› Por Rodrigo Fresán
UNO Hace mucho tiempo que me acuesto temprano y que ya no compro revistas de rock. Las hojeo de parado, en el Fnac, y experimento la rara felicidad de ya no conocer a casi nadie, de haberme bajado de la interminable carrera armamentista que es el estar al día en la música popular, y de concentrarme en las páginas embrujadas que se ocupan de las reediciones remozadas de las viejas obras de mis cada vez más viejos héroes. Pero –muy de tanto en tanto– Mojo o Uncut me tientan con alguna de esas portadas retro especialmente diseñada para aquellos que nacimos en los ’60, compramos nuestros primeros discos en los ’70, bailamos en los ’80, miramos bailar en los ’90 y que ahora, en los ’10, espiamos por las cerraduras de MTV o VH1 para ver qué hay ahí dentro que no sea reality show y que suene viejo, suene antiguo, suene clásico, suene moderno, suene lindo.
DOS Así, muerdo el anzuelo y pago por un número de Uncut con Kate Bush en la tapa conmemorando los 25 años de la edición de Hounds of Love. Veo eso (y, la revista como magdalena, me recuerdo proustiana e instantáneamente comprando el cassette en una disquería de ese pasaje de Lavalle –¡el cassette! ¡25 años! ¡Calle Lavalle!– donde también vendían entradas anticipadas para el cine) y volviendo a mi pisito de soltero de Ricardo Rojas. Y oyendo y escuchando por primera vez “Running Up That Hill” y ese riff de sintetizador y esa percusión electrónica y –el título de otra canción de Kate Bush– diciéndome a mí mismo: “Wow”.
TRES El fundacional agujero blanco donde cabe todo lo que vino y todo lo que vendrá del The Beatles de Los Beatles, el At Folsom Prison de Johnny Cash, el The Velvet Underground & Nico de The Velvet Underground, el The Kinks Are The Village Green Preservation Society de The Kinks, el Sail Away de Randy Newman, el Forever Changes de Love, el Quadrophenia de The Who, el Hunky Dory de David Bowie, el Third/Sister Lovers de Big Star, el Berlin de Lou Reed, el Wish You Were Here de Pink Floyd, el Tusk de Fleetwood Mac, el tercer Peter Gabriel de Peter Gabriel, el The La’s de The La’s, el Pirates de Rickie Lee Jones, el I’m Your Man de Leonard Cohen, el I Often Dream of Trains de Robyn Hitchcock, el Remain in Light de Talking Heads, el Piano Bar de Charly García, el Graceland de Paul Simon, el Let It Be de The Replacements, el Psychocandy de The Jesus and Mary Chain, el Steve McQueen de Prefab Sprout, el Rattlesnakes de Lloyd Cole and The Commotions o el Love Story de Lloyd Cole a solas, el Lincoln de They Might Be Giants, el Violent Femmes de Vioent Femmes, el The Trinity Sessions de los Cowboy Junkies, el 99.9Fº de Suzanne Vega, el Automatic for the People de R.E.M., el Odelay de Beck, el Nadie Sale Vivo de Aquí de Andrés Calamaro, el This Is Hardcore de Pulp, el either/or de Elliott Smith, el Heartbreaker de Ryan Adams, el Apple Venus de XTC, el “Love and Theft” de Bob Dylan, el Late Night Final de Richard Hawley, el North de Elvis Costello, el Blinking Lights and Other Revelations de Eels... Y, por supuesto, el Hounds of Love de Kate Bush. No se parecen en casi nada entre ellos (tampoco son los únicos, son apenas algunos de los míos, estoy seguro de que ustedes tienen los suyos), pero todos tienen algo en común: son álbumes que, desde su bautizo, giran sin edad alguna en su propio espacio y tiempo. No envejecen pero maduran y crecen para mantenerse por siempre jóvenes mientras nosotros envejecemos. Y así yo –que ahora vuelvo a exclamar “wow” frente a Hounds of Love– ya no me parezco tanto al primer Ringo Starr aunque, me dicen, cada vez me parezco más al último Pete Townshend. Me lo dice un joven amigo. Alguien que siente una insensata envidia por no haber vivido los ’80 (si los sesenta años de edad son los nuevos cuarenta, entonces los ’80 son los nuevos ’60) y que se parece mucho a Justin Timberlake.
CUATRO Hounds of Love es presentado en sociedad el 9 de septiembre en el London Planetarium y sale a la venta el 16 de septiembre de 1985 y desplaza del primer puesto de ventas a Like a Virgin en Inglaterra y convierte a la curvilínea Kate Bush –lejos de las menos agraciadas Janis y Yoko y Patti– en la primera artista avant-garde cuyas fotos cubren tanto las paredes de las apolíneas buhardillas como las de los intelectuales, como las de los dionisíacos talleres mecánicos. Bush –una suerte de banshee giratoria y ululante descubierta por David “Pink Floyd” Gilmour– es famosa desde su adolescencia y debut, en 1978, con el hit-single “Wuthering Heights”. Desde entonces, ha arrasado con “The Man with The Child in His Eyes”, “Breathing”, “Wow”, “Army Dreamers” y “Babooshka” para fracasar comercialmente y triunfar artísticamente con The Dreaming. Allí, Kate Bush cerraba el disco rebuznando como una burra y era declarada raro tesoro nacional. Y ahí sigue estando Kate Bush más allá de largas y salingerianas desapariciones del mapa. Su retorno en el 2005 con Aerial –luego de doce años de ausencia y silencio– confirmó que seguía siendo la misma y quien lo dude ahí tiene esa sensible canción de amor dedicada a su lavarropas como prueba de que continúa con todas sus fac... con todas sus f-a-c-u-l-t-a-d-e-s intactas. Es decir: sabia y genialmente loca.
CINCO ¿Y será posible que no se haya grabado y dedicado uno de esos sonados y sentidos homenajes a Hounds of Love? Propongo reparto y lista de invitados: las actuales y muy deudoras suyas Lady Gaga, Florence and The Machine y Joanna Newsom y Fever Ray y Bat for Lashes y Regina Spektor pero, también, gente como Madonna, Tori Amos, Sinnéad O’Connor, Natalie Merchant, Laurie Anderson, Aimee Mann, Norah Jones, Fionna Apple, y Britney Spears (sus “Toxic” y “Womanizer” remiten a la Kate Bush más poppy), Julieta Venegas, Natalia Lafourcade, Shakira y las “reinas” Anthony y Rufus W. Y, por favor, interceptar a Björk en la puerta y que no entre, ¿sí?
SEIS Pero, en realidad, todo esto –que parece una contratapa abducida por una señal de Radar– no iba a ser sobre Kate Bush o Hounds of Love (y sus muchos sonidos hechos música cortesía del apasionado romance de la inglesa con el fantasma en la máquina de su Fairlight CMI) sino sobre la permanencia del sonido. Sobe el modo en que la música de una época se proyecta en el tiempo y en el espacio y vuelve a latir rebotando contra las paredes del ahora y del después. En la no-ficción (ese “están tocando nuestra canción”) y en la ficción: Marcel Proust, Thomas Mann, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Robertson Davies, Frank Conroy, Nick Hornby, Vikram Seth y, recientemente, Kazuo Ishiguro. Y, ah, Arthur Phillips con la muy admirable The Song Is You, posiblemente la mejor novela jamás “oída” sobre el modo en que ciertas melodías privadas son parte inseparable de nuestro íntimo ADN y de cómo el iPod ha facilitado que miles de esos cromosomas sónicos nos acompañen, azarosamente tarareando entre las neuronas, a todas partes. Nos han metido la púa hasta rayarnos (los discos eran más frágiles pero, paradójicamente, se escuchaban tantas más veces que los compact-discs) o nos han tatuado con el láser. Y, sí, nos han sonado o nos han hecho sonar hasta la hora en que dejaremos de sonar. Y advertencia: dejar siempre por escrito, la música que nos gustaría oír en nuestro funeral. Evitar así ciertas desafinaciones póstumas mientras, ahí afuera, continúan ladrando los sabuesos del amor y ¿a qué me suena todo eso que suena?
Respuesta: me suena a mí.
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