Vie 11.06.2010

CONTRATAPA

El mantra equivocado

› Por Juan Forn

Haruki Murakami corrió una vez cien kilómetros en un día. Se pasó once horas cuarenta corriendo, desde antes del amanecer hasta que oscureció. El detalle significativo es que Murakami pertenece a un gremio mucho más proclive a pasarse once horas seguidas tumbado leyendo o sentado escribiendo que de pie y corriendo. Murakami es el escritor japonés más popular en Occidente y más cuestionado en su país natal. Por esas dos razones, da muy pocos reportajes. Y, por esa razón, su público ha desarrollado una verdadera avidez por conocer al menos algo de la intimidad de su ídolo. Durante veinte años, Murakami usó la misma foto de solapa en sus libros. Cuando por fin la cambió, sus fans descubrieron con desilusión que el nuevo Murakami tenía exactamente la misma cara, incluso la misma expresión y hasta el mismo corte de pelo veinte años después. El mismo ha dicho: “Si se filmara una película sobre mi vida, todas las escenas acabarían en el piso de la sala de montaje, descartadas porque no están del todo mal pero no aportan nada especial”.

Murakami es uno de los tantos hijos de la ocupación norteamericana de su país posterior a la Segunda Guerra. Todas las referencias culturales de sus novelas son norteamericanas (de eso lo acusa la crítica: de occidentalizar la realidad japonesa). Antes de escribir, tenía un bar de jazz en Tokio. Cuando decidió dedicarse a la literatura, a los veintinueve años, se cortó la cola de caballo que tenía, dejó de fumar, empezó a vivir de día en lugar de nocturnamente y se puso a correr todos los días (cosa que sigue haciendo hasta hoy, además de participar en al menos un maratón al año). Incluso en el Japón norteamericanizado, llamaba la atención un cultor tan ferviente del jogging. Dice Murakami que siempre le ha dado vergüenza que los vecinos de su barrio en las afueras de Tokio lo vean pasar corriendo (una señora de cierta edad le preguntó un día, muy educadamente, si por llevar una vida tan saludable no temía que llegara un momento en que no pudiera escribir más novelas). Murakami siempre está en guardia de que lo acusen de no ser el escritor o el japonés que debería ser. Por eso sólo sale a trotar al amanecer cuando está en Japón, por eso pasa la mayor parte del año en Hawai o en Harvard, y por eso, cuando se decidió hace poco a publicar un libro confesional, le puso de título De qué hablo cuando hablo de correr.

Murakami corre para escribir mejor (“Escribir novelas es una labor insana, además de antisocial. Al escribir liberamos una especie de toxina que debemos asimilar y capear con la mayor pericia posible. Comprendo los escritores que se degradan por culpa de eso, pero yo he preferido desarrollar un sistema de protección para poder lidiar con dosis cada vez más potentes de esa toxina”) y también para envejecer mejor (“A partir de mis 47 años empecé a no poder mejorar mis tiempos cuando corría. Fue la primera vez que experimenté lo que es envejecer”). Murakami dice que, cuando corre por el campus de Harvard, las chicas que se cruza son todas rubias, de piernas esbeltas y bronceadas. “Por el paso que llevan se nota que no son corredoras de fondo. Hay algo desafiante en su andar: están acostumbradas a superar a todo el mundo, a que nadie las adelante. No conocen el dolor tal como lo experimenta el corredor de maratones.”

El máximo dolor que experimentó Murakami como maratonista fue en 1996, cuando decidió correr esos cien kilómetros en un día, en el Supermaratón de Saroma (en la isla de Hokkaido, al norte del Japón) y se le saltó la cadena. Vale aclarar que, hasta entonces, Murakami nunca había corrido más de cincuenta (los maratones son todos de 42 km, la distancia exacta que hay desde Atenas hasta Maratón, en Grecia), que enfrentaba en esos días su cumpleaños número 47, que venía de ponerle punto final a la que hasta hoy es su novela más ambiciosa y polémica y admirable (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo) y que acababa de volver a vivir en Japón después del terremoto que arrasó la ciudad donde pasó su infancia (Kobe). La competencia era tan exigente que había puestos de control cada diez kilómetros y el que no cumplía tiempos mínimos en cada posta era descalificado. Dice Murakami que hasta el km 65 todo iba bien, pero de golpe fue como si se despertara una enloquecida asamblea de voces en su interior. Todos los músculos del cuerpo le hacían oír su queja, no tenía energía ni para beber agua a pesar de la sed, odiaba hasta las ovejas que pastaban felices y la brisa que movía las ramas de los árboles, estaba harto de todo y de sí mismo, y de pronto recordó un artículo que había leído sobre maratonistas donde revelaban los mantras que recitaban en su interior para autoestimularse durante una carrera. El único que recordaba decía “El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional” pero no le sirvió de nada, así que improvisó uno de su propia cosecha: “No tengo que sentir. Tengo que avanzar”. Lo único que veía eran los tres metros que tenía delante, ni el cielo ni el viento ni el lago ni los árboles ni los animales silvestres. Y de pronto fue como si cruzara una pared de piedra y ya no necesitaba pensar ni hacer el esfuerzo de no pensar. Su cuerpo iba solo. Dice Murakami que desde ese momento hasta la meta superó a doscientos corredores (“Al llegar a los doscientos dejé de contar”), dice que incluso hubiera podido seguir corriendo más allá del kilómetro 100. “Atardecía. Olía el cercano Mar de Ojotsk. Yo era yo y no lo era.”

Los días siguientes no podía bajar ni subir una escalera. Por balancear demasiado los brazos para ayudar a las piernas en aquel tramo final del maratón se le inflamaron ambas muñecas y no podía tampoco sentarse a escribir. Pero lo peor, según Murakami, fue que había quedado sin ganas de correr. Era algo espiritual, dice. Hasta le pone nombre: el Runner’s Blues. Llegado a ese punto, cuando el libro parece internarse por fin en la dimensión desconocida y el lector siente que se avecina el momento que tanto espera desde que leyó el primer libro de Murakami que cayó en sus manos, ocurre en cambio el anticlímax: Murakami nos dice que de a poco le fueron volviendo las ganas de correr, que con el tiempo retomó su rutina de correr un maratón por año, y a partir de ahí hasta el final del libro relata una tras otra varias de las competencias en las que intervino desde entonces (entre ellas su única participación, hace un par de años, en el multitudinario Maratón de Nueva York) y al leerlas uno siente lo mismo que sentía frente a las diferentes fotos de Murakami (¿nada lo ha cambiado a este tipo, en veinte años?), y casi alcanza a oír, si mira muy fijamente en el fondo de los ojos de esas fotos, un mantra repetido obstinada y mecánicamente (“No tengo que sentir. Tengo que avanzar”) y comprende con tristeza a qué se debe que Murakami no haya vuelto a escribir desde 1996 un libro que pueda compararse a su Crónica del pájaro que da cuerda al mundo.

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