› Por Andrea Ferrari
Clarence King (1842-1901) tuvo una extraña doble vida. Para sus amigos y familiares era soltero, pero en verdad tenía mujer y cinco hijos. Más curioso aún es que este prestigioso geólogo, que se movía cómodamente en medio de la elite política y cultural de Estados Unidos, era, para quienes lo trataron en su existencia paralela, un guarda de tren. Pero lo que resulta ya difícil de creer es que en una de sus vidas Clarence King fue blanco y en la otra, negro.
La historia, minuciosamente investigada por la historiadora Martha Sandweiss para su libro Passing Strange, revela hasta qué punto la raza ha sido en Estados Unidos una frontera que va mucho más allá del color de la piel. “Pasarse” hacia el otro lado (un término usado para definir generalmente a afroamericanos de piel clara que podían “pasar” por blancos) significaba entrar en otro mundo y a menudo negar toda relación con el de origen. King “pasó” en la dirección menos usual, pero también necesitó construir en torno de ese hecho un muro de silencio.
Nacido en el seno de una familia aristocrática, brilló como geólogo desde muy joven. Formó parte de la expedición que durante seis años estudió las tierras del oeste norteamericano, escribió libros clave de su especialidad y, cuando en 1867 el Congreso creó el Instituto Geológico de Estados Unidos, lo nombró su primer director.
Sus amigos sabían que no le gustaban las damas de alta sociedad, sino las mujeres más “naturales”, y que en sus múltiples viajes solía explorar ambientes populares en busca de emociones. Defensor de los derechos de los afroamericanos, muchas veces expresó la idea de que la mezcla racial “mejoraría la vitalidad de la raza humana”. Pero una cosa es la teoría y otra la práctica. King seguramente sospechaba que su privilegiado entorno frunciría la nariz ante la mera idea de una esposa negra.
En esta historia en que todo es asombroso resulta particularmente extraño imaginar el momento en que King, rubio y de ojos azules, conoció a Ada Copeland, una mujer 19 años menor que él nacida en Georgia de madre esclava, y le dijo que se llamaba James Todd y era negro. Pero hay que ubicarse en la época: según había dictaminado la Corte Suprema en 1896, en el caso “Plessy vs. Ferguson”, con sólo tener un abuelo negro una persona debía considerarse negra, cualquiera fuera su aspecto. Seguramente a Ada le resultaba más fácil aceptar como pareja a un afroamericano de piel clara que a un blanco y creyó en su versión, más aún cuando le dijo que trabajaba como guarda en Pullman, una empresa ferroviaria de reciente creación que sólo contrataba guardas negros. Poco después se casaron sólo con una ceremonia religiosa ante un pastor metodista, práctica común en ese entonces en la comunidad negra– y ella se convirtió en Ada Todd.
La elección de su trabajo le sirvió perfectamente a King para justificar sus largas ausencias, producto de viajes profesionales y compromisos familiares. Cuando volvía a Nueva York fijaba domicilio oficial en el elegante hotel Albert de Manhattan, frecuentaba amigos como el secretario de Estado John Hay, y contaba con un valet negro para su asistencia personal. Luego cruzaba a Brooklyn para quedarse con Ada y sus hijos (tuvieron dos mujeres y tres varones, uno de los cuales murió en la infancia). En el camino se pondría una chaqueta de Pullman y se iría sumergiendo poco a poco en ese otro mundo, en otra forma de hablar, en su vida como negro.
Cuando la familia creció, King los instaló en una casa más grande en Queens, donde Ada contaba con personal de servicio doméstico. A esa altura, ella creía que su marido era un viajante de la industria siderúrgica. Los gastos de manutención del hogar, sumados a los de su madre viuda y hermanos menores y a negocios no muy exitosos, fueron agotando sus irregulares ingresos y tuvo que pedir préstamos en varias oportunidades a sus amigos.
¿Cuánto sospechaba Ada? Si intuía algo, no lo dijo. A lo largo de trece años y pese a las prolongadas ausencias de Clarence, la pareja mantuvo el romance intacto, al menos a juzgar por las encendidas cartas de amor que él le enviaba en sus viajes y que más tarde Ada se vería obligada a desempolvar.
En el año 1900 King contrajo tuberculosis y por consejo médico se instaló en Arizona. Antes de viajar le dijo a Ada que no debía preocuparse por el futuro, ya que iba a dejar ochenta mil dólares (una fortuna en ese tiempo) en manos de su amigo de infancia, James Gardiner, para que instituyera un fideicomiso en su beneficio. Pero recién cuando sintió a la muerte tocándole el hombro le envió una carta desde Arizona confesando que no se llamaba James Todd sino Clarence King.
A Ada Copeland-Todd-King, primero esclava, luego empleada doméstica, más tarde esposa de clase media, le tocaba ahora luchar por su reconocimiento y la herencia de su marido. Fue una batalla larga, varias veces abandonada y retomada. Si bien Gardiner le facilitó, a través de diversos intermediarios, un estipendio mensual y una casa donde vivir, Ada consideró que le estaban escamoteando su derecho al dinero que le había querido dejar King. No logró llegar a juicio hasta 1933, ya con setenta años. Para ese momento Gardiner había muerto. Obligado a comparecer, su secretario e intermediario William Winne dijo que en verdad nunca había existido un fideicomiso, ya que King estaba quebrado: un benefactor anónimo había aportado durante más de treinta años el dinero para Ada y sus hijos. Fueron meses de tironeos legales hasta que finalmente reveló su nombre: John Hay. Según Winne, al saber de la familia negra de su amigo, el ex secretario de Estado decidió aportar los recursos para evitar el escándalo. A su muerte, lo siguió haciendo su familia.
De ese juicio Ada sólo consiguió que el título de la casa donde vivía pasara a su nombre, aunque se le acabó el estipendio. Desde entonces, y hasta que murió a los 103 años, usó el nombre de Ada King.
Las dos hijas mujeres que tuvo con Clarence, Grace y Ada –ambas de complexión clara–, al igual que sus hermanos se casaron con hombres blancos. También lo hizo Thelma, hija de Ada. Cuando quiso tener hijos, esta nieta del hombre que con tan espectacular mezcla de amor, cobardía e ingenio cruzó la frontera racial a fines del siglo XIX, decidió que no quería correr el riesgo de que sus genes le dieran una sorpresa y prefirió adoptar. Dos niñas blancas.
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