CONTRATAPA › TORMENTA EN RíO
› Por Eric Nepomuceno
A estas alturas, ya no importa saber cuántos son los muertos de la brutal tormenta que se desplomó hace unos días sobre Río y la vecina Niteroi. Pasan de los 280, para no hablar de los 32 mil desamparados y desalojados. La verdadera tragedia trasciende a los números, por más trágicos que sean. Es una tragedia antigua, y tiene nombre: irresponsabilidad.
La cuestión central es intentar saber por qué no se hizo lo que se debería haber hecho. Es verdad que en 18 horas seguidas de un solo día llovió más de lo que se esperaba para todo el mes de abril. Y luego siguió lloviendo, aunque con menos ferocidad. Pero la gran tragedia es saber que las consecuencias de esa tormenta podrían haber sido evitadas. No faltaron avisos y advertencias. Lo que pasó y pasa, la catástrofe y la tragedia, son resultado del temporal de abandono que el poder público hizo desplomar sobre los brasileños, especialmente los pobres, a lo largo de toda la historia.
¿De qué vale que el gobierno federal libere, de una hora a otra, decenas de millones de dólares para los flagelados de Río y Niteroi? ¿Por qué ese dinero no surgió antes, para propiciar a los favelados condiciones mínimas de seguridad? ¿Cuántos deben morir para que los recursos aparezcan de una hora a otra? Las víctimas son las de siempre: aquellas que el campo expulsa, las ciudades rechazan y que, por no tener otra opción, se van a instalar en cerros donde la deforestación hace que el suelo sea más y más blando y se derrumbe. ¿Cómo no prever lo que había sido más que previsto por estudios geológicos realizados por especialistas, cuyos resultados fueron entregados a las autoridades de todas las esferas públicas, y en seguida sepultados en algún cajón? Desde el 31 de diciembre hasta el sábado 10 de abril, más de 370 moradores del estado de Río murieron víctimas de aludes y derrumbes de cerros. En las inundaciones de Sao Paulo, el gran centro financiero y empresarial de Brasil, las lluvias mataron a principios del año a otros 80 miserables y dejaron miles de de-samparados. Grandes favelas crecieron durante años en zonas de inundación. El escenario –y sus horrores– se repite a lo largo y a lo ancho de Brasil. Y a cada tragedia, un mismo discurso: los gobernantes de ahora dicen que heredaron años de abandono producidos por los gobernantes de otrora. Es fácil prever que en una década más, cuando se vuelva a contabilizar catástrofes acumuladas, los gobernantes de entonces digan que heredaron años de abandono de los gobernantes de ahora.
Lo que nadie dice es que el sistema sigue y seguirá generando víctimas. ¿Qué sistema? El que permite que se armen comunidades de pobres sobre áreas de ciénaga urbana, como en Sao Paulo, o en cerros inestables como en Río, o sobre antiguos basurales, como en Niteroi. Entre 2000 y 2004, el número de favelas en esa ciudad de medio millón de habitantes aumentó de 43 a más de 130. Dos de cada diez habitantes de la ciudad son favelados y la mayoría vive en zonas de alto riesgo de derrumbe. En Río de Janeiro, son más de mil favelas y casi un millón y medio de favelados. Es decir, más del 20 por ciento de la población de la ciudad maravillosa tiene una vida sin maravilla alguna. Y la rueda gira, como una calesita de tragedias que revela a todo un país.
Una de las vertientes más visibles de ese abandono crónico es la falta de cualquier planificación urbana. Las autoridades actúan después, nunca antes, en prevención de las lluvias y del derrumbe de casas construidas en áreas de claro riesgo.
Predomina en las ciudades brasileñas el modelo de administración que privilegia las grandes obras urbanas, para alegría de los grandes constructores. Recursos públicos son dedicados a proyectos de urbanización de favelas, muchas veces sin tomar en cuenta la precariedad de comunidades erguidas sobre terreno altamente inestable. Se confunden esas acciones urbanísticas con política habitacional o social, sin proveer viviendas populares en áreas planificadas. Se maquilla el abandono.
Desde 1980 aumentó mucho la favelización de los grandes centros urbanos, consecuencia del empobrecimiento general de la población. En los últimos años la economía logró sacar a muchos de las franjas consideradas de pobreza o miseria, pero sin darles opción de vivienda. Las favelas siguen creciendo.
Para los que hacen las estadísticas, hubo una mejora en el nivel de vida. Entonces cae el temporal y la furia de los cielos provoca derrumbes y demuestra que todos estaban equivocados. Eduardo Paes, el siempre locuaz alcalde de Río, dice que existen en la ciudad 13 mil domicilios en áreas de riesgo. Su propuesta: remover a los moradores a la fuerza. No dice hacia dónde. El gobernador del estado, Sérgio Cabral, dice que la culpa es de todos, gobernantes y sociedad. No dice si de los muertos también.
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