› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO “¡Maldito sea! Me ha sepultado en el más profundo de los ridículos. Destruyó la obra de toda una vida”, golpeó su escritorio con un puño cerrado un tal David Spiegelhalter, respetado profesor de Estadística y Posibilidades de la Universidad de Cambridge. Spiegelhalter maldecía –fue el primero pero no el único ni el último– la sombra terrible y tentacular del inglés de Wymouth nacido en el Sea Life Centre local, pero con residencia en la sucursal alemana de Oberhausen, conocido como Pulpo Paul. Ya saben, ya lo leyeron, ya atendieron a sus burbujas: el Pulpo Paul predijo con pasmosa certeza y puntería –una posibilidad en 256– los resultados de varios partidos del último Mundial de Fútbol (final incluida) con el método de elegir ésta o aquella almeja embanderada. Así Pulpo Paul hizo estragos no sólo en los ámbitos académicos sino también en las casas de apuestas y en el ánimo de futbolistas que –a partir de cierta altura del torneo– salían a jugar sospechando que su mala suerte estaba echada de antemano. Terminado el campeonato, los anfitriones de Pulpo Paul –tal vez presionados por profesionales del juego, tal vez porque no querían arriesgarse a que un error ensuciara la inmaculada leyenda– anunciaron su retiro del negocio oracular. Pero lo que nadie podía sospechar –ni siquiera Pulpo Paul podía predecirlo– fue lo que sucedió al poco tiempo.
DOS Y lo que sucedió fue que partió la impredecible Jabulani (que se les escapaba entre las manos a los arqueros) y se quedó el Pulpo Paul (que atajaba con certeza todo pronóstico con sus ocho tentáculos). Y lo que empezó como chiste y curiosidad à la Ripley pronto comenzó a tomar un aire más denso y un color más fuerte y una tinta más difícil de lavar. Claro que muy pocos se dieron cuenta: los días posteriores a la victoria estuvieron marcados por la fiesta en las calles, el nuevo y previsible duelo dialéctico de Zapatero y Rajoy en el prevacacional y caluroso Debate sobre el Estado de la Nación y la inevitable filosociología que suele crecer, fértil y espesa, cada vez que se produce una de estas cuestiones donde todos son absolutamente felices por unos cuantos días: ¿Se beneficiaría económicamente “La Marca España” de la victoria en el Mundial (no recuerdo que se haya beneficiado “La Marca Argentina” en el ’78 y en el ’86 pero quién sabe...)? ¿Significaba esto un triunfo del “Modelo Barça” (criar mosqueterilmente a los propios y humildes crack) sobre el “Modelo Real Madrid” (salir a comprar a precios exorbitantes a estrellas ajenas que por lo general no brillan tanto como se esperaba)? ¿De pronto estaba bien envolverse en esa bandera roja y amarilla a menudo y automáticamente relacionada con retros y fachas? ¿No quedaba mal cantar a los gritos el “Que viva España” junto a Manolo Escobar y la selección? ¿No era admirable que recién ahora muchos nos enterásemos de que el discreto y poco efusivo DT ibérico Vicente del Bosque –algo así como el Atticus Finch peninsular– tenía un hijo con síndrome de Down (imaginarse lo que habría hecho Maradona con eso)? ¿Aceptarían en Oberhausen –canje por otros especímenes o dinero en efectivo? ¡Free Pauli!– la oferta del acuario del zoológico de Madrid por el pase de Pulpo Paul? Entre semejante fragor, estuvieron los que intentaron sacar provecho de su gloria pegándosele como si fueran sus ventosas: argentinos aseguraron que “Paul es argentino” invocando la memoria de Leguizamo, y Manuel García-Ferré apuró sus Aventuras de Pulpitus, y se reestrenó una versión 3D de Spider-Man 2 en la que vencía el Doctor Octopus. Y un grupo catalanista comandado por Joan Laporta, ex presidente del Fútbol Club Barcelona, exigió que se suplantara la bandera española por la catalana y que se repitiera la última jugada de Pulpo Paul para dirimir así quiénes eran los auténticos ganadores de la copa. Y Steve Jobs intentó salvar imagen y rendimiento de su iPhone –¡no tomarás su nombre en vano, blasfemo!– asegurando que los desperfectos se debían “al incremento de estática en la atmósfera por la actividad mentalista de Paul”. Algunos se atrevieron a insinuar que la hazaña de Pulpo Paul no era tal: que se sabe que los pulpos reaccionan a los colores brillantes y de ahí la elección primero de la bandera alemana y, después, de la española. Otros, en cambio, aventuraron la hipótesis de que Pulpo Paul había sido “manejado” por sus cuidadores poniendo comida más apetitosa en la caja que les interesaba que “ganara”. Pero fueron los pocos, los menos. Y, además, pronto, nunca más volvimos a saber de ellos.
TRES Escribo todo esto mucho tiempo después. Escribo esto en la era en que “Octupus’s Garden” (compuesta por un adelantado Ringo para Pulpo Paul) es el himno nacional del planeta y la gente no hace nada –como los personajes adictos al I-Ching en El hombre en el castillo de Philip K. Dick– sin consultar a sus pulpos domésticos. Los perros y los gatos y los hamsters y las tortugas y los canarios andan sueltos por las calles y por los cielos y son perseguidos y atrapados por las autoridades para elaborar comida para pulpos. Comer pulpo está penado por la ley: lapidación con ostras y almejas hasta el último aliento. Y Pulpo Paul murió más o menos un año después del Mundial –Paul is dead–, pero dejó una herencia fecunda y prole numerosa.
Sí, ahora la gente cree en los pulpos y la cuestión no deja de tener cierta lógica en su delirio: los pulpos viven entre nosotros (a diferencia de los dioses de las religiones organizadas), su mantenimiento es económico y sencillo y, a no olvidarlo, no demuestran inclinaciones pederastas. Y los pronunciamientos y mandatos de Pulpo Paul y los suyos no se escudan en aforismos cripticismos, metáforas, dobles sentidos, alegorías o letras pequeñas. Todo es claro: A o B, esto o aquello, izquierda o derecha, sin dudar. Sin centro, puro extremo. Algunos intentaron relacionarlos –por aspecto y textura– con las potencias abismales del Gran Cthulhu, cubrirlos con una sombra maligna y ominosa. Pero no resultó. Y otra vez: fueron los pocos, los menos. Y, además, pronto, nunca más volvimos a saber de ellos.
CUATRO Así que cuando pasó la resaca, cuando despertamos –¿no es raro y paradójico que el microrrelato más famoso trate de algo tan macro como un dinosaurio?– el Pulpo Paul todavía estaba allí. Y sigue estando.
Y OK, de acuerdo, todo bien, cada cuerdo con su tema: se puede creer en Dios, en Pulpo Paul, en el amor y hasta en los políticos. Los problemas comienzan, claro, cuando el tipo que cree en Pulpo Paul de pronto empieza a creer que todos tienen la obligación de creer en Pulpo Paul.
Yo finjo que creo en él. Yo hago y digo lo que hay que hacer. Yo bailo el Twist del Pulpo y exclamo “¡Paul mío!” (no con acento francés sino cousteauano), apoyo el incremento del calentamiento global para que seamos prontamente cubiertos por las aguas y recuperemos nuestro pasado atlante, hasta he aprendido a jugar –con cierto talento– a ese popular juego de naipes llamado Kraken, y me gano la vida escribiendo pulpo-fiction.
Pero cuando nadie me ve, a escondidas con las persianas bajas, en la noche oscura del alma, soy el mismo de siempre: el de antes de que empezara todo esto. Y sigo fiel a mis antiguas creencias. Soy uno de los pocos, los menos. Y, además, pronto, nunca más se sabrá de mí. Mientras tanto y hasta entonces, enciendo el televisor, bajo el volumen para que no me delaten los vecinos al sonar esa musiquita que es como una versión oligo del tema de “El tercer hombre”, y así, con lágrimas en los ojos y sonrisa extática, me arrodillo frente a la imagen de el piadoso e inconmensurable y todopoderoso Bob Esponja.
“¿Están listos, chicos?”, me pregunta el cuadro de un pirata.
“¡Sí!”, respondo temblando de emoción y de gozo y de aleluya.
Hasta la victoria siempre.
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