –lejos– corriéndolo al tipo, que huía aterrado y gritaba: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Una bestia quiere matarme!” y desapareció. Bongo se quedó rugiendo y ladrando un buen rato más. Como para que el tipo ni mamado volviera. Y no volvió. Entonces corrió hacia la casa. Subió por la parte de atrás. Apareció en el balcón y se tiró al médano con una energía envidiable. Sí, de acuerdo: no dijo: “¡El tipo!”. Pero, ¿para qué iba a decirlo si él, al tipo, lo había rajado como a un miserable cobarde? Creo que lo que más le gustó fue rodar por el médano. Igual que a todos nosotros. Estuvo una hora así. Tucho, Oscar y yo, sentados bajo el arbusto, mirándolo. “¿Terminará alguna vez?”, preguntó Tucho. “No creo”, dije. “Cuando a Bongo le gusta algo no lo abandona con facilidad.” Lo seguimos mirando. “Se lo ganó”, dijo Oscar. “Fue más valiente que nosotros”, dijo Tucho. Suspiré resignado. Dije: “Lamento confesarles esto: Bongo es más valiente que nosotros”. Y Tucho resumió todo con una expresión contundente: “Nos cagó”. De pronto, vaya a saber por qué, no volvió a subir al balcón y siguió corriendo rumbo a la casa. Oscurecía. Habrá olido las croquetas de verdura que mamá y Rosario estaban haciendo en una sartén grande, con aceite Cocinero, el aceite verdadero, como te decían en la propaganda. Era cierto: el olor de la fritura llegaba hasta nosotros. Y era una invitación a volver. Esa noche, después de comerse cinco o seis croquetas, se fue a dormir. Dormía con mamá y papá, en la cama grande. Pero a los pies de papá, porque lo adoraba. Ni me saludó. Ni me miró. Ni me lamió la mejilla ni jugó a morderme las muñecas. No era para tanto. A las tres de la mañana me desperté, entré descalzo en el dormitorio de los viejos, y él, que tenía unos reflejos infalibles, abrió los ojos y me miró. “Está bien: ganaste”, le dije. “Pero, ¿qué te pasa? Vos sos un perro bueno. Si te volvés un fanfarrón, no te voy a querer más.” Entonces me sonrió. Qué linda sonrisa tenía Bongo. Me dirán: los perros no sonríen. Termínenla. Yo no estoy hablando de “los perros”. Estoy hablando del Bongo. Y el Bongo sonreía. Lo sé muy bien. Porque muchas veces yo le sonreí, y él me contestó. Y su sonrisa, ahora, quería decir: “Quedate tranquilo, José. Nunca voy a ser un perro fanfarrón”. Se dio vuelta y siguió durmiendo. Fui hasta la cocina: quedaban tres croquetas. Un poco frías. Pero estaban ricas, todavía más que antes. Me las comí y me fui a dormir. Nunca más –Oscar, Tucho y yo– volvimos a la casa del médano. Bongo, no sé. Uno de estos días se lo pregunto.
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