› Por Juan Forn
Llovía y hacía frío en Río de Janeiro, aunque suene increíble. Frío en serio, casi de los nuestros, y tres días seguidos lloviendo. Y era mi último día allá, y lo tenía libre. Así fui a parar a la casa más linda y más triste que vi en mi vida. Fui porque me dijeron que era un museo y que podría encontrar cosas sobre Ana Cristina Cezar, la Alejandra Pizarnik brasileña. Lluvia, frío y poeta suicida en la ciudad del sol, el mar y la alegría, ¿cómo me lo iba a perder?
La casa era una mansión con pileta y cascada propia clavada en medio de un morro, modernísima cuando se inauguró en 1951 (vidrio, hormigón y vegetación tropical combinados en grado supremo de elegancia). La mandó construir el banquero y embajador y amante del arte y filántropo Walter Moreira Salles, quien tuvo tres hijos en esa casa, y fue feliz allí por veinte años con su familia y sus invitados (desde Greta Grabo hasta Juscelino Kubitschek), hasta que un día todo terminó: separación de los padres, los hijos que crecen y se van yendo ellos también, la casa queda abandonada, el tupido bosque tropical que la separaba de la favela Rocinha va adelgazándose cada vez más, hasta que la familia la dona al Estado convertida en el exquisito museo y sala de exposiciones y centro cultural que es hoy. Cuando digo la familia me refiero a los cuatro hijos que se fueron yendo de aquella casa, que hoy son el cineasta Walter Salles; el banquero Pedro Moreira Salles, capo del poderosísimo Unibanco; el creador de la editorial Companhia das Letras, Fernando Moreira Salles; y el más tímido y menos conocido de los cuatro hermanos, el que importa en esta historia: el documentalista Joao Moreira Salles.
Hay casas que hablan. Hay casas con fantasma, y esa tarde de frío y lluvia en que nadie en su sano juicio se aventuró a ir hasta el Instituto Moreira Salles, yo comprobé que es posible que una casa se convierta en centro cultural y logre que su fantasma siga presente. Me refiero a Santiago Badariotti Merlo, el mayordomo ítalo-argentino de la familia Moreira Salles desde que se inauguró aquella casa hasta que se vació, el mayordomo que tocaba Beethoven en el piano Steinway, declamaba a Ovidio en latín y hacía los arreglos florales de la casa inspirado en partituras clásicas, hasta que, a principios de los ’80, cuando la casa se vació, él se fue a vivir a un departamentito en Leblón. En 1992, cuando Santiago tenía ochenta años y le faltaban menos de dos para morir, el joven Joao intentó hacer un documental con él. Durante cinco días lo filmó obsesivamente en la minúscula cocina de aquel mínimo departamento.
Con el testimonio de Santiago (y escenas adicionales, filmadas en la casa familiar ya abandonada), Joao pretendía hacer una película de una belleza y un rigor absolutos, a la manera de su admirado Ozu. Terminó ahogándose en sus propias exigencias: meses después abandonó el proyecto. Pasaron doce años, en los cuales Joao se convirtió en un documentalista multipremiado y entró luego en crisis total, con su métier y con su vida. En medio de esas crisis se sentó a ver de nuevo aquellas nueve horas de material fílmico sobre Santiago y la casa de Gávea, y de golpe vio cuál había sido su pecado, cinematográfico y existencial: en ningún momento de esos cinco días había dejado de tratar a Santiago como a un sirviente. Todo lo que le había permitido contar a cámara era lo que él quería oír. Incluso lo poco que le había dejado relatar de su vida anterior o exterior a los Moreira Salles era para explicar cómo había llegado a ser mayordomo y custodio de esa casa. Pero precisamente por entregarse así a ese rol, Santiago había terminado por encarnar en sí mismo todas las alegrías y tristezas de la casa de la Gávea. Más que su fantasma, era el espíritu de esa casa.
Joao estuvo más de dos años trabajando hasta convertir aquellas nueve horas de filmación en un hermosísimo documental de 79 minutos. Sólo se permitió agregar su voz en off confesando aquello que la cámara no supo registrar. El resto es Santiago puro. Aunque llevaba cuarenta años viviendo en Brasil cuando lo filmó Joao, y antes había servido diez años a una familia inglesa, y además escribía con absoluta corrección en cinco idiomas (francés, inglés, italiano, español y portugués), Santiago habló hasta el final de su vida en una mezcla cocoliche de argentino coloquial y portugués, al menos con sus personas de confianza. Con esa lengua propia rememora para Joao sus años en la Gávea. Cuenta que cuando terminaba de hacer un arreglo floral retrocedía dos pasos y les decía a las flores: “Ahora canten”. Y éstas abrían lentamente sus pétalos. Cuenta que su cumpleaños más hermoso lo pasó trabajando, una noche que había una fiesta muy especial, y de pronto la señora de la casa se le acercó con una copa de champagne y se la tendió y pidió a todos sus invitados que brindaran con ella “porque hoy cumple años mi querido Santiago”. Cuenta que una madrugada lo descubrieron tocando el piano vestido de frac, y cuando le preguntaron por qué estaba vestido así, él contestó: “Porque estoy tocando Beethoven”.
Cerca del final, en un momento en que cree que no lo están filmando, Santiago dice: “A veces me espanta mi sensibilidad”. La pantalla vira entonces a negro y la voz en off dice: “Cuando Santiago me quiso transmitir su revelación más íntima, yo le negué ese derecho. No encendí la cámara. Quedó grabando el sonido, pero la cámara no”. Se oye entonces la voz de Santiago diciendo: “Joaozinho, hay algo que me gustaría decir antes de que te vayas, algo que me gustaría decir con las palabras de un soneto que comienza así”. Y su voz cambia por completo y empieza a recitar: “Pertenezco a un núcleo de seres malditos...”. Pero la voz perturbada del joven Joao lo corta en seco: “No hace falta entrar en eso”.
A lo largo de cincuenta años, en sus ratos libres, Santiago acumuló más de 30 mil páginas escritas en cinco idiomas y dactilografiadas por él mismo en su Olivetti, que conforman una especie de historia universal de la nobleza, tan infinita como conmovedoramente inútil. Allí transcribe listas comentadas que van desde la civilización hitita hasta Hollywood: seis mil años de historia de todo el mundo, mongoles, mayas, papas y visires, santos y asesinos, reyes y entenados, mártires y artistas, venganzas y milagros. Santiago guardaba el enorme manuscrito acomodado en varios estantes de una biblioteca, divididos en carpetas atadas con un primoroso lazo rojo que se hacía traer de París. Cada domingo hasta que murió, aireaba esas páginas y volvía acomodarlas en su biblioteca. Hoy están en el Instituto Moreira Salles, cuidadosamente conservadas. Aquellos que no tengan la suerte de ir alguna vez a la casa de la Gávea, tendrán igual oportunidad de conocer a su fantasma: desde el 18 de septiembre hasta el 30 de octubre, la Fundación Proa proyectará todos los sábados a las 19 el documental de Joao.
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