› Por Noé Jitrik
Desde un gran ventanal de un café de los viejos, con valientes mesas de madera, de los que quedan por suerte en Buenos Aires, veo aproximarse, con paso ligero, a una pareja. La mujer y el hombre están tomados de la mano, se dicen algo y sonríen, acaso se trate de una trivial escena de amor urbano, me imagino que en el campo, falto de cafés, cosas así no se vean aunque sin duda también existen.
Pero hay algo especial en esa pareja: ella es rubia, bella, elástica, blanca; él es negro, negrísimo, muy apuesto, igualmente ágil. Por alguna razón que no puedo explicarme lo que veo me interesa, me parece que ese encuentro significa algo más, importante, que lo que significan los encuentros corrientes y previsibles entre hombres y mujeres. De inmediato, también sin saber por qué, me digo “estamos en una gran ciudad”. La expresión, así como se forma en mí, es contrastante: ¿antes no estábamos en una gran ciudad?
Pienso en la pareja y me surge una respuesta: acaso yo estaba ya desde hace tiempo en una gran ciudad y no lo sabía del todo, pero ahora que los veo caminar con elegancia, algo, muy parcialmente por supuesto, se me aclara: esta ciudad carecía de población negra desde hacía muchos años, no era, es seguro que nunca lo fue, como La Habana, Río o Cali o San Juan de Puerto Rico y aun Montevideo: los negros que habían sido esclavos, como en toda América, y manumitidos por ley en un temprano 1813, por decisión de una Asamblea en la que el concepto francés de derechos del hombre era un motor de la civilización cuya aurora se anunciaba, fueron no mucho después exterminados, carne de cañón de las guerras civiles, hasta no dejar más vestigios que raras celebraciones anuales o mínimos guetos de caboverdeanos. Desde hace poco, se ven en las calles de esta ciudad negras y negros recién venidos del Brasil, de la República Dominicana y en menor medida de Africa, muy de tanto en tanto mezclados con blancos, vaya uno a saber en que lugares habrán obtenido refugio, trabajo y consideración aunque, y aquí viene lo de la gran ciudad, la embellecen, la hacen más cosmopolita, más interesante.
Algo así ocurrió hace más de cien años con la variadísima inmigración europea y hace menos tiempo con la llegada de laboriosos coreanos, luego chinos y esos vecinos tan imprescindibles como los bolivianos, peruanos, paraguayos, por no hacer la lista completa de gente que ve en la Argentina una posibilidad análoga a la que lleva, quizás, a millares de mexicanos a mirar a los Estados Unidos y a multitud de guatemaltecos a depositar sus esperanzas de vida en México. Tal vez lo de los negros tenga otro carácter, ponga a prueba las resistencias previsibles en una sociedad desde hace bastante tiempo no muy sensible a las diferencias, al menos en las zonas de buen pasar de la ciudad.
¿Cómo, cuándo y por qué se puede decir que una ciudad es una “gran” ciudad? Respecto del cómo es una cuestión de lenguaje, no es fácil disponer de él; respecto del cuándo se diría que es cuando se le cae a uno encima el asunto y eso no ocurre con frecuencia. El por qué desencadena una reflexión, una inquisición, habría dicho Jorge Luis Borges cuando, deslumbrado, recorría las calles de una ciudad que juzgaba eterna, como el aire y el agua. La visión de esa pareja desencadena en mí ese “por qué”, le da cabida, no me resulta extravagante ocuparme de tal tema, después de todo vivo en grandes ciudades, Buenos Aires, México, de modo que me atrevo a responderlo.
Por empezar, se tiene, por lo general, una impresión, que parece inequívoca, de estar en o frente a una gran ciudad y esa impresión está sostenida, en lo inmediato, por una noción de tamaño, pero uno sabe que una cosa es una ciudad grande y otra una gran ciudad, el adjetivo puesto de una u otra manera hace una diferencia importante. O sea que el tamaño no es un factor decisivo para estar en condiciones de afirmar que una ciudad, por más grande que sea, es una “gran” ciudad. Así que debe ser por otra cosa, que es lo que la pareja frente a mis ojos acaba de despertar.
Ahora bien, ¿es suficiente que una pareja bicolor transite por las calles para considerar que el escenario en el que tiene lugar ese romance sea una “gran ciudad”? Tal vez no, pero lo que es innegable es que puede ser un súbito indicio, una punta para pensar en tan considerable tema, puesto que una pareja como ésa en la calle, visible y contenta, se enfrenta con una sólida red de prejuicios así como, y es eso lo que permite ver muchos otros tipos de parejas, sólo hay que poner atención: hombres y mujeres de diferente contextura –coreanos y chinos, rusos y argentinos, bolivianos y peruanos– y de muy extraordinario aspecto, hombres de largas barbas flotantes, vestidos de negro, que calzan sombreros casi de copa, seguidos a pocos pasos por mujeres con pelucas y apreciable cantidad de niños atrás, se diría que se dirigen al Muro de los Lamentos. Y ni hablar, cada vez más evidentemente, como es notorio y legal, hombres y hombres, mujeres y mujeres. Comienzo a creer que en ese espectáculo, que se desarrolla sin temor a lapidaciones ni insultos procaces, empieza suavemente a definirse lo que es una “gran ciudad”. O sea un lugar en el que los prejuicios dan un paso atrás y dejan escuchar un murmullo múltiple, rostros diversos, lenguas extrañas, modos de caminar y de moverse que si no asombran al menos tocan una fibra sensible en el corazón de quienes están orgullosos de vivir en una “gran ciudad”.
No dudo de que para muchos este razonamiento pueda ser arbitrario o muy personal; muchos creen vivir en una “gran ciudad” porque se pueden dar gustos vestimentarios, gastronómicos o decorativos, pero ésa no es mi idea. Hablo de murmullos y no puedo evitar que afluya a mi memoria una línea de un poema de Baudelaire referido a París: “Ciudad, hormigueante ciudad”, que hace un tiempo sentí que podía aplicarse sin desmedro a México, por una cuestión de palpitación, de ritmo enloquecedor. Tendríamos así otro elemento más, otra marca de lo que es una “gran ciudad”, su tono, pero tampoco es suficiente porque no lo es por el simple hecho de que la habitan multitudes. Reuniendo todos los datos diría que lo es menos por las actividades que tienen lugar en una ciudad y de las cuales se jacta, en mayor cantidad cuanto más populosa sea, incluso las llamadas culturales –teatros, cines, conciertos, librerías, suplementos, universidades– que por el nivel de sociabilidad que la caracteriza o, si se quiere, por el ritmo de reducción de los prejuicios que siempre existen cuando más de dos personas conviven y no intentan filtrar sus ideologías.
Estoy pensando en términos de presente, lo cual también es limitado, porque una gran ciudad no nace, sino que se hace después de un largo proceso que no es sólo una lucha contra el tiempo; es una acumulación histórica por lo general producida muy dramática y secretamente, después de haber pasado por numerosas indecisiones, políticas, culturales, sociales. Después de un sacudimiento, por ejemplo, cambia la relación entre las personas, crece un entendimiento, brota una identidad basada ya no en grotescas afirmaciones xenofóbicas sino en el cambio que inevitablemente ha tenido lugar. Una dictadura, por ejemplo, que, como es sabido, intenta acallar esos rumores humanos, cuando cae genera un reencuentro, nuevas formas de hablar, nuevas formas, inclusive, de amar. Una invasión, cuando declina o concluye cambia los temperamentos, hay una revitalización de las miradas, el enemigo de la grandeza de una ciudad, al desaparecer, crea las condiciones para un salto, eso que llamo, en su conjunto, en todos los que se produjeron, una acumulación histórica.
París no sería París sin la guerra de 1870; Berlín no habría sido Berlín sin el final de la guerra del ’14; México no sería México sin la Revolución y eso que fue al mismo tiempo cambió cuando el gran terremoto de 1985; Buenos Aires habría seguido siendo una aldea si no se hubieran producido huelgas y proclamas, movimientos sociales de una energía incomparable.
En suma, ignoro, entre tantas cosas que ignoro, por qué una ciudad es una “gran ciudad”, pero me atrevo a decir que sé cuándo lo es; tal vez porque siento que estar ahí de alguna manera me llena, porque lo que pasa ante mis ojos posee una significación, porque algo vibra en mí junto a sus muros, por sus calles, por su gente.
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