› Por Rodrigo Fresán
UNO Wikileaks no ha filtrado aún cables top-secret entre J. K. Rowling y Stephenie Meyer pactando noche de amor entre el mágico Harry Potter y la crepuscular Bella Swan. Pero –falta poco, falta menos– todo llegará. Mientras tanto, los suplementos culturales de ABC, El País y La Vanguardia de la semana pasada dedicaron tapas y abundantes páginas al boom de la “literatura infantil y juvenil”, al libro como nuevo objeto de deseo juguetón y al crossover de novelas y relatos de moda que vuelan por los aires y muerden el cuello de ese lector fronterizo entre el moco y el acné, entre el hábil manejo del florete y el escote revelador y el beso apasionado. “A leer que se acaba el mundo” parece ser el mandato. Y abundan por todas partes las voces conmovidas ante el paisaje de pequeñuelos entrando a librerías para comprar libros en los que el lobo feroz ha dado paso al atlético hombre lobo y de grandulones en busca de algo que los aleje del mundanal ruido y los devuelva a aquel tiempo en el que todo era tan fácil y el único castigo posible era el de irse a la cama sin postre sabiendo que el postre –como el dinosaurio– seguiría estando allí a la mañana siguiente.
DOS Pero la lectura de los suplementos antes mencionados revela –por debajo de tanta epifanía– la felicidad desesperada de los muy golpeados por la crisis de editores y libreros que se aferran, ahora, al madero que salió de ese árbol con el que se fabrican tanto libros como árboles de Navidad. Y, sí, Papá Noel y los Reyes Magos no existen, pero los números no mienten: en el 2009 el consumo de ficciones para pequeños y no tanto creció un 11,9 por ciento en volumen y un 11,4 en valor. Ni más ni menos que casi el triple que el total del sector del libro con respecto al año anterior. El asunto no es estrictamente español. Es mundial. Y, otra vez, “¡Campanas al vuelo! ¡Los niños vuelven a leer! ¡Felices fiestas!” Una explicación menos lírica del fenómeno y, me temo, más ajustada a la realidad, tiene que ver con el hecho de que el objeto/máquina libro lleva el estigma de ser lo primero que se sacrifica en el nombre del ahorro pero, también, sigue siendo más económicamente unplugged que una Wii a la hora de cumpleaños mortales y divinos. Y otro detalle a tener en cuenta –y por el que todos los implicados parecen pasar de puntillas– es el de, ok, se lee más pero... ¿se lee mejor? O para ser más claro: ¿se leen los mejores libros o, apenas, los mejores productos? Desconozco el volumen de ejemplares que siguen facturando nombres como los de Heathcliff, Holden Caulfield, Huckleberry Finn, Ahab o Padre Brown. Quiero imaginar que es una cifra saludable que se mantiene vigorosa y estable más allá de las modas. Y que, cuando el viento de la Historia y de las historias arrastre lejos a chupasangres de pómulos marcados y a niños con pijama a rajas, todos ellos seguirán allí: perdidos en New York, naufragando en el Pacífico o flotando por el Mississippi, corriendo entre nieblas eternas aullando “¡Catherine!” o levantándose la sotana para correr más rápido tras Flambeau.
TRES Después, enseguida, está el tema de por qué los jóvenes lectores de hoy prefieren hechizar en castillo o beber sangre antes que salir al camino y comerse el mundo. Y hubo un tiempo en que uno abría sus primeros libros (en realidad los abrían los padres para leerlos, para que los memorizáramos, para que pudiésemos recitarlos palabra a palabra) y de allí brotaban princesas y brujas y dragones. Después, la fantasía de los cuentos de hadas quedaba atrás para ser suplantada por jóvenes a los que se les abría la puerta para que salieran a jugar al juego de la realidad: Heidi y Tom Sawyer, las Mujercitas y los Hombrecitos, el tesoro de Long John Silver y el Nautilus del Capitán Nemo, y acaso las primeras grandes novelas inquietantes con la que nos cruzábamos: la desenfrenada Cumbres borrascosas de Emily Brontë, El conde de Montecristo de Alejandro Dumas y la muy irónicamente titulada Grandes esperanzas de Charles Dickens, donde ya se nos advertía de los inflamables riesgos del amor y de los dolores del crecimiento y de la sed de venganza como fuerza existencial. Y –con las tormentas de la pubertad y de la adolescencia– se accedía a la duda y el sentirse irreal ante la realidad. La voz insatisfecha del ya invocado Holden Caulfield en El guardián entre el centeno siendo expulsado de su colegio, casi enseguida, irse a cuestionar a todo y a todos con la ayuda de Hamlet, El extranjero, El lobo estepario, los escolares náufragos de El señor de las moscas y los viajeros insomnes de En el camino, el nuevo rico en caída Jay Gatsby o el aristócrata que se iba por las ramas en El barón rampante. Gente complicada, gente como uno, gente que no creía en monstruos pero sí en la monstruosidad acechando en las sombras de sus propias almas.
Pero no hace mucho algo muy extraño ocurrió y los jóvenes –acaso necesitados de huir de los compromisos y demandas del mundo exterior– decidieron cambiar los términos de la ecuación y optar por el sentirse muy reales y tanto más seguros dentro de un contexto absolutamente irreal.
Bienvenidos a Hogwarths o a Bon Temps o a Forks y, sí, por si no lo sabían: la juventud es una edad terrorífica.
CUATRO No se culpe a J. K. Rowling. Ella no fue más que una madre en apuros que, sin imaginarlo, desencadenó uno de los éxitos editoriales más impresionantes de los últimos tiempos. Con la creación de Harry Potter, Rowling fue celebrada como la responsable de que los jóvenes volvieran a leer, pero también condenada como la culpable de que los jóvenes leyeran sólo a Harry Potter o a algún derivado de su receta. Y ahí seguimos. Harry Potter sigue facturando (siguen llegando niños a su fiestita), la camarera sureña Sookie sigue apretando con su novio no-muerto en True Blood pero, básicamente, lo que interesa y lo que se desea es descubrir al próximo alumno estrella de esa academia brujeril o a los siguientes colmillos afilados que salvarán a ese editor que se jugó por aquel manuscrito al que todos rechazaron. Y la historia suele contarse con la misma sonrisa de la nueva súper-modelo que recuerda frente a las cámaras lo fea y larguirucha que era en su adolescencia (es decir, anteayer) y lo mucho que se burlaban de ella las despiadadas cheerleaders de su secundario en un pueblo llamado Bad Vives o algo así.
CINCO Lo que nos devuelve a lo del principio: al tesoro enterrado y al retrato en el altillo. Lo del crossover y todo eso. La piedra filosofal y el vellocino de oro del mundo editorial. El arca perdida que todos buscan. El espécimen apto para todo público y que, además, resista el paso de las generaciones en el tiempo y de la degeneración de lo in y lo out. Y el puente entre lo infantil y lo adulto será siempre un puente sobre aguas turbulentas y aquellos que no se quedaron a mitad de cruce o se cayeron al agua y se ahogaron se cuentan con los dedos de una mano. ¿Salinger otra vez? ¿Matar a un ruiseñor? ¿Tolkien? ¿Fahrenheit 451? Hay más, seguro. Pero no hay muchos más... De ahí que algunos más o menos listos hagan trampa por atajos en botes inflables (John Grisham acaba de lanzar una serie de thrillers legales con héroe adolescente) o busquen refugio en fulgores del pasado reflotando personajes clásicos en contexto moderno. Y no olvidar nunca el neo-gótico hormonal de autoras como Anne Rice y V. C. Andrews bastante antes de que todo esto fuera milagro y de que las alucinaciones de Bret Easton Ellis devinieran en las consumiciones de novelitas basadas en la serie Gossip Girl.
Y, de acuerdo, hay y –de solidificarse el síntoma– siempre habrá algo de conmovedor en la postal de padres e hijos leyendo y compartiendo y comentando el mismo libro. El problema –editores del mundo– es qué pasará si ese chico nunca llega a leer Madame Bovary porque su heroína se aburre. Y si ese adulto decide que Anna Karenina tiene demasiadas páginas y mucha realidad y opta por su recién aparecida versión robótica, Android Karenina –que, me dijo alguien a quien respeto o a quien respetaba– “no está nada mal”.
Las fórmulas mágicas, las recetas perfectas, suelen venir escritas con letra pequeña y cláusula que todo lo altera. No olvidarlo nunca: los guapos vampiros diurnos de la saga Crepúsculo vivirán, siempre, habitando una eterna adolescencia. Es decir: se la van a pasar yendo al colegio por los siglos de los siglos y leyendo los mismos libros, obligados por un profesor de literatura que alguna vez –en otro planeta, cuando era tan real y realísticamente joven– soñaba con escribir esa Gran Novela Americana para Grandes Lectores, sin importar su edad.
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