› Por Rodrigo Fresán
UNO ¿Cómo empezar? ¿Por cuál puerta? ¿Cuándo sentir por primera vez la irrefrenable necesidad de tocar esa primera pieza que nos prohíben tocar, porque hay ciertas cosas que necesitamos tocar para sentirlas reales y parte de nosotros?
Toda vida, vista en perspectiva, se va ordenando como un museo y me pregunto cuál habrá sido el primer museo de mi vida. Y mi primer museo es un libro. Un libro que se titula Mi Museo Maravilloso (¿Editorial Abril?) y que se vende a los padres como “una perfecta introducción al mundo del arte para los niños”. Me acuerdo de ese cuadro en el que aparezco yo sosteniendo a Mi Museo Maravilloso y, ahí dentro, reproducciones de cuadros tan famosos como obvios. Ya saben, ya pueden imaginárselo: la sonrisa de la Gioconda y el grito de Munch, los pétalos de los girasoles de Van Gogh y los frutos faciales de Arcimboldo, las multitudes en miniatura del Bosco y Brueghel donde no aparece Wally, nacimientos y crucifixiones, la Venus de Botticelli y el Saturno de Goya, bosques y mares y ciudades y cielos. Y yo –el retrato del niño que fui yo– primero deteniéndome largos ratos en cada reproducción, pero con cada visita paseándome cada vez más rápido, apenas parando aquí y allá. Son los últimos años ’60, hay cuatro canales de televisión, son todos en blanco y negro (en alguno pasan Galería nocturna, esa serie museológica y crepuscular de Rod Serling donde cada rostro o paisaje apenas encierra una pesadilla despierta y con tantas ganas de ser contada), y Mi Museo Maravilloso ya me adelanta la velocidad y la gracia de bailar el zapping. Así, los años pasan y los museos –dentro y fuera de los libros– se suceden; pero yo seguiré visitándolos, a todos, con la pasmosa velocidad con que un niño corre por los pasillos de un museo mientras el guardia de turno lo mira fijo y tiembla y no puede evitar el preguntarse si éste será el día terrible en que tendrá lugar y tiempo la catástrofe tan temida de un niño metiéndose dentro de un marco para ya nunca volver a salir.
DOS “El arte vive cuando se mueve”, apuntó Max Ernst. Así que ahora voy en movedizo tren rápido a Madrid, rumbo a tres museos: el Reina Sofía y El Prado y el Thyssen. Y una vez que llegue allí, volveré a hacer lo mismo que hago siempre que viajo a la capital. Una variación de aquel ejercicio cine/cinético godardiano en aquella película donde se rompe el record hasta entonces ostentado por un tal Jimmy Johnson de San Francisco. El record de velocidad a la hora (a los pocos minutos, a los 9 minutos y 43 segundos) de recorrer El Louvre corriendo. A saber: entro corriendo al Museo Reina Sofía y me planto por unos segundos frente al Guernica de Picasso y salgo corriendo de allí y cruzo hasta El Prado y entro corriendo y me planto por otros segundos frente a Las Meninas de Velázquez. Una síntesis de la gran pintura española que –recuerden– comienza ya a descollar en las paredes de ese primer museo llamado Altamira. Y con el correr de las carreras, debo decir que Las Meninas me parece más moderno y el Guernica más clásico y –el tiempo no pasa en vano, mis reflejos son cada vez peores, mi sombra es cada vez más larga que mi cuerpo– siempre vuelvo a lanzarme a esta aventura íntima, me pregunto si no me voy acercando a ese final, a ese cuadro que no será ni cuento ni novela, pero que se titulará Escritor atropellado por automóvil al cruzar la calle. Acrílico. Más Plop que Pop. Definitivamente Crash. Carne rota y rojo derramado. Como en una de esas pinturas de Francis Bacon.
TRES Y esta vez, además de esos dos cuadros españoles, hay tres buenas muestras extranjeras. Tres muestras maestras a las que aplicar –cumplido con el rito Guernica/Meninas– mi método un tanto menos frenético que el postulado en Bande à part: lo que yo hago es entrar a la muestra, recorrerla a paso redoblado, mirar de reojo, ubicar los puntos de máximo interés, salir, comprar el catálogo, irme al bar del museo, ver y mirar el catálogo, y luego regresar para concentrarme en lo que más me interesa. Primero fast-forward general y después stop y luego selectivo rewind. Pero siempre play.
Así, la primera –por orden de cercanía a la estación de trenes– está en el Reina Sofía, se titula Manhattan, uso mixto y es una acumulación de fotografías y videos desde los ’70 hasta el presente enfocando a esa ciudad cuyo profético nombre indígena equivale a “territorio de sitios altos”. En muchas paredes –los fantasmales vampiros existen– el espectro de la doble estaca del World Trade Center y, de sus pasillos, me quedo con una foto de D. Wojnarowic, que muestra a un joven cruzando Times Square con una máscara de Rimbaud. La segunda, en el Thyssen, es Ghirlandaio y el Renacimiento en Florencia y gira alrededor del poético (de Poe) cuadro de una bella joven ya prematuramente enterrada cuando la hizo renacer el renacentista: ahí, Giovanna degli Albizzi Tornabuoni, capturada en todo el esplendor de su inmortalidad. “Dentro de los museos, la eternidad es llevada a juicio”, canta Bob Dylan –quien más de una vez abjuró de los museos– en “Visions of Johanna”, mi canción favorita entre las suyas. Y, claro, es un concepto inteligente y perturbador: la idea de que los museos funcionan como tribunales de lo que merece sobrevivir a las mareas de los siglos. De acuerdo con ello pero, también, por qué no contrarrestar esa cualidad espesa, como de almíbar y de ámbar, del aire que se respira allí dentro con la velocidad que podemos imprimirle a nuestros cuerpos, con la firma de nuestros nombres, condenados al olvido de los cementerios: esos museos donde cada cual va a visitar apenas dos o tres o cuatro cuadros muy queridos e inolvidables y cada vez mejores por efecto de la ausencia y la memoria y donde, en ocasiones, se detiene frente a la lápida de un famoso para leer fechas de creación y de desaparición, nombre y epitafio y técnica. Así, otra vez, a correr hasta El Prado, donde cuelga Turner y sus maestros y, por una vez, no se proyecta la influencia del inglés en Monet y Pollock y Rothko, sino que se buscan sus antecedentes. Y de allí no me quedo con grandes éxitos como “Paz – Entierro en el mar”, sino con el hasta entonces para mí desconocido “El ángel puesto en pie sobre el sol” (agotada la postal en la tienda) que cualquiera de estas noches, pienso, servirá de inspiración para que un nuevo e implacable asesino en serie abra la puerta para ir a jugar y monte mortales tableaux vivants con sus víctimas. Y los firme.
CUATRO De regreso a Barcelona, saco de mi billetera un recorte de hace unas semanas que guardo allí junto a fotos y tarjetas y billetes. La primera plana de La Vanguardia del pasado 6 de julio, cuyos editores tuvieron un gesto lírico y raro y tan digno de agradecer. No hay allí fotos de políticos mediocres ni de talentosas catástrofes naturales ni de deportistas millonarios ni de súbitas y efímeras celebridades como aquella estrella nacida muerta en un campeonato mundial de sauna. El titular es La mejor foto del universo y es una foto fría y a la vez ardiente y muestra “el fruto de once meses de observaciones del telescopio espacial Planck”, aclarando que “esta joya tecnológica ha cartografiado la radiación de fondo del universo” y nos muestra algo así como el plano del cosmos conocido por el hombre hasta la fecha. La foto, por supuesto, impresiona. Una esfera estirada, color azul espacio profundo en el centro, roja con manchas amarillas en sus polos y, como ecuador, el tajo blanco de la Vía Láctea. Parece un cuadro abstracto y figurativo al mismo tiempo y colgado en el museo más grande jamás construido. Un museo maravilloso, cuyo nombre y apellido es un misterio y me pregunto qué otras piezas se exhibirán allí. Y junto a ese cuadro donde –si se mira bien, si se busca y se encuentra– estamos todos, no hay ningún cartel que revele nombre del maestro original y primero o técnica utilizada. Tampoco se lee la orden de no meterle mano a la obra por temor a que sufra daños irreparables. Para eso, me temo, ya estamos nosotros –más falsos que falsificaciones, tan parecidos a esos dementes que se activan y detonan en pinacotecas y la emprenden a puñaladas asesinando naturalezas muertas– mientras unos cuantos nos miran, por las dudas, muy de lejos, con una mezcla de fascinación y desprecio, sin el menor interés por venir a visitarnos. Mejor, piensan, esperar a que nos transformemos en valiosas antigüedades, en ruinas espléndidas, en recuerdos del futuro y souvenirs de lo que vendrá, en más pedazos que piezas de museo a recorrer y correr, mirándolas rápido, más rápido, más rápido todavía.
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