CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Acabo de enterarme de que hoy se cumplen cien años del nacimiento de John Sturges. Había nacido en Ohio el 3 de enero de 1911 y murió en el verano del ’92 en California, a los 82, al sol y retirado de su maravilloso oficio. John Sturges fue o es un director de cine norteamericano –no confundir con Preston Sturges, que además era seudónimo– al que muchos le debemos, seguramente, algunas de las horas más felices que hemos pasado frente a la pantalla. En mi caso, calculo, mi deuda agradecida con Sturges es de siete horas. Eso es más o menos lo que suman –en un largo programa continuado– Conspiración de silencio (1955), Duelo de titanes (1957), Siete hombres y un destino (1960) y El gran escape (1963). Y paro ahí.
Todas estas películas puedo y suelo verlas por TCM o en video las veces que se me cruzan (y he repetido bastante la experiencia) pues me basta para quedarme pegado con el pantallazo de una escena: verlo al manco Spencer Tracy de traje oscuro y sombrero bajar del tren y caminar bajo el sol en el caserío hostil y polvoriento de Black Rock; asistir junto a Yul Brinner al reclutamiento de la media docena de mercenarios sensibles –del mestizo Bronson al filoso Coburn–, para llegar a siete e ir a defender el desvalido pueblo mexicano maltratado por Eli Wallach; acompañar a Steve McQueen en la infructuosa escapada en moto y a campo traviesa perseguido por los nazis sin poder llegar nunca a Suiza; y –sobre todo y sobre los títulos en tipografía western– escuchar la voz estentórea, alevosa del tano Frankie Laine atronado con la balada del OK Corral que convoca a Burt Lancaster y Kirk Douglas a repetir codo a codo una vez más el tiroteo memorable. Sturges nunca te defrauda.
Pero esta felicidad de hoy, espectador frente a la tele desde el living o la cama, es de la misma naturaleza que el placer que me provoca escribir estas líneas sobre aquellas películas: reconocer la vigencia de una emoción verdadera. Y las ganas de transmitirla. Sin embargo, nada se puede comparar al acto genuino e inaugural de la primera vez, que sin duda entinta y condiciona la mirada actual. Y ahí cabe subrayarlo: las siete horas de aventuras con John Sturges forman parte de la experiencia no de este veterano que no acepta ser acusado de nostálgico, sino de un pibe curioso que leía todo y un adolescente enfermo de historietas de aventuras. Y eso es lo que quiero reconstruir.
Entre los once y los dieciocho años, las vi a las cuatro –junto a todo lo de género que se ponía, en una época gloriosa para el western y el cine bélico– casi siempre cuando se estrenaron, en Cinemascope, color y probable “sonido estereofónico”. Eso era muy nuevo. Después uno se enteraría de que Sturges tiene fama de haber sido el primero que le dio buen uso expresivo al mastodonte técnico, la pantalla interminable creada para competir con una tele que todavía muchos no conocíamos. En cines grandes, como el Opera y el Ambassador de Mar del Plata, e incluso en más modestos como el San Martín de Coronel Dorrego, la oscuridad, el clima, el sonido y la envergadura envolvente de las imágenes poderosas creaban un ambiente ceremonial. Por eso y desde entonces, uno sabe que ir al cine no es (nunca ha sido) lo mismo que ver una película. Las literales revisiones sólo nos sirven para apreciar lo que no podíamos entender y envidiar la energía y disponibilidad espiritual que tuvimos entonces.
En detalle, Conspiración de silencio (Bad day in Black Rock) la debo haber visto en programa doble, de reestreno, o en algún día de acción con programa triple en el Atlantic cuando iba a cuarto grado, aunque debe haber sido inconveniente para menores de catorce. Era como una de cowboys, pero ahora. Y todo pasaba en un pueblo que eran tres casas. Es impresionante, pero seguro entendí poco. No recordaba el nudo, la cuestión del japonés asesinado, pero la pelea de Tracy en el bar, cuando lo destroza a Ernest Borgnine con una sola mano, sí. Me acordaba del detalle de la salsa en la comida para provocarlo. En YouTube está la secuencia entera, que termina con la charla con el malvado Robert Ryan. Dura más de cinco minutos. Oesterheld escribía cosas así. Y Tracy era un monstruo.
Duelo de titanes (Gun fight in OK Corral) nos dejó hablando días. La vi en el estreno y en cine grande, iba a sexto grado. No tenía idea del mito fundado en el tiroteo del 26 de octubre de 1881 en Tombstone, ni de que la historia de Wyatt Earp y Doc Holliday ya había sido tratada; tampoco, que el guión de León Uris y la dirección de Sturges debía lidiar con el recuerdo de la joya previa de John Ford. Pero estaban Burt Lancaster, acá más serio, no como en Veracruz de Aldrich (las recuerdo juntas) y Kirk Douglas con bigotes y de negro, medio enfermo. Había una amistad y un duelo largo y complejo, retardado. Pero sobre todo te sorprendía la música, de salida nomás, que era algo nuevo al ponerse tan adelante. Era el poderoso Dimitri Tiomkin –sabríamos después– que hacía camino incluso para los Morricone que vendrían, en combinación con el efectivo Frankie Laine, que ya lo teníamos de High Noon y de los discos.
Siete hombres y un destino (The magnificent seven) ya nos agarró más grandes, con quince, a mediados del secundario. Entendimos más. Incluso la música, otra vez, en este caso la de Elmer Bernstein, inventaba el sonido Marlboro (épico, cálido, típico y sinfónico), ya te sacaba a pasear. Lo novedoso era el planteo con protagonismo múltiple: una serie de pistoleros rápidos y no demasiado recomendables metidos mercenariamente en una misión noble. La fórmula funcionaría muy bien por décadas, pasando por Aldrich y llegando hasta el penúltimo Tarantino. No sabíamos que era una remake de Siete samurais, de Kurosawa, trasladada a la frontera mexicana. Claro que mientras todos los guerreros que convocaba Mifune eran parecidos, acá, el pelado Brinner –que solía hacer de rey de Siam o Ramsés y era una rareza como cowboy inexpresivo y calvo– juntaba media docena de tipos nuevos que resultarían memorables. Parece increíble: Steve McQueen, Charles Bronson, el flaco James Coburn, Robert Vaughn (el agente de Cipol), el alemán Horst Buchholz (que solía aparecer de ruso y de uniforme) y un menos afortunado Brad Dexter. Incluso debutó como malo proverbial y nuevo arquetipo jocoso y desprolijo para todos los sesenta y el spaghetti western, el gran Eli Wallach. Nos maravilló toda la secuencia previa de rejunte de tipos –que reaparece en Silverado, en Los Imperdonables– y el final, pese al tono festivo por momentos, con más caídos que sobrevivientes tras la misión cumplida.
El gran escape (The great scape) nos agarró justo a los 18 o 19, cuando empezábamos la facultad, cuando recién conocíamos Buenos Aires, cuando habíamos dejado de leer aventuras para pasar a la literatura a secas, y empezábamos a frecuentar los cines de arte: tanos, rusos, los franceses de la nouvelle vague. El snobismo y el desdén por “lo comercial” suelen ser una etapa necesaria, parece. Veíamos poco cine yanqui. Sin embargo, El gran escape, la historia agridulce de la fuga masiva de oficiales aliados de la prisión modelo nazi Stalag Luft III en 1944, la disfruté sin pudores. Claro: los alemanes eran demasiado boludos –tanto como los de Combate que mataba Vic Morrow como moscas–, pero fue hermoso reconocer la repetición/ampliación de la fórmula del protagonismo múltiple con un reparto inglés-yanqui increíble –de Attemborough y Pleasense a los repetidos McQueen, Coburn y Bronson más el tonto de James Garner– y acompañar toda esa primera parte, casi un juego, con la construcción de los túneles, la organización de los detalles de la fuga, los artilugios ingeniosos y –otra vez Bernstein– la música: la popularidad de la marcha que silban los prisioneros sólo tuvo, entre nosotros, parangón con Coronel Bogey, la de El puente sobre el río Kwai.
Lo increíble, leyendo la historia real en la que se basó libremente la película y volviendo a verla incluso, es la capacidad de Sturges para contar en un tono aventurero luminoso, casi de comedia, lleno de energía, inteligencia y buena salud moral; una penosa tragedia, un tenebroso crimen de guerra. De los setenta y pico zafan tres. Y como tributo de la Aventura a la Historia, queda el dato de la dedicatoria final del film, a los cincuenta recapturados y exterminados fríamente por la Gestapo.
Amigo John Sturges, me quedo escuchando a Frankie Laine, a su memoria.
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