Vie 20.12.2002

CONTRATAPA

Argentina, Argentina

Por Jack Fuchs *

Cuando pienso en la Argentina de hoy no puedo dejar de recordar mi pasado. Las privaciones, la miseria del gueto, el hambre y la violencia en la Europa de entreguerras. Después llegó la catástrofe de los campos, del exterminio, pero no es ese recuerdo el que me despierta la Argentina de estos años. En 1946, después de la liberación, pasé una temporada recuperándome en un hospital de Baviera y llegué a Nueva York; para mí, un judío de Lodz, un hombre de pequeños mundos, la gran ciudad me deslumbró; vi las luces, el tráfico, los edificios enormes, las marquesinas, las tiendas, la muchedumbre de paseantes en las calles, tuve la ilusión de que la ciudad era un verdadero teatro de libertad, me preguntaba cómo podía esa vida ahí tener los matices, los tonos, el ritmo que tenía mientras Europa, por todas partes, estaba convertida en un conjunto gris y ruinoso de escombros y desasosiego. Me preguntaba si Nueva York había vivido esa intensidad vital durante los años míos en el gueto y los campos. Yo era un joven bundista lleno de esperanzas en el socialismo, y creí que Estados Unidos, América, era un país maravilloso, enorme, hospitalario, pródigo. Pero como siempre, como cualquier hombre en cualquier momento, tuve una impresión parcial, vi lo que pude ver en el estado de emoción en que me encontraba, y después de haber visto lo que había visto en Europa. Ignoré, por ejemplo, que no muy lejos de Nueva York, en Alabama, había ejecuciones, linchamientos, que había negros que morían asesinados sólo por ser negros. ¿Cómo? ¿Estados Unidos, mundo libre, rival declarado de la miseria totalitaria, permitía en su suelo –tierra prometida– el horror y la esclavitud del racismo? Las imágenes de la memoria son confusas: cuando por primera vez vi salir, en la Grand Station, un tren repleto de pasajeros rumbo a sus vacaciones, se me presentó la visión de los trenes de Auschwitz. La memoria es irónica: porque parece que una playa en verano y un campo de concentración no tienen nada en común. El pasado distorsiona. En esa época me di cuenta de que no había una sola América. Aprendí que la miseria, entre hombres, tiene muchas caras, que el vitalismo americano se combinaba con el horror de las ejecuciones: esto lo supe un día escuchando la radio, supe que más tarde se hicieron museos acerca del racismo en América, que las cosas cambiaron y que estos cambios no fueron producto de la casualidad sino de la lucha de la gente.
Cuando vine a quedarme en Buenos Aires, en 1966, hace 36 años, escuché decir a muchos amigos que ya vivían acá que la Argentina era un lugar sin salida, y ciertamente quizá lo sea. O más que eso: que la Argentina no tenga salida quiere decir que la historia no la tiene, que el teatro humano no puede salir de su patetismo, que no hay solución.
Salgo a la calle, vaya donde vaya, verifico que la pobreza se mide en relación con su imagen contradictoria, la abundancia, el exceso. Buenos Aires empieza a parecerse a Calcuta, cierto, hay mendigos, hombres durmiendo en las plazas, los zaguanes, niños que revuelven la basura, ruinas. Pero también Buenos Aires conserva motivos, realidades de las más grandes y bellas ciudades de Occidente, también es cierto que hay restaurantes lujosos, muchos, a la moda, y llenos de gente, hay barrios muy confortables, calles limpias, guardias de seguridad privada, automóviles de 30 o 40 mil dólares. Barrios oscuros, suburbios peligrosos, y avenidas elegantes, iluminadas; necesidad y despilfarro. Todo al mismo tiempo. Entre Calcuta y París. Hay más de una Argentina. En las plazas hay jovencitas pidiendo y mujeres muy paquetas, trotando, para mantenerse en forma y bajar de peso. El desequilibrio es una ecuación simple. No soy economista, no soy sociólogo, no puedo culpar tal o cual dogma, no sé suficientemente qué es la globalización ni cuál es el nuevo mal del capitalismo, lo dejo para los expertos; el detalle de lo que veo me remitea la experiencia, abre mi memoria. Me tranquilizo pensando que con los años aprendí a mirar este espectáculo de insensatez elemental, esta comedia disparatada, perversa. Pero al lado del sufrimiento, ¿qué importa lo que ahora sé? Poco, o muy poco. Me importa en cambio descifrar la mirada del chico que busca en la basura. Me mira, hay resentimiento, es seria, amenazante, su mirada, los ojos se retraen al dolor, se adormecen en el límite de la sumisión. Detesto considerar las estadísticas, me gusta el ejercicio de invertirlas; es más grave un solo niño hambriento que 500 mil.
No soy un gran lector de novelas, me gusta leer poemas, porque en pocas líneas a veces concentran mucha sabiduría, mucha experiencia. Recuerdo que en mi juventud cantaba un poema de Itzjok Leibush Peretz, polaco, nacido en 1852. Ese poema era “No creas”. Lo repaso ahora en una traducción de Elihau Toker: “¡El mundo no es taberna, ni bolsa, ni marcha a la deriva!/ ¡Todo es medido y pesado!/No se evapora una lágrima ni una gota de sangre,/ ni se apaga inútilmente la chispa de ojo alguno./Las lágrimas se hacen río; los ríos se hacen mares;/los mares un diluvio; las chispas, un rayo/¡Oh, no creas que no hay juez ni justicia!”. Esto se cantó mucho antes y después de la Revolución Rusa del ‘17, con mis amigos lo repetíamos para el 1º de mayo. Ahora lo releo y creo que Peretz invita a considerar que el mundo no puede permanecer indiferente, que habrá un día de justicia; acabo de advertir que la esperanza que promueve el poema es contradictoria con mi idea de que la historia no tiene solución, quizá esta contradicción sigue siendo la fuente de la emoción que me ocasiona el poema, me parezco a las cosas, yo tampoco estoy hecho de una sola pieza. Hay otro poema, un clásico de la poesía norteamericana, “El hombre con la azada” (“The man with a hoe”), de Edwin Markham, un maestro de escuela también nacido en 1852. Este poema lo aprendí en Nueva York, hace muchos años. Habla de un hombre vencido e inclinado por el peso del trabajo, por la opresión y el sufrimiento; cito los versos finales: “Oh, señores, amos y gobernantes de todo el mundo,/¿cómo será el futuro con este hombre así?/¿cómo responder su pregunta brutal en esa hora?/ cuando la tormenta de la rebelión sacuda todas las orillas,/¿qué pasará con los reyes y los reinos?/¿qué con lo que hicieron del hombre?/¿cuándo se alzará este terror mudo para juzgar el mundo/ después del silencio de los siglos?”. Me sorprendo en el recuerdo de estos textos, los dos hablan de lo mismo, cada uno, en el otro extremo del mundo, da su advertencia, pronuncian un desafío, no piden violencia, pero saben que un día u otro va a desatarse, le hablan a la gente, pero les hablan también a los gobernantes, a los jueces, para advertirles lo que vendrá. Siento que en Argentina, y quizá en todo el mundo, estamos en un momento en el que lo que dicen Peretz y Markham vuelve a cobrar su plenitud de sentido, no estaría de más, me digo, que los gobernantes, los administradores, los senadores de hoy los aprendieran de memoria.

* Sobreviviente de Auschwitz. Docente, escritor e investigador.

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