› Por Juan Forn
Hay esperanza para Pomelo: Keith Richards cobró siete millones de dólares por escribir su autobiografía. Escribir es un decir: en su caso, el mero hecho de acordarse de algo ya es una hazaña. Y ésa es la primera frase de su autobiografía: “Malas noticias para algunos; lo que creía olvidado resulta que me lo acuerdo”. ¿Cómo funciona la memoria de Richards? De la siguiente manera: su amigo, el periodista James Fox, entrevistó a diferentes personas del pasado de Richards y rescató del desván familiar un manojo de cartas y un diario íntimo de adolescencia. El material funcionó como la magdalena de Proust: Fox empezó a leerle a Richards en voz alta, los herrumbrados engranajes de la memoria de Keith experimentaron un inesperado corcoveo de reconocimiento, y el resto fue soplar y hacer botellas, es decir: grabar la voz de Keith y hacer el libro. Dice Fox que cuando terminó de desgrabar y ordenar el material, se sentó de nuevo con Richards. El leía, Keith corregía verbalmente y él anotaba. Fox agrega a quien quiera creerle que las correcciones verbales de Richards eran notables. Exhibían la sapiencia del músico veterano de mil grabaciones: buscaban darle al texto ritmo y respiración, que no tuviera nada de más y tampoco nada de menos, como los proverbiales solos de guitarra de Richards. Sólo que este solo dura 547 páginas. En cuanto al título, Fox sugirió dos. Cuando Richards oyó el primero (Keep it Dark), le pareció perfecto para su próximo disco. Al oír el segundo (My Life), dijo a Fox: “Si le sacás el My, tenemos título para el libro”.
Como era de esperarse, en cuanto se supo que Richards contaba montones de cosas sin pelos en la lengua, el libro explotó en las listas de best–sellers a principios de mes. Pero la sorpresa mayor no la dieron las ventas, ni los titulares amarillescos que suscitó (“¡Dice Keith que Mick la tiene chiquita, aunque calce tremendo par de bolas!”): lo inesperado fue la unánime celebración crítica del libro, desde su relato dickensiano de infancia hasta sus reflexiones y consejos sobre música, pasando por el hipervívido desparpajo confesional de los años heroinómanos y post-heroinómanos en los Stones. ¿Por qué quiso meterse Keith Richards con su leyenda? Porque tenía una historia mejor para contar, dice él: la verdad. O sea: es mentira que se cambió la sangre en Suiza (fue en Rumania y en realidad él cree que se la sacaron toda, y por eso le quedó ese aspecto de momia disecada); es mentira que esnifó las cenizas de su padre (eran las de su madre, y eso fue después de haberla acompañado en sus últimos instantes, tocándole suaves canciones en guitarra hasta que ella abrió un ojo y le dijo: “Estás desafinando mal, hijo”); es mentira que una vez estuvo siete días despierto (fueron en realidad nueve: “Durante más de treinta años dormí de promedio dos noches por semana, de manera que puedo decir que he vivido el equivalente de tres vidas enteras”); es mentira que, durante el concierto de Altamont, interrumpieron “Under my Thumb” al enterarse de que unos Hell Angels drogados acababan de acuchillar a la chica Hunter (el episodio merece apenas dos párrafos en el libro, el segundo de los cuales termina así: “La primera fan muerta de los Stones fue una chica que se cayó o se tiró del superpullman a mediados del ’64. En el ’69 ya lo había visto todo, nada podía hacerme dejar de tocar”).
No es mentira, en cambio, que desde hace años le dice “Brenda” a Jagger (en otros momentos fue “Su Majestad” y luego “Disco Boy”) y que hace más de veinte años que no pisa su camarín. “Desde el principio se me hizo difícil la fama. Era más fácil enfrentar al público colocado. Pero si hubiera sido sólo eso, con Jack Daniels habría alcanzado. Así que la respuesta debía ser otra. Creo que fue para no ser una estrella pop. Muy difícil de manejar el asunto. Era más fácil con heroína. Mick, en cambio, eligió la adulación, que es bastante parecida: una evasión completa de la realidad.” Richards dice que dejó la heroína en 1978, cuando vio los efectos que tenía la sustancia sobre Anita Pallenberg, madre de sus hijos; y que dejó la cocaína en 2006, después de caerse de una palmera en las islas Fiji y terminar con una placa de metal en el cráneo tras una complicada cirugía (“Aunque en realidad creo que lo hice porque la calidad de las drogas se fue poniendo cada vez peor. Estoy esperando que inventen algo interesante. Acá me tienen si necesitan un conejillo de Indias”).
En una de las mejores confesiones del libro dice que la historia se vuelve aburrida desde los ’80 para acá, como sucede invariablemente con todas las buenas historias de los ’60. En otra cuenta que el riff de “Satisfaction” se le ocurrió cuando estaba durmiendo: alcanzó a manotear una guitarra y apretar “record” en el grabador a sus pies y cuando se despertó –catorce horas después– y escuchó la cinta, había tres acordes que se repetían tres veces, seguidos de veintinueve minutos y medio de sonoros ronquidos. También reconoce sin empacho que, desde Exile on Main Street, los Stones dejaron de ser la mejor banda del mundo, y que entre 1982 y 1990 no salieron de gira, y que entre 1985 y 1989 no sacaron un disco porque él no servía para nada y porque Mick empezó a sufrir del Síndrome del Vocalista (“Perdió la fe en su talento y quiso imitar el talento ajeno. Por eso digo siempre que sus discos solistas son como el Mein Kampf de Hitler: todos tienen una copia, pero nadie la abre para ver qué hay adentro”).
Hay quienes dicen que lo único que le queda de cool a Keith Richards a esta altura del partido es no haberse muerto, a pesar de encabezar durante dos décadas seguidas el ranking de estrellas de rock con más posibilidades de no llegar vivo a fin de año. Hay quienes dicen que su historia se reduce a un solo propósito: cómo se hace para no alcanzar la mayoría de edad hasta ganar el suficiente dinero como para que eso sea innecesario. Hay quienes dicen que es una bandana humana que lleva por lo menos veinticinco años sin hacer nada interesante. Pero en cuanto escuchan uno de sus inconfundibles riffs de guitarra en alguno de los discos viejos de los Stones, casi todos ellos empiezan a sentir cómo se les disuelve entre los dedos el desdén que les despierta el Keith Richards actual. Y él parece saberlo mejor que nadie: “Sigo sintiéndome más músico que famoso. Porque la música es una adicción más poderosa que la heroína. Yo pude dejar la heroína, pero no puedo dejar la música, o no puedo dejar que me deje, porque es mi manera preferida de caminar por la cuerda floja”, dice en el final del libro, y una vez más consigue que los descreídos y los infieles vuelvan a ser sus fanáticos de otrora, al menos mientras dura ese largo riff de 547 páginas que es su biografía.
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