Mié 17.02.2010

CONTRATAPA

Risas en serie

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO

Un chiste de Forges, en la página editorial de El País de hace unos días. Allí se ve a un Zapatero despeinado y con los ojos desorbitados, en primer plano, diciendo: “¡Qué follón! Ha llegado el momento de NO hacer algo”. Un poco más atrás, Rajoy remata: “Eso, copiándome estrategias”.

No sé de qué, pero todavía estoy riéndome.

DOS

Ser o no hacer, ésa es la cuestión. Así el voluntarismo polimorfo e indiscriminado del ser de Zapatero (quien no deja de proponer planes para retirarlos a la brevedad e insiste con su mantra “estamos saliendo de la recesión”, contradiciendo pronósticos de analistas internacionales quienes, asegura, están complotados contra España o algo así) choca de frente y a toda velocidad contra la oposición impasible del no hacer de Rajoy (quien de un tiempo a esta parte se ha limitado a sentarse a leer los diarios, tomar nota de errores y denunciarlos desde su asiento al día siguiente y eso es todo, amigos, porque yo trabajo de estar en contra y si quieren que haga algo, pues me votan en el 2012 y ya veremos). Y, en el medio, entre uno y otro, perdidos, todos. Y todos están cansados de tanto Big Crash y de descubrirse como daños colaterales de los impactantes sin impacto. Las encuestas en cuanto a lo que la ciudadanía española piensa de la clase política y de su falta de clase han alcanzado picos de irritación inéditos. Una 4,08 sobre 10 se ha convertido en la mejor y más sobresaliente nota que los votantes otorgan a los votados. Y en los últimos dos años casi se ha duplicado el número de ciudadanos que incluyen a los políticos como especie entre los tres principales problemas de los españoles, siendo los otros dos la crisis económica y el desempleo. Días atrás, La Vanguardia informaba que tres de cada cuatro españoles (el 71 por ciento) desconfiaban de Zapatero y cuatro de cada cinco (el 76 por ciento) no le creían a Rajoy. Hasta el rey Juan Carlos ha decidido tomar cartas en el asunto y lanzarse a la caza de un posible pacto de algo que, al menos, baje un poco la presión y la temperatura y los índices de enojo y angustia ante el volver a formar parte de la Infra-Europa pobre y segundona. Sí, se acabó la España Top y comienzan a detectarse comportamientos perturbadores. Ancianos que gritan por las calles pidiendo el pronto retorno de Aznar. Sindicatos llamando a la movilización ciudadana nada más y nada menos que el próximo 23 de febrero (fecha tabú e infame por estos lados, para más datos: leer el formidable Anatomía de un instante de Javier Cercas). La persecución a Garzón, quien ya no es juez sino acusado por pretender investigar crímenes cometidos durante el franquismo. En serio. Juro que es verdad. Lo vi la otra noche en el noticiero y qué se puede hacer salvo ver televisión.

TRES

El problema, claro, es cuando la realidad parece algo escrito por J. J. Abrams y sus amigos. Es decir: algo irreal. Lo que me lleva a que empezó la última temporada de Lost. No soy un fan: vi la primera temporada y la mitad de la segunda y –como fogueado lector de sci-fi y consecuente disfrutador de realidades alternativas– pronto supe que eso que me estaban contando no era para mí porque ya me lo habían contado antes y mejor en calles como las de El eternauta, conspiraciones histórico-paranoicas como las de Tim Powers, planetas pensantes como los de Stanislaw Lem, pliegues espacio-temporales como los de Philip K. Dick y ciudades como Twin Peaks. La idea –ampliamente publicitada– de que los guionistas se nutrieran de las ideas encalladas de bloggers náufragos para avanzar o desviarse tampoco me había parecido tan excitante como a algunos defensores de la socialización primal y terminal de la vida privada. Todavía menos me interesa creerme eso de que la Gran Novela Americana pasa hoy por aquí o por algún otro arrecife de este video-archipiélago. Así que me pronto me alejé nadando hasta el Baltimore de The Wire o a la Manhattan de Mad Men donde fui y sigo siendo tan feliz, donde se habla un idioma que entiendo. Todo esto no impidió que me tentara el primer capítulo de la sexta temporada para ver en qué andaba la cosa y que, antes del gran estreno, disfrutara como loco –y por todas las razones incorrectas– de un apretado y vertiginoso resumen de todo lo emitido hasta la fecha. De ese modo –compactada y deshidratada y reducida a los huesos– la trama de Lost se veía como una suerte de absurdo digno de camarote de los hermanos Marx con una ayudita de los Monty Python de The Meaning of Life. Allí adentro, todos morían y resucitaban y saltaban hacia adelante y hacia detrás a lo largo de décadas y se desencontraban para reencontrarse invocando códigos y números y –lo más involuntariamente gracioso de esa sinopsis– no dejaban de repetir, una y otra vez, con los ojos bien abiertos: “¿Qué está pasando?”. Buena pregunta.

CUATRO

Televisivamente hablando, la segunda legislación de Zapatero se parece bastante a Lost. La segunda oposición de Rajoy vendría a ser algo así como Damages (Glenn Close sería una magnífica e incombustible Esperanza “Dark Lady” Aguirre) con un Partido Popular sacudido por intrigas internas que se pretenden shakespeareanas –pero que recuerdan más a uno de aquellos feroces grotescos de Berlanga– y que sólo se une a la hora de atacar, histérico, al enemigo histórico mientras todos nosotros gemimos y presionamos ese botón del control remoto marca Dharma y los neutralizamos por un rato en busca del siguiente episodio de nuestra serie favorita.

Pero antes del último momento –de la llegada de un nuevo frente de frío polar, del adiós definitivo o no a El Bulli por cuestiones económicas, de las réplicas de ese terremoto invisible pero real en Grecia– una última postal. Allí está, allí vuelvo a verlo: Zapatero sale de informar a sus colegas de lo que quiere hacer (y de lo que no podrá hacer) y se cruza con un grupo de niños de excursión por el Senado. Los camarógrafos –a los que intuyo bastante cansados de andar siguiendo a estos náufragos isla arriba, isla abajo– se detienen en busca de la siempre útil nota simpática y de color. Zapatero se detiene a conversar con los chavalines, enarca las cejas, sonríe, y uno de los pequeños, agrandado, le dice: “Yo soy mejor que Rajoy”. Zapatero sonríe en plan je-je-je; pero el niño no ha terminado aún y remata a quemarropa con un “Y también mejor que tú”. Que así sea. Por favor. Larga vida al futuro. Por el momento, una cosa es segura: hasta los niños de por aquí tienen perfectamente clara esta oscuridad presente. Y después, enseguida, todos los chicos lanzan una carcajada teniendo perfectamente claro de quiénes se ríen.

CINCO

Un chiste de Fontdevila, en la página editorial de Público de hace unos días. Allí se ve a Zapatero, en medio de una tormenta que le arranca los papeles de las manos, preguntando “¿Qué dice ahí?”. A su lado, temblando, Rajoy sostiene una pancarta donde se lee en letra muy pequeña ¡Elecciones anticipadas! Y Rajoy susurra: “Pero vaya, cuando te venga bien, ¿eh?... ¡No hay ninguna prisa!”.

Todavía me estoy riendo. ¿De qué? La respuesta –si la averiguamos, si se nos ocurre alguna idea a tanto “¿qué está pasando?”– en el próximo episodio de Extraviados.

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