› Por Sandra Russo
Hay algo de este momento que se percibe como histórico y que, aunque supera el hecho de que estemos transcurriendo el Bicentenario, lo contiene. Se ha hablado del cambio de paradigma, y eso es tan intenso que no puede asimilarse entero: es algo que está pasando, que no puede relatarse sino en su movimiento o su esbozo, que toca lo macro y lo micro, que va desde el reingreso en nuestro vocabulario cotidiano de la palabra patria a las nuevas formas de amor y de familia.
Esa percepción nos atraviesa y nos hace a su vez sentirnos protagonistas de algo que no podemos caracterizar en su completud, porque es algo que incluye a nuestras vidas privadas y las sumerge en otra identidad más grande. Me viene Nietzsche a la cabeza, un libro leído en una noche de 1979, siendo estudiante de Letras en La Plata, aspirando diariamente el infierno. El Origen de la Tragedia y las dos pulsiones que describe, la dionisíaca y la apolínea. Dionisos propiciando la danza y el goce colectivos y Apolo conservando su equilibrio en su bote, navegando solo.
En 1979, los que llegábamos a La Plata sin conciencia política no sabíamos exactamente lo que estaba pasando, pero sabíamos que pasaba algo terrible. Estaba en el aire. Respetaba el verosímil del género de terror: la sospecha agónica de que algo siniestro se avecina, y la morosidad del monstruo para exhibirse. La clave del terror es su presentimiento.
Siempre me quedé con la idea de que la militancia de los ’70 me pisó la pollera de bambula un poco hippie, y quedé atascada ahí, en esa ligera superposición generacional. No lo podía leer de esta manera a los 18 años, pero ahora, a la distancia, veo que la pollera de bambula, mis trenzas y mis sahumerios eran también el bote de Apolo en el que estaba metiéndome sin saberlo. La generación que me pisó la pollera, en cambio, cerraba un ciclo de orden opuesto, una época bacanal en la que lo colectivo, lo común, lo emocional, lo poético y lo sólido habían gobernado los corazones. Ese ciclo terminó con tanta sangre que no podemos concebir su volumen. Nos sumergimos en un río de lágrimas y sangre.
En el bote, uno se desprendía de los demás. No corría riesgo de amor o peligro. Nada era demasiado categórico, porque todo era demasiado relativo. Venía la posmodernidad.
Esto que se percibe histórico en el presente da vértigo, insomnio, palpitaciones. Evoca esa desestructura que nos sobreviene como individuos cuando nos pasa algo que no manejamos, que nos excede, que no terminamos de entender. Por un gran dolor o por epifanía. Hay de ambas cosas hoy en lo colectivo. Y probablemente no seamos capaces, cada uno, de acomodarnos a esto que se nombra como nuevo paradigma y que recorre la política, la economía, las creencias, la educación, las estéticas, el lenguaje, en fin, el esqueleto del mundo del que somos la carne.
Estuve acordándome de una frase que le escuché a Cristina Kirchner en la campaña electoral, y que me quedó enganchada en la mente como un enigma al que ahora le encuentro sentido. “Yo no soy muy posmoderna que digamos.” No eran tiempos posmodernos los que vendrían, sino éstos, tan post fujimorianos. El tiempo y todo lo que cabe en él, desde el llanto a la risa, el debate, la protesta, el análisis, el ataque, la marcha, el grito, la discusión, ha adquirido bouquet. Hay iconos por todas partes. Hay banderas. Hay himnos. Hay danza. Los no lugares se han vuelto lugares llenos de gente que expresa voluntades. El peso de los cuerpos ha vuelto a reinar triunfante en la desolación de los artificios en los que nos disolvíamos. La plaza y la calle reemplazan al shopping. Y recién ahora, con esta vibración colectiva un poco abismal que va en subida, uno siente que le pone fin al ciclo terrible que empezó hace tantos años.
Es un tiempo sólido el que nos toca. Y entre las muchas lecturas que pueden hacerse, se diría que son tiempos en los que conviven y compiten dos modos completos de hacer política. Digo completos porque no sólo definen a los representantes, sino también a los representados. El cambio de paradigma incluye un ejercicio de la ciudadanía que por un lado retoma tradiciones muy marcadas en los sectores populares argentinos, pero lo amalgama con nuevos fenómenos que cobija esta época y la caracterizan, como por ejemplo la participación activa de las minorías sexuales.
Es un momento en el que muchos sentidos diversos confluyen en un mismo punto. Un momento polisémico. En una entrevista que hizo Carlitos, el cronista de Duro de Domar, en la marcha del orgullo gay, una travesti dijo una frase memorable: “Yo creo que Cristina es de alguna manera una Presidenta trans. Porque se sale de todos los catálogos”. Vaya inesperada honra que le cabe a una presidenta que, a su vez, puede recibir esa definición como un halago. Ser trans. Quizá sea una aproximación pertinente y todos seamos trans de alguna forma, como los dirigentes sociales o los diputados que se dejaron ver en la marcha, los que apoyaron el matrimonio igualitario. El nuevo ciclo requiere mentes un poco trans, si por ello se entiende el modo en el que fue usado: salirse de los catálogos.
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