› Por Sandra Russo
Roland Barthes cuenta que en 1945, en Suiza, a raíz de un pneumotórax, los médicos debieron extraerle un pedazo de costilla. Se la devolvieron envuelta en gasa, junto con sus pertenencias. El pedazo de costilla le pertenecía, igual que su reloj o su billetera. Más incluso que eso. Barthes tuvo conciencia entonces, dice, de que “mi cuerpo me pertenece, sea cual fuere el estado desmembrado en el que me lo devuelvan: soy el dueño de mis huesos, tanto en vida como muerto”.
Barthes guardó aquel pedazo de sí en un cajón de su escritorio. Lo incomodaba. No sabía qué hacer con él. Lo mantuvo allí mucho tiempo, junto a otras cosas inservibles. Con esa observación lingüística que bordea la poesía, en ese texto habla de los cajones de los escritorios o las mesas de luz, esos otros cajones que guardan nuestras pequeñas cosas muertas. En la traducción que leí se usa “gaveta”, pero para nosotros es un “cajón”.
Barthes no se animaba a tirar la costilla al incinerador del edificio, en lo que hubiera sido una precaria y parcial cremación. Un día lo tiró por el balcón de su casa, envuelto en la gasa hospitalaria. Algún perro habrá ido a relamerla, imaginó.
Me viene inevitable a la mente el hueso de Pérez, el que dice que quiere y que reclamará el ex juez Gabriel Cavallo porque llegado el caso no le alcanzará lo que diga “el disco rígido”. Se refería a la información proveniente del Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG). Cavallo borra toda huella de sangre del discurso, lo virtualiza. Borra la sangre del pasado y la del presente. Dice que quiere el hueso.
Es evidente la estrategia defensiva, que necesita un previo desprestigio del BNDG, a cuyos profesionales es necesario invisibilizar: en todo caso se trata, como en todos los otros casos, de gente que paga el Gobierno. Esa estrategia llega a un clímax cuando Cavallo pide “el hueso de Pérez”.
La sangre, los huesos. El ADN que se almacena y compara en el BNDG desde hace años, un trabajo pródigo en reconocimientos internacionales. El trabajo ciclópeo de búsqueda a través de la sangre o lo que la reemplace. La búsqueda de la vida extraviada, expropiada, apropiada, expuesta en la síntesis de su ADN.
Pero los huesos. Hablemos de los huesos, que trajo a escena la frase de Cavallo. Esta semana fue premiada por la Fundación Nuevo Periodismo, la más importante de habla hispana, la argentina Leila Guerriero. Una de las mejores prosas nacionales. Su trabajo, publicado por la revista mexicana Gatopardo, se titula “El rastro en los huesos”, y es la fabulosa historia del Equipo Argentino de Antropología Forense.
Es necesario leer el trabajo de Leila, ahora que el abogado defensor de la señora de Noble pide “el hueso de Pérez”. Es un trabajo sanador, porque reconstruye el esqueleto histórico y emocional de quienes se internaron en las fosas individuales y comunes durante los últimos veinticinco años para buscar los huesos de los muertos negados.
Esta semana también habló Videla. Volverían a hacerlo. Para ellos no cayó el Muro de Berlín. “Los desaparecidos no están, no son, no tienen entidad”, supo decir el general. No tienen identidad. Era la coartada perfecta. No dejar rastros. “El rastro en los huesos” relata cómo fue que con el horror todavía soplándoles en la oreja, en 1984, un grupo de estudiantes de Antropología dejaron de buscar huesos de guanacos y empezaron a buscar huesos humanos.
“En 1988, cuando fueron convocados como peritos para excavar en el sector 134 del cementerio de Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires donde los militares habían enterrado a cientos, pocos de ellos tenían más de 22. La fosa de Avellaneda permaneció abierta dos años y sacaron de allí trescientos treinta y seis cuerpos, casi todos con heridas de bala en el cráneo, muchos de ellos todavía sin identificar.”
Buscaban los huesos de otros jóvenes. Excavaban ante la mirada de los familiares. Mercedes Salado, una bióloga española que integra el Equipo desde 1997, dice:
“Esto no es un trabajo, es una forma de vida. Está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos. Nos hemos olvidado de cumpleaños, de aniversarios de boda, pero no nos hemos olvidado de una cita con un familiar. Y en el fondo es tan pequeño. ¿Qué haces? Encuentras la identidad de una persona”.
Los huesos de Pérez han sido inagotablemente buscados. Quiere el azar que una frase textual del trabajo de Leila, pronunciada por el antropólogo forense Luis Fondebrider, los aluda en esa generalidad que abarca el apellido común que usó Cavallo. El Equipo, que participó contratado por el Tribunal Criminal Internacional para la ex Yugoslavia, la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, comisiones de la Verdad en Filipinas, El Salvador y Sudáfrica, fiscalías de todo el mundo y actualmente está trabajando en Ciudad Juárez, participó también en la identificación de los restos del Che Guevara. Y afirma Luis Fondebrider, uno de los que están desde el principio:
“Pero para nosotros todos son personas. El Che o Juan Pérez”.
El BNDG y el Equipo Argentino de Antropología Forense son dos de las inequívocas construcciones democráticas de las que todo bien nacido está orgulloso. Forman parte de un gigantesco movimiento colectivo de reparación, pero ellos han sido el ancla, han hecho el esfuerzo mental y físico que demandó en estas décadas la tarea de devolverles a miles de vivos y muertos su nombre verdadero.
No es Cavallo quien más o mejor reclama el hueso de Pérez. El descenso al infierno de los huesos NN, punto culminante de la política de exterminio ya probada y condenada por la Justicia, debería acotar por decoro, ética y respeto a la verdad los argumentos del abogado.
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