› Por Noé Jitrik
Aunque “jergón” es palabra campesina, pues indica un objeto hecho de hojas y de paja en el que alguien se echa, y “yacija” tiene más que ver con la horizontalidad, pues viene de “yacer”, son maneras muy despreciativas de decir “cama”, que es una palabra de uso tan corriente, que es como si todos supiéramos todo acerca del objeto y de la palabra. Claro que en español porque en otros idiomas suena diferente, “lit”, “bed”, “letto”, etcétera: hay que notar que en español también se dice “lecho”, palabra que debe ser pariente de la italiana y cercana a la francesa.
No importa: si en cada uno de esos idiomas se pusiera un poco de atención sobre el objeto y la palabra que lo designa, una cantidad de misterios empezarían a danzar frente a nuestros ojos. Creo, humildemente, que no sabemos mucho acerca de ello; sólo, tal vez, y en parte, para qué sirve y no vale la pena extenderse en ello porque es obvio. Más inquietante es tratar de pensar, para la época moderna, en los tipos de camas que existen: debe ser de locos tratar de clasificarlas y aun de enumerarlas: las diferencias entre todas ellas no son solamente de –una plaza, dos plazas, una y media, queen, king–, sino en cuanto a las funciones: dormir es la primera –y ha dado lugar a la expresión más corriente, “vámonos/me voy a la cama a dormir”–, hacer el amor es la segunda, no porque sea menos importante que dormir, tanto que se sabe lo que se quiere decir cuando se dice “vámonos a la cama” o “me la/lo llevé a la cama”, o de un modo más vulgar pero cómplice, “vamos a encamarnos”; la tercera tiene que ver con la legalidad: lecho “conyugal” indica con claridad una jerarquía, un sitial, hasta tal punto que lo mismo es designado por la cultísima “tálamo”, conyugal por supuesto, muy empleada en la tragedia griega; la cuarta es cuando se la entiende como refugio: el “lecho del dolor” es la expresión que lo indica y que, a su vez, puede subdividirse en “cama de hospital”, cuyo diminutivo “camilla” no quiere decir cama más pequeña aunque lo sea; la quinta tiene que ver con la crueldad como cuando se dice, o se padece, la “cama de la tortura”.
También son innumerables los tipos de camas según los órdenes sociales en los que se les da uso; así, por ejemplo, hay una distancia enorme entre la humilde cama del jornalero y la soberbia cama del rey Luis de Baviera; en aquella sólo se acostaría, y con suerte, luego de una agotadora jornada, su usufructuario que bien puede no ser su propietario; en ésta, llena de baldaquines, de almohadones suntuosamente bordados, de escalerillas para subirse, un privilegiado, alguien que, en cierto momento, pudo sentir que había sido elegido por Dios. Convengamos en que el jornalero –no el “home-less”, que no tiene cama– puede ser cualquiera y tan pobre pero tan pobre que lo que supone que es una cama en realidad es un pobre “camastro” o apenas un “catre”, heroicamente sostenido por unas débiles patitas de madera; hasta cierto punto el catre ha sido ennoblecido por el gran desarrollo de la cultura de la naturaleza, pero si la cama del pobre mejora de calidad es porque la suerte lo acompaña, mientras que el monarca –quedan pocos–, aunque ya no duerma en esos monumentos al labrado en que dormía, ha encontrado su sucesión en las camas de los hoteles de suprema categoría: el dinero ha reemplazado a la nobleza, ya bastante menoscabada.
Pero si de dormir se trata, o sea si se pone el acento en su función, también es fácil advertir la gama de posibilidades que la cultura humana nos ofrece en lo que a la cama concierne. Y ahí hay que hacer también unas cuantas distinciones: los niños pequeños, cuando sus progenitores lo han podido lograr, duermen primero en canastas llamadas, respetuosamente, “moisés”, luego en “cunas”, que no por ello rebajan el concepto de cama, al contrario, se dice de algunos que han nacido en “cuna de oro” y que por eso lo tienen todo, presente y futuro. Muchos, niños y grandes, duermen en una hamaca, que no es lo mismo que una cama aunque en ciertas culturas, de países cálidos, se las prefiere; otros, en menos cama todavía, sobre una estera, japoneses y otros orientales, otros directamente en el suelo, encogidos como bultos en los portales de la miseria, como no les queda otro remedio a los dejados de la mano de dios o del Estado, que viene a ser casi lo mismo.
Como se ve, no se ha dicho todo sobre la “cama”. Falta la pregunta principal, lo distintivo: sea como fuere, casi exclusivamente los humanos duermen en camas, aunque si consideramos que algunos animales buscan lugares propicios para echarse –una cueva, un nido, un lecho de hojas, una arena cálida– podríamos inferir que la cama, como objeto, no es más que un producto muy elaborado de una instintiva necesidad, primordial y universal, la de pasar algunas horas del día en posición horizontal en busca de un descanso. No se me escapa, aunque la zoología no es mi fuerte, que algunos animales duermen verticalmente, se agarran de una rama con la cola y ahí reponen sus fuerzas, de donde se podría sacar que el conflicto básico entre especies se da entre horizontalidad y verticalidad, no necesariamente entre hablar o no hablar.
Pero entonces, si es un producto humano ¿no es el momento de preguntarse dónde, cuándo y cómo se inventó la cama? Y, complementariamente, a quién se le ocurrió que descansar en un lugar un poco más elevado que el suelo le podría dar más seguridad, comodidad y placer. No cabe duda de que sea quien fuere era un genio cuyo invento se pierde en la bruma de los tiempos: las investigaciones sobre el particular se detienen en tiempos relativamente cercanos; sabemos –según lo informa el Diccionario Enciclopédico Hispano-americano–, que los antiguos egipcios tenían camas, así como los etruscos, pero no sabemos con exactitud qué forma tenían y si cumplían con el papel que hoy le atribuimos; los romanos las usaban para comer en ellas y tenían un uso público; echados muellemente los decadentes senadores de la República discutían los más delicados temas de interés general: ¿en qué y cómo dormirían el sopor de las comilonas de las que habla Petronio? Esta idea es tentadora: ¿cómo algo público devino privado o, al revés, cómo algo privado se hizo público?
Me imagino que eso ocurrió con muchos otros objetos incorporados definitivamente a la vida humana como, por ejemplo, la rueda, el hilo de coser, el cuchillo y tantas otras cosas. El hecho es que la posición de la cama en el imaginario humano es muy particular: refugio para el cansado, esperanza de salvación, último lugar de despedida pero, sobre todo, recinto en el que se produce algo esencial, que difícilmente se produzca en otros lugares: los sueños que son tan importantes para los pobres mortales como para constituir muchas veces la significación del pasado así como la predicción del porvenir.
* Escritor y crítico literario. Una primera versión de esta nota fue publicada como “La máquina de los sueños” el 5/12/04.
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