› Por Eduardo Febbro
Desde París
La realidad se desnuda de noche. Los puentes sobre el Sena desfilan con sus faroles simétricos detrás de la garúa. Las publicidades cambiantes de los carteles electrónicos se incrustan en un paisaje simultáneo: la ciudad histórica y la urbe que avanza hacia su presente como la fila de vagabundos que camina a lo largo del Quai des Fleurs empujando sus carritos. Los vagabundos cruzan el puente Saint Michel para llegar primeros a la hora en que las librerías del Barrio Latino levantan sus persianas.
El amanecer está cerca. De tanto en tanto, el grupo se detiene a recoger las muchas cosas que vuelan sin destino en la vereda. A las nueve de la mañana ya ocuparon los puestos claves en torno de la Place Saint Michel y el Boulevard Saint Germain. En ese corazón del Barrio Latino están las librerías donde se compran y venden libros usados. Michel es el más reflexivo y enigmático del grupo. Con una mirada burlona de ojos sagaces cuenta que fue escritor. Hace mucho, en otra vida. Sabe de libros y de escrituras. Le aterra el principio moderno que asimila todo a siglas o estadísticas. Antes, en París, los vagabundos eran clochards y ser clochard era pertenecer a una dinastía. Ahora, la denominación dinástica desapareció y se llaman SDF, “sin domicilio fijo”. Cuando el primer cliente sale de la librería Michel dice: “La consagración de un escritor ocurre cuando tiene que vender los libros que escribieron otros para comer. Así se consagra ante la soledad adversa de su destino”. Quién sabe cuántos de los anónimos que salen de esas librerías de usados con cara de pensar en otra cosa o de estar ahí por accidente corresponden al veredicto del clochard. Hay estudiantes y gente de expresión afligida. La pátina pegajosa de la pobreza y las preocupaciones profundas recorren sus rasgos. Michel espera afuera, junto a otros tres o cuatro vagabundos atorados de bolsas y carritos. En cuanto algún cliente deja el local, el grupo lo rodea para pedirle los libros no vendidos. Algunos aceptan y los entregan, otros se alejan con desprecio o espantados por la vergüenza de sí mismos. Los libros recuperados por los vagabundos tendrán un nuevo destino: serán vendidos por peso a cambio de monedas para comprar comida y vino. Michel, en cambio, les da un fin más digno.
Michel despliega una estera en los alrededores del Square Saint-Medard y dispone los libros. El precio varía según el interés del cliente, el estado del libro o la plata que Michel necesita ese día. La escala insólita de esos libros no prueba ni el éxito ni el fracaso del autor. “El éxito es como un terrible desastre”, escribió Malcolm Lowry luego de la publicación de esa obra genial y tortuosa sobre el peso de la culpa y del pasado que es Bajo el volcán. Tennessee Williams fue menos optimista cuando anotó: “El éxito y el fracaso son igualmente desastrosos”. Michel encontró una astucia para vender sus libros: un viejo boleto, una tarjeta de visita, una postal antigua, un papel manuscrito, un señalador, una flor seca entre las páginas, un sobre o cualquier objeto que hubiera quedado cautivo en el volumen funcionan como atractores mágicos que incitan a la compra. Michel piensa que si la gente se los lleva es porque ve en los objetos disimulados en los libros una señal, “un signo providencial”, un llamado que, misteriosamente, les está dirigido. “Ya nadie escribe cartas de puño y letra y las envía por correo. Esos papeles olvidados en libros usados son como una carta enigmática”, dice Michel. Una de esas cartas manuscritas, enviada desde Buenos Aires por Osvaldo Soriano, se había quedado dentro de una novela del escritor norteamericano David Goodis. La obra, Cassidy’s Girl, apareció por sorpresa en los estantes donde se ordenaban los ensayos. El sobre, fechado en Buenos Aires el 28 de diciembre de 1984, lleva el sello rojo de Encotel y está escrito con una máquina de escribir Olivetti. Las palabras París y Francia están en mayúsculas y subrayadas. Las hojas se han vuelto un poco amarillentas. Casi se puede presentir el golpe mecánico de la Olivetti trazando las letras en la madrugada de Buenos Aires y palpar las manos que tocaron esas hojas. Hubo alguien, y hay alguien todavía. El tiempo no aspiró las huellas, sólo le agregó su propio vértigo. La carta dice: “Son las cuatro de la madrugada, largué la página 68 de la novela y me dije que tenía que escribirte. Imagino frío en París, máquinas electrónicas, revistas bien impresas, caras adustas”.
Las computadoras y las redes han desplazado las cartas, pero no abolieron ni la miseria, ni nuestra relación con la providencia, ni siquiera a los clochards, aunque ahora se llamen SDF. La gente vende sus libros en París porque tiene deudas y hambre. Cada lunes a la madrugada Michel peregrina hasta la estatua del escritor Montaigne instalada en la Rue des Ecoles. Se acerca a pedirle que fuerce su destino. La estatua de Montaigne está ennegrecida por la usura de los años y la ciudad, pero el zapato derecho de Montaigne brilla como si alguien lo acabara de lustrar. Miles de personas creen en la influencia providencial del zapato de Montaigne y vienen a tocarlo y pedirle un deseo. Nada predestinaba a este escritor del pensamiento renacentista francés, creador de una obra que lleva un título que luego se volverá un género, Ensayos, a convertirse en talismán de la buena suerte. Los estudiantes vienen a tocarlo para que los ayude en los exámenes, los escritores acuden a acariciarlo para que los inspire. Muchos seres humanos esperan un gesto incomparable del destino y el zapato de Montaigne funciona como la providencia que puede romper los maleficios. Este gran humanista del siglo XV no pretendía elaborar un tratado de filosofía sino un Ensayo de entendimiento: “Sólo apunto aquí a descubrirme a mí mismo, yo, que mañana puedo ser otro si un nuevo aprendizaje me cambiara”. Por encima de los siglos y del polvo y del humo y del hollín que París ha ido depositando en su estatua, el zapato de Montaigne resplandece con la inagotable fe humana en una fuerza que vive más allá de nuestras manos.
“Cada hombre lleva en él la forma entera de la humana condición”, decía Montaigne. Hay muchos misterios de nuestra propia condición en esos clochards que deambulan por las calles. Las evoluciones tecnológicas hicieron de los vagabundos parisinos arqueólogos de la modernidad, coleccionistas de lo ínfimo. Recorren la ciudad de un lado a otro y recuperan lo que encuentran bajo la mirada burlona de los transeúntes: cuentas de restaurantes, tickets del metro, paquetes de cigarrillos vacíos, sobres abandonados, papelitos manuscritos, publicidades, entradas de museos o cines. Ellos rescatan los restos del derroche universal de la memoria material. Son coleccionistas de la poca realidad que nos queda por palpar antes de que las computadoras se traguen nuestras huellas, antes de que, en vez de una biblioteca llena de libros o una caja con cartas manuscritas, heredemos un disco duro con libros digitales y correos electrónicos. En la esquina de la Rue Cujas y la Rue Saint Jacques, un clochard instaló su hogar a cielo abierto. Un enjambre de cartones constituye su casa. El clochard lleva puesto un gorro andino y usa las rejas de la Universidad de la Sorbonne para colgar sus pertenencias. El hombre suspendió en las rejas una enorme bolsa transparente repleta de latas y papeles. Afuera, escrito a mano, pegó un cartel que dice “no se vende”. La tecnología convirtió a los clochards en seres que viven en un mundo apartado del nuestro a fuerza de ser real. Pero son ellos quienes recuperan en la calle los testimonios de nuestra materialidad. Michel no se queja. A las siete de la tarde acomoda en su carrito los libros recuperados y sale en busca de una morada donde pasar la noche. Como los demás, huye de la policía y de los servicios de asistencia. Renunció a vivir nuestra vida moderna y confortable. No cuenta por qué, pero dice que si el lunes no toca el zapato de Montaigne la suerte no estará a su lado. Seis siglos nos separan de Montaigne. La historia ha depositado muchos horrores sobre la humanidad, pero algo irracional como la poesía y el amor, algo perfecto y feliz como la música continúan brillando en el corazón humano. Un destello de contenidos entre tantas luces vacías. El zapato de Montaigne irradia en la noche de París el sueño redentor de la providencia, y el otro, más esencial y universal, de un humanismo que nos salvará, a veces, de la inhumanidad que nos acecha.
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