› Por Juan Gelman
“Si me siguen presionando, juro que me convierto en talibán” (www.cba.ca, 5-4-10). La frase pertenece a Hamid Karzai, impuesto por EE.UU. como primer ministro antes y luego como presidente de un Afganistán en guerra y devastado. Occidente lo presiona para que erradique el cultivo de las amapolas del opio que terminan en heroína, fuente de la corrupción del gobierno y alimento financiero de la guerrilla talibán, presente ya en extensas zonas del territorio del país. Para los ocupantes se trata de un problema militar.
Karzai critica a Obama y fabrica otras curiosidades: acusó a la Casa Blanca de un intento de amaño de las últimas elecciones para impedirle ocupar la presidencia. Amaño hubo, fraude, mejor dicho, pero a favor de Karzai y hasta las Naciones Unidas legitimaron su triunfo. El pretexto del mandatario afgano oculta que no quiere o no puede terminar con el opio y sus consecuencias en el que se ha convertido en el primer narco-Estado del mundo. EE.UU. mucho contribuyó para que así sea.
No había amapolas en Afganistán cuando las tropas soviéticas lo invadieron, en 1979. Los señores de la guerra alentaron su cultivo para conseguir armas, pero se convirtió en un verdadero instrumento político sólo cuando la CIA decidió financiar a los mujaidines por intermedio de los servicios secretos de Pakistán (ISI, por sus siglas en inglés). La CIA realizó operativos de contrabando de heroína y en diez años destinó casi 2 mil millones de dólares a “los combatientes de la libertad” (Ronald Reagan). La guerra antisoviética encubierta del espionaje estadounidense convirtió las zonas fronterizas de Pakistán/Afganistán en las mayores productoras de heroína del planeta.
A medida que los mujaidines ocupaban áreas agrícolas, comenzaron a llevar grandes cantidades de opio a los centenares de laboratorios pakistaníes protegidos por el ISI. La producción opiácea afgana pasó de 250 a 2000 toneladas entre 1981 y 1990; de Pakistán llegaba el 60 por ciento de la heroína consumida en EE.UU. La Casa Blanca detuvo esta actividad de la CIA en 1991, dos años después de que los soviéticos se retiraran de Afganistán. Dejaba atrás un país devastado, una guerra civil, un millón de muertos y cinco millones de refugiados.
Los talibán tomaron el poder en 1996 y promovieron la expansión de los cultivos de amapola, la producción llegó a 4600 toneladas, equivalente al 75 por ciento del consumo mundial, y el régimen impuso un impuesto del 20 por ciento a la cosecha anual. Impulsó además la instalación de centenares de laboratorios de refinación de heroína. Pero en el 2000, el líder talibán Mullah Omar, deseoso de ganar el reconocimiento internacional, cometió un acto de economía suicida: prohibió el cultivo, arrasó con el 94 por ciento de territorio sembrado, redujo la producción de opio a 185 toneladas y dejó sin sustento al 20 por ciento de la población afgana.
Derrotado el talibán, la CIA empleó sus métodos habituales para que los señores de la guerra, siempre activos en el narcotráfico, se apoderaran de ciudades y pueblos en el este de Afganistán, zona lindante con Pakistán. A su juego los llamaron: la producción de opio subió abruptamente a 3400 toneladas sólo en el primer año de la ocupación. Cinco años después, su cultivo abarcaba una superficie superior a la de los cultivos de coca en toda América latina, de acuerdo con un informe de las Naciones Unidas (www.nytimes.com, 28-8-07). Las 185 toneladas de antes de la invasión se fueron a 8200 en el 2007, es decir, un 53 por ciento del PBI nacional y un 93 por ciento del suministro mundial de heroína. Del opio vive al menos un 30 por ciento de la población afgana.
Otra curiosidad: la necesidad de ganarse el apoyo de los habitantes de Marja, verdadera capital mundial de la heroína, ubicada en la provincia de Helmand y recuperada del control talibán, “ha puesto a los comandantes de EE.UU. y la OTAN en la inusual posición de oponerse a la erradicación de los cultivos de opio” (The New York Times, 20-3-10). Los efectivos norteamericanos ya no los arrasan (www.mercurynews.com, 20-3-10) y se entiende: del 60 al 70 por ciento de los campesinos de la zona siembra amapola.
El general McChrystal, comandante en jefe de las tropas ocupantes, visitó un pueblo del lugar acompañado del vicepresidente segundo de Afganistán, Karim Khalili, y presenció la ira de los 200 campesinos cuidadosamente preparados para recibirlos. “Si vienen los tractores (utilizados para erradicar) –les gritó una viuda afgana vitoreada por todos los presentes–, tendrán que pasar encima de mí y matarme antes de matar a mis amapolas” (www.nytimes.com, 1-3-10). El general entendió el mensaje y Karzai se siente sostenido en su voluntad de cambiar nada.
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