› Por Mario Goloboff *
En el remoto origen del mito de Narciso, que algunos suponen inaugurado por el héroe-flor de la primavera cretense e introducido después en la omnívora Grecia, se entrevé, y no sin motivos, que la compleja figura del doble tiene bastante que ver con la autoestima y hasta con la autoadoración. Ya se lo había advertido el ciego adivino Tiresias a su padre: “Vivirá mucho tiempo a condición de que no se mire jamás el rostro” (o de que “no se conozca”). ¿A condición de que no se transforme, de que no quiera ser “el otro”?
Orgulloso empecinado de su propia belleza (supongo que justificadamente), Narciso seducía voluntades de uno y otro sexo pareciendo indiferente a ello, sin permitir que nadie se le aproximara ni, mucho menos, lo tocase. Como se sabe, sus andanzas no culminaron bien: al cabo de una extasiada contemplación de la hermosa cara en el reflejo de las aguas, terminó hundido en el cristalino manantial. Las ninfas que hasta hoy lo buscan y lo lloran encuentran en las aguas estigias una bonita y conocida flor cuyo centro, de color del azafrán, se halla rodeado por pétalos blancos.
La versión contada por Ovidio en Las metamorfosis agrega que la castigada Eco se enamora del vanidoso joven, pero siendo incapaz de hablar primero, ya que sobre ella pesa la maldición de poder sólo repetir lo que otros dicen, cuando finalmente se le aproxima, él pregunta: “¿Quién está ahí?”. Eco responde: “¿Quién está ahí?”, y continúan hablando así, pues Eco sólo puede repetir... etcétera. Con lo que fallan para siempre sus intentos de seducir al muy divino: dramática punición a la ausencia de originalidad.
En algunas otras versiones se dice que Narciso es atormentado en el Inframundo, contemplando un reflejo que no corresponde a su amor, es decir, a él mismo. Así, toda imagen del ahora complejo y contradictorio doble parece ser alimentada en sus orígenes por este mito, que ya es, desde su nacimiento, especular, mismo y otro, distinto e igual a cada momento. Hasta en la etimología del “otro” (alter, altera, alterum) está ese “uno de los dos”, el opuesto, el contrario, pero siempre del “uno”: por eso la semejanza y también la diferencia.
Modernamente, desde que apareciera el término doppelgänger y la figura fuera literariamente trabajada por E.T.A. Hoffman, Fiódor Dostoievski, Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson y una larga fila más, fue asentándose esa idea de una amistad íntima, de una necesidad mutua de complemento y apoyo: “Estos pares simétricos –sostiene Ralph Tymes en su excelente ensayo Doubles in Literary Psychology– sienten un impulso tan instintivo entre sí como la urgente necesidad que impulsa a las platónicas almas mellizas a buscar a su respectivo compañero y restablecer la unidad original que existía entre ellos”.
La filosofía, la antropología y ni qué decir el psicoanálisis han trabajado desde entonces abundantemente sobre el tema. Mucho menos la politología, y muchísimo menos en la Argentina, donde, sin embargo, la política le provee copiosos materiales, Narcisos y figuras dobles por doquier.
Para no ir demasiado atrás y registrar sólo los últimos tiempos y unos pocos casos, pensemos en las alarmas ante la pobreza y la indigencia por parte de oradores opíparamente alimentados en la Sociedad Rural, en las invocaciones a la educación sarmientina por parte de gentes que odian visceralmente a los maestros y a la juventud, en las gárgaras republicanas e institucionalistas de aquéllos a quienes en el pasado se vio golpear la puerta de cuarteles y difundir entusiastamente (cuando no redactar) lamentables “comunicados”, en las volteretas de algunos representantes nacionales y provinciales propias del teatro de Luigi Pirandello y, caso mayúsculo, ejemplar, en la entronización en los más altos estamentos del Estado, en un Poder Ejecutivo por fortuna asimétricamente bicéfalo, de una voluntad durable, inamovible, narcisista, declarada y tozudamente opositora.
Nuestro infinito Macedonio Fernández, alguien que en estas olvidadas tierras fue de los primeros en negar el yo de una manera tajante, jugó con éste y con sus dobles hasta el punto de escribir de sí una “Autobiografía no se sabe de quién” y se tomó tan poco en serio que, para hablar de su persona, le propuso a quien debía hacerlo ante solemne público, su hondo amigo y cuidador literario, don Raúl Scalabrini Ortiz: “Diga que sé silbar y que soy entendido en procedimientos de belleza femenina, y que entre los astrónomos, aunque sean cordobeses, con toda la ventajita de sus ingentes aparatos, no me veo rival como guitarrista”. Ese mismo Macedonio simuló en algún momento de su vida aspirar a ser presidente de la República (tan luego él, que era la ausencia misma de poder), porque, según sostenía (Borges dixit), “muchas personas deseaban tener un kiosco de cigarrillos, pero casi nadie ambicionaba ser presidente; calculaba entonces que llegar a la presidencia era más fácil que abrir una cigarrería, y pensaba que el primer paso era una adecuada difusión del nombre...”.
Escéptico, porque entre otras cosas conocía el origen de las cargas públicas, Macedonio coincidía, quizás sabiéndolo, con las descripciones de costumbres de los pueblos llamados primitivos que hace Sigmund Freud en Totem y tabú y que explica “como si se tratase del cuadro sintomático de una neurosis”. Apoyándose en los estudios de Frazer y de otros sabios de la época, Freud cuenta que en Shark Point, un poblado de la Baja Guinea (Oeste africano), un rey sacerdote, Kukulú, vive solo en un bosque. No puede tocar a ninguna mujer ni abandonar su casa, ni siquiera levantarse de su trono, sobre el cual duerme sentado: si se acostara, cesaría de soplar el viento, perturbando la navegación. Y que en Loango, pueblo vecino, cuanto más poderoso es un rey, más numerosos son los tabúes que debe observar. Agrega que la severidad de las prescripciones tabú impuestas a los reyes-sacerdotes ha tenido en muchos de estos pueblos una consecuencia muy importante desde el punto de vista histórico. Así por ejemplo, la dignidad sacerdotal y la real han dejado de ser deseables. Al extremo de que en Combodscha, donde hay un rey del fuego y un rey del agua, se ha visto el pueblo forzado a imponer coactivamente la aceptación de estas dignidades. Así como en Nine o SavageIsland, isla coralífera del océano Pacífico, la monarquía se ha extinguido prácticamente, pues nadie se mostraba dispuesto a asumir las funciones reales, cargadas de responsabilidades y peligros. ¿Puede pensarse que, si aquí continuaran estas costumbres, habría ciertamente menos postulantes de los que ya, híper acelerados, se aprontan para la función...?
En la magnífica última escena del magnífico policial de Orson Welles La dama de Shanghai (que incluye, además, el aliciente de Rita Hayworth), el arreglo de cuentas final tiene lugar en medio de una galería de espejos, lo que para los propios personajes crea un efecto bien extraño: llega un momento en que no saben si están tirando sobre el adversario o sobre su reflejo. Este es, sin embargo, imperfecto: los pares enfrentados marchan más o menos ordenadamente, aunque con una ligera difracción (cosa de espejos). Si se observa bien, puede advertirse que llevan el paso cambiado.
* Escritor, docente universitario.
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