CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Se acaba de inaugurar en estos días, en la sede central del Banco Nación, en el hall justo frente a Plaza de Mayo y la Casa Rosada, una exposición de páginas de historietas de Solano López. Le han puesto un título bárbaro, polisémico y sugestivo: Dibujos a salvo. No es necesario subrayar el doble sentido: por un lado, ciertas páginas que se exhiben –sobre todo las contadas y memorables de El Eternauta– son restos del naufragio generalizado de originales que han sufrido los millares de páginas de las primeras décadas de su producción: se han salvado –y él tiene– muy pocas; por otra parte, Solano ha dibujado largamente “a Salvo”, su personaje emblemático. Y ahí está Juan, una vez más, en secuencias inolvidables: la panorámica de la cabecera de puente de la invasión en Plaza Congreso antes del bazucazo de Franco, por ejemplo.
La exposición permite comprobar, una vez más y como si fuera necesario, las cualidades de este narrador gráfico excepcional pero también descubrir –para agradable sorpresa de muchos– cuánto más y “mejor” dibujaba Solano de lo que se veía publicado, qué poca justicia hacían las condiciones técnicas de reproducción de las revistas baratas de historietas de hace cincuenta años con su trabajo (y el de tantos otros creadores, claro). La reciente edición europea de El Eternauta, en la que se utilizó, para su realización, un ochenta por ciento o más de las planchas originales (en mano, desde hace décadas, de un coleccionista privado), ha permitido, por fin, ver impresa la primera obra maestra de Solano como su arte y el de cualquier artista se lo merecen.
Esta exposición de Dibujos a salvo, que además de aquellas páginas míticas incluye sobre todo obras de los años ochenta –sus versiones de Cabecita negra, de Rozenmacher, y de Operación Masacre– de Walsh, más episodios de Evaristo, la historieta realizada con Carlos Sampayo– confirma a Solano, con pluma, pincel, lápiz o Rotring, como uno de los últimos grandes cultores del relato clásico en su modalidad original: el blanco y negro. Al respecto, una vez más nos gustaría señalar ciertas precisiones que a veces suelen desdibujarse en la apreciación contemporánea.
En una secuencia memorable de El estado de las cosas, una bella y extraña película de Win Wenders de los ochenta, el personaje que es y compone el veterano Sam Fuller –al alemán Wenders a menudo le gustó sumar / citar a algún director yanqui arquetípico de la época de oro en sus filmes, que siempre hablan de cine–; Fuller, digo, le explica a alguien que no recuerdo, en un viejo bar de Lisboa, que si bien lo que conocemos como la realidad es en colores, en las películas el blanco y negro es más verdadero. El efecto de realidad –dice el veterano– es mayor en blanco y negro. Y claro que sí. Qué bárbaro.
Y no por casualidad me acuerdo de la cita –como me ocurrió cierta vez al referirme a las cualidades de Milton Caniff– al volver ahora, con esta exposición, sobre el arte de Solano López, sobre el efecto Solano, digamos. Y a él le cabe, perfectamente, lo de Fuller. Dímelo de nuevo, Sam: el blanco y negro de Solano es, sencillamente, verdad. Las cosas son así. El Buenos Aires de El Eternauta o de Evaristo; los suburbios, las callecitas, los colectivos, los interiores: cocinas, mesas con hule, livings, la gente, son ciertos... Sobre todo la gente puesta en situación: cómo les cae la ropa, les calza el sombrero o el casco, los moja la lluvia.
Acaso parezca o sea así porque el mundo más entrañable que Solano evoca y dibuja de memoria, el universo que lleva puesto, el de los cincuenta y sesenta, era un mundo que el cine solía fotografiar –de la ciencia ficción clase B al policial clásico o al costumbrismo argentino– en ese blanco y negro de matiné con tres películas: el color, como pasa con los clásicos yanquis coloreados por Turner para la tevé, le quitaría carácter, lo falsearía como alguna versión de El Eternauta en fascículos de la que no quiero acordarme.
Y hay otra cosa respecto del efecto de realidad en Solano, otra aproximación en el mismo sentido. Hace unos años, tratando de describir en qué consistía el encanto y la soberana autoridad de su dibujo, concluimos –metafórica, arbitrariamente– en que Solano dibujaba gente que existía según peso y medida, que andaba por ahí. Más precisamente: que más allá de la precisión anatómica –músculo más o menos, escorzo logrado o forzado– había carne, huesos, nervios y grasa bajo el saco, la camisa arrugada de los hombres, tras la bufanda o los ojos vacíos de los hombres robots, dentro de los vestidos apretados o los escotes sudados de las mujeres.
Eso, por ejemplo: hay muchos buenos dibujantes de mujeres hermosas, que no existen... En cambio las nenas, las minas que dibuja Solano, más o menos vírgenes, hermosas o sensuales, sí; pendejas tersas o veteranas fuertes de arrugas, formas pasadas y repasadas por la vida, existen, están ahí. Tienen calle y carnadura. Un notable guionista, coequiper y conocedor cercano del dibujante, el inolvidable loco Barreiro, solía decir que la razón era muy simple: “Solano siempre la puso”, sostenía Ricardo, usando un lenguaje un poco más crudo. Es decir: la respuesta estaba fuera del tablero y de la tinta china, estaba en la vida, en la manera de vivir. Cuando dibuja, Solano sabe de qué se trata. Y lo mismo que decimos de sus mujeres cabe para sus viejos, esos criollos, esos cabecitas, esos obreros, canas, chorros, vigilantes; sus desolados hombres robots, incluso las manos de El Eternauta, atravesados por una paradójica, carnal humanidad.
Epico, lírico, sensual –expresivo sin ademanes– Solano es, además, y cabe repetirlo, un narrador excepcional. Solano fluye. Porque cuenta con pincel, con lápiz o con Rotring como todos pero con una intuición narrativa y una sensibilidad extremas, como casi nadie.
Por eso, ya lo hemos dicho otras veces y lo repetimos ahora: grande, Solano.
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