Mié 11.12.2002

CONTRATAPA

Pasar algo

› Por Eduardo Aliverti

Da lo mismo Stuttgart, París, Vigo, Roma, Barcelona o cualquier pueblito de cualquier parte. A lo largo de casi un mes, este periodista recorrió diez ciudades de cuatro países europeos, presentó la película que produjo una quincena de veces y se prestó a otras tantas charlas públicas y debates. Decir que se es argentino o ser reconocido por la forma de hablar supone, invariablemente, tener que tragarse la pregunta sobre el hambre que pasamos, los chicos desnutridos de Tucumán y la vaca que se carnearon al borde de la ruta hace unos meses. Y en los círculos más politizados, el nomenclador es sustituido por el también invariable interrogante sobre cómo es posible que las elecciones las vaya a ganar otra vez un peronista. Con los argentinos uno se las arregla, hasta por ahí nomás, pero con el resto es casi imposible. Explicar fuera del país lo que es el peronismo fue toda la vida una tarea titánica de la que, por lo general, no se sale bien parado. De modo que contar como lo más probable que el próximo presidente salga de los co-responsables de la catástrofe es directamente insufrible. Los tipos están seguros, encima, de que en el último tramo arreciará Menem. En ese sentido construyen una mitología bastante parecida a la que aquí le adjudica a ese sujeto un conjunto de poderes turcos sobrenaturales. Y uno, según el ánimo que tenga, les contesta o fuga con el santo y seña más conocido del universo: Maradona. Y a otra cosa.
El ánimo ése, en realidad, está azuzado por la bronca que genera la perplejidad de los europeos. Hasta hace un año, la Argentina no existía en diálogo ni prensa alguna más que para corroborar la existencia de la estabilidad monetaria y el rumbo de las empresas inversoras. Cualquiera que alertara sobre la hecatombe era visto como un loquito o, en todo caso, se lo tomaba como el relator/pronosticador de la situación de los pobres. Nada que fuera a quitar el sueño de nadie. De repente se encontraron con escenas africanas, una devaluación inédita en el mundo y el terremoto en sus corporaciones, que muchos atribuyen a uno más general desatado por los norteamericanos para quedarse con los servicios públicos y con cuanta área estratégica ande por allí.
Ni se les ocurre imaginar que algo parecido a la “sorpresa” argentina pueda estarles esperando, ni a la vuelta de la esquina ni nunca, y es obvio que tienen razón si se trata de comparar como si nada. Pero en términos de la calidad de vida de ellos, afiebrados por un consumo a lo bestia, un oído atento percibe el murmullo de aquello que hace siete días, desde Galicia, definíamos como la pregunta de hasta cuándo aguanta la teta de esa vaca del Estado.
Algunas cosas ya alcanzaron la superficie y otras todavía no, salvo en ciertas elites políticas e intelectuales. Entre las primeras, claro, el desempleo y la inmigración. Al primero lo contiene la malla de protección estatal y a la segunda, el rechazo de la clase media por los trabajos, crecientemente en negro, que dejan en manos de árabes, turcos y latinoamericanos. Viven endeudados por el consumo con las tarjetas, las cuotas y los créditos hipotecarios. Sólo en España, el 70 por ciento del ingreso neto de un trabajador, restado lo que se aplica a impuestos y servicios básicos, está afectado por algún tipo de endeudamiento. ¿Qué ocurrirá al primer soplo más o menos huracanado que despierte una sacudida financiera mundial o una escalada bélica de ésas que los yanquis llevan de la televisión a la realidad? Algunos dicen que, como de costumbre, le exportarán la crisis al tercer mundo. Otros –presumiblemente un tanto más científicos- visto que el fin de la Historia y de las ideologías duró poco más de diez años– aseguran que, además de eso, ya no hay tercer mundo que aguante.
Ciertas polémicas públicas, de las muy pocas que se meten de lleno en los asuntos políticos e institucionales, sugieren que más tarde o más temprano habrá de suceder algo en esa Europa donde más bien parece que no sucede antes nada que poco. Los italianos discuten sobre una palabreja, devolución, que significa el desprendimiento de las responsabilidades del Estado central sobre salud, justicia y educación: que cada región se arregle como pueda, que quiere decir la consolidación del Norte cada vez más rico y el Sur cada vez más pobre. Los alemanes tienen a Berlín en bancarrota como producto de la reunificación y de las aventuras especulativas de su banco principal. Los franceses ya cuentan con más de un 10 por ciento de la población de origen extranjero, que en alguna medida ya formó clase dirigente propia. Y los españoles, además de andar con una crecida flexibilización laboral a cuestas, de pronto se encuentran con que ese Estado todopoderoso no existió para evitar la catástrofe del buque petrolero griego, que generó en Galicia la más grande movilización popular de su historia y en toda España el cosquilleo de una desprotección absoluta frente a las depredaciones del desarrollo.
No hará falta decir que nada de todo esto figura entre las preocupaciones filosóficas de cualquier visitante llegado a Europa con la decisión de no raspar ninguna cáscara. Cuesta poco, por supuesto, porque de verdad que esta gente tiene conquistas admirables, como la cantidad de tiempo libre, el cuidado de la tercera edad o las redes públicas de salud. La avalancha de argentinos sí raspa, pero de golpe. Innumerables historias escuchadas a troche y moche –sobre todo en España– dan cuenta del imaginario idílico con que arriban, fugados de la desocupación, de los corrales, de la inseguridad urbana o simplemente de la idea de ausencia de destino. Y allá les espera que sin papeles ya no hay más nada que hacer, al revés del colectivo de exiliados cuando la dictadura, como no sea cualquiera de las labores que por ahora los locales se siguen dando el gusto de despreciar: cajeros de supermercados, recepcionistas de locutorios, pintores de brocha gorda, mozos, lavacopas, plomería, electricidad y así. Con los papeles mejora bastante –todavía–, pero el tiempo de adaptación, la vivienda y algunas costumbres demasiado diferentes de las nuestras son obstáculos que también quedan muy lejos del paraíso que se construyen.
Los europeos preguntan qué pasa en la Argentina con una fruición digna de quien observa a la distancia un cuerpo extraño, indescifrable, impredecible. Y cuando uno les cuenta que estamos peor que nunca, pero que a pesar de eso o por eso mismo hay movilización social, solidaridad, debate, pasión, muerte, violencia, movida artística, tragedia y denuncia, encuentra en ellos una mirada que apunta cierta curiosidad expectante. Hasta envidiosa.
Como si hubieran pensado que aquí nunca más pasaría nada. O como si ellos mismos estuvieran esperando que les pase algo más que un consumismo desaforado.

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