Mié 05.01.2011

CONTRATAPA

De padres a hijos

› Por Mario Goloboff *

Todo lo que de dramático puede encerrar este vínculo, en especial para nosotros, después de los tiempos y acontecimientos vividos durante los pasados años, cede o se aliviana, aunque sea de modo transitorio, ante los melodramáticos choques familiares exteriorizados en la Ciudad o los no menos escénicos intentos de forzada identificación facial, vestimentaria, mobiliaria, ambiental y discursiva en la política nacional, por lo que no parece extraño que lo primero en venir a la mente con las palabras del título sea aquella película italiana que buena taquilla dio en estas generosas pampas: Padri e figli.

Y tenía que ser un realizador peninsular, y en este caso uno de los más mordaces, Mario Monicelli (recientemente suicidado, con lo que parece subrayarse hasta qué punto era crítico y doloroso su humor), quien se ocupara del tema en un filme que ya anda por los cincuenta años. Quién sino él, el de los Totò, el de Brancaleone, el de los papas que se excomulgan mutuamente, el del enano que al morir descubre que hay un paraíso para enanos donde él jamás será molestado. El de los héroes desgraciados de la Gran Guerra y el de los coroneles que sueñan con golpes de Estado complicadísimos. Cuatro escenas distintas, en aquella obra parental, recorridas por una enfermera común que va hilando dramas, entuertos, desaguisados livianos y pesados, siempre entre la tragedia y la risa. Argumentos donde el eterno conflicto, que comenzó con Adán y su omnipotente progenitor, se recrea, se revive, se actualiza.

Vieja y sólida prosapia tiene el tema. Sin ir demasiado lejos en los textos, Padres e hijos, la novela del gran estilista ruso Iván Turgénev, publicada en 1862, venía planteándolo como conflicto existencial, a la eslava, con emotivas resoluciones. Un padre viudo, poco ocupado, salvo entre un amor de la vejez y las inquietudes que le motiva su propiedad rural después de la abolición de la servidumbre de la plebe, y un tío, antiguo oficial de la guardia zarista, que ha dejado las filas a consecuencia de una historia pasional y se ha ido a vivir al campo, componen la vieja generación contra la cual se choca Bazarov, adalid de la nueva. Final trágico tiene el enfrentamiento, creo recordar; trágico, aleccionador e infeliz.

Y después, quién de nosotros no se valió durante su juventud para enfrentar al progenitor, siempre menos avanzado que uno, naturalmente, de aquel minucioso documento que jamás llegó al destinatario, la Carta a su padre, del muy crítico hijo Franz Kafka, lleno de menudas y mayoritariamente injustas aseveraciones, y de afirmaciones obsesivas y destructivas en las que se solaza la prosa penetrante y afiebrada de uno de los mayores escritores de la humanidad. Lo que en tierras nacionales encontró magnífico correlato en nuestro enorme Roberto Arlt, quien sin haber leído a Kafka y sólo por su propia experiencia (que le bastaba y sobraba), hizo del Erdosain de Los siete locos un hijo reducido y sometido por aquel padre malvado (“quien comenzó este feroz trabajo de humillación”), el cual, para mejor torturarlo ante un comportamiento que consideraba una falta, amenazaba y sentenciaba a su hijo: “mañana te pegaré”. “Siempre era así, mañana, ¿se da cuenta?, mañana. Y esa noche dormía, pero dormía mal, con un sueño de perro, despertándome a medianoche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día”.

Claro que en una sociedad que ha vivido lo que la nuestra (no un “proceso”, como suele todavía desaprensivamente decirse, sino un abismo abrupto y sangriento, un corte brutal, una catástrofe), el tema de las generaciones no puede tomarse a la ligera ni, ya, como un problema meramente individual: todos somos, aquí y ahora, responsables de reparar la discontinuidad, el quiebre de esa línea, la ruptura en la génesis natural, ocasionados por el despotismo y la barbarie. Con su secuela de pérdidas, de desencuentros, de apropiaciones, de falsificaciones, de negaciones que todavía a diario estamos viviendo. Una ruptura y una alteración feroces que guardará definitivamente nuestra historia y que hace escribir a Juan Gelman, dando vueltas la cronología y adaptándola a estos terribles tiempos en la voz del hijo a la madre: “mecer tu cuna/lavar tus pañales/para que no me dejes nunca más/.../¿y sin embargo/y cuando/y yo tu sido?/¿vos en yo/vos de yo?”.

Es, pues, un serio asunto que sacude nuestra civilización occidental. Que incita a la reflexión y lleva a revisar viejos antagonismos y también viejas asimilaciones, las cuales, a veces, no tienen sino el mismo signo: de tal padre tal hijo o de tal palo tal astilla, todavía más dulce y protector, claro está, que cría cuervos y te sacarán los ojos. Así, suceden en la América latina actual casos tan llamativos como el de Alvarito Vargas Llosa, quien amplifica, con mucho menos talento, los desplantes históricos de su padre, o el del heredero y director de El Nacional de Caracas, Miguel Henrique Otero, antiguo militante del MIR, desdecidor de la gran pluma de Miguel Otero Silva, uno de los mejores exponentes de la literatura social de su país. Variantes menos versátiles que la de los Edwards chilenos, menos culposas que la de los Patiño bolivianos, mucho menos interesantes que la de los Cárdenas mexicanos. Y que, en nuestro fértil suelo, conduce a preguntarnos por ciertos ensayos de imitación o apresurada clonación de parte de quienes alguna vez se quisieron políticos “radicales” y, varios, hasta “antipersonalistas”, preparativos que parecerían ir saliéndoles no del todo mal, aunque aún dista de verse si saldrán del todo bien.

Porque no estamos frente a una relación simple y sobre la cual puedan establecerse juicios fáciles. Quienes además de ser hijos somos a la vez padres sabemos que la transmisión de ciertas capacidades y conductas, de ciertos valores, es la más complicada y la más dificultosa de las enseñanzas. Y ello, porque esos legados no se pasan, como otras materias más tangibles, sólo con la sangre y con la ley sino por otros canales menos evidentes, más abstractos. Y más contradictorios: también hay que tener en cuenta virtudes y defectos propios que no proceden de los mayores sino de uno mismo o del ambiente. Ya que no se trata solamente de ver qué se transmite sino también quién, qué personas, instituciones, medios, autorizados o no, educan, forman, informan, comunican. Y más indirectos: a veces no vienen con la consanguinidad y sí con vínculos acaso más fuertes: los del amparo, la protección, el amor.

De cualquier manera, en aquellos acompañamientos, asunciones, identificaciones (que a veces son mero apoderamiento y aprovechamiento) de las obras, los trabajos y los prestigios paternos, se está bien lejos del cumplimiento del deber filial, tan plenamente asumido en la fundación de nuestra cultura latina por Eneas, salvando sobre sus hombros al viejo Anquises de la Troya incendiada. Y lejos, igualmente, de confortar el nombre que se hereda y la imagen de la figura que se asume por encima de intereses y ambiciones estrictamente actuales, personales o grupales.

Más probablemente, correspondiendo a una inversión también muy propia de ciertos estamentos sociales y de ciertas costumbres, simétrica y opuesta a la imagen virgiliana: la del padre con el hijo a horcajadas sobre él, sin rastros de la presencia de la madre mediadora, en una sociedad tenazmente viril, arcaica. Esta opaca situación, o una muy parecida, ya la lamentaba y advertía el dolorido Julio César, hijo a su vez del infinito William Shakespeare: “La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores”.

* Escritor, docente universitario.

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