› Por Mempo Giardinelli
Días atrás, escribiendo sobre Adolfo Bioy Casares en mi blog, encontré una joyita en mi biblioteca: un ejemplar de la primera edición de Luis Greve, muerto, de 1937, con una afectuosa dedicatoria de Bioy a Juan Filloy. Fue un regalo que me hizo Don Juan en el ’85, cuando desguazaba su biblioteca de Río Cuarto.
El hallazgo –quizás debiera llamarlo reencuentro– me invitó a releer a Bioy y a otros libros y autores, como sucede siempre que uno recorre su propia biblioteca y se detiene al azar –el maravilloso azar– y curiosea este o aquel volumen en tal o cual anaquel. En esa práctica, uno se encuentra con lo que anotó al margen durante las primeras lecturas.
Eso hice ahora, y es curioso lo que sucede: veinte o treinta años después muchas de esas glosas, comentarios y hasta signos de interrogación o admiración, al margen o al pie de ciertas páginas, pueden resultar incomprensibles. Es como si de pronto uno se viera forzado a discutir consigo mismo, aunque la discusión, más precisamente, sería entre el que uno es ahora y el que fue décadas atrás.
Como sea, esta vez pasé de Bioy a Soriano, el inolvidable Gordo de cuyo fallecimiento se van a cumplir en estos días catorce años. Osvaldo fue uno de mis más queridos amigos, el colega con quien en 1969 empezamos la aventura porteña (él venía de Tandil, yo de Resistencia) en la revista Semana Gráfica que editaba la hoy desaparecida (en Argentina) Editorial Abril. También fue el compañero con quien tomé el último café antes del exilio; el camarada y “correspondiente” que tuve por años en Bruselas y París, y el compinche de muchas noches de ginebra y cigarrillos en las avenidas Córdoba y Corrientes, en La Boca y Barrio Norte.
Evoqué de pronto la indeclinable admiración que Osvaldo sentía por Bioy y por su obra, algo que yo entonces (comienzos de los ’90) le cuestionaba duramente. No podía dejar de ver a ABC como una especie de cajetilla ilustrado, apadrinado convenientemente por su amigo Jorge Luis Borges, quien casi deportivamente se esforzaba por colocar a “Adolfito” en un sitial, para mí, literariamente inmerecido. En mis lecturas no dejaba de reconocerle méritos a su obra, desde ya, pero era la irregularidad de su producción lo que me parecía más cuestionable. Sin dudas que El sueño de los héroes, La invención de Morel y Diario de la Guerra del Cerdo eran novelas preciosas, pero a sus cuentos los encontraba siempre inferiores, al menos, a los de Silvina Ocampo y el propio Borges. Y me chocaba su ligereza al publicar obras tan débiles como La aventura de un fotógrafo en La Plata.
Osvaldo, en cambio, defendía a ABC con esa pasión que caracterizaba cada uno de sus apegos y entusiasmos. Lo leía y releía, lo citaba admirativo y criticaba en mí lo que él llamaba mis prejuicios. Por mi parte, admitía que Bioy me caía simpático e incluso reconocía su extrema amabilidad y la elegante inteligencia que desplegó ante mí cuando lo entrevisté, en su casa de la calle Posadas, en enero del ’89 y para la revista Puro Cuento. Yo había hecho en el número 15, creo, una descripción de ABC que a Osvaldo le gustaba mucho, así como los contenidos de aquella conversación, reproducida después en mi libro Así se escribe un cuento y bajo el título de una aguda frase de ABC: “Yo quiero que las palabras sean transparentes”.
Ahora, al releer mis propias, viejas glosas en los libros de ambos que atesoro en mi biblioteca, de pronto tuve una curiosa doble sensación: la espantosa del implacable paso del tiempo, que se llevó a esos dos grandes escritores; y la celebratoria del reencuentro en esta materia eterna que llamamos literatura.
Y en el reencuentro me saltó una frase de Memorias. Infancia, adolescencia y cómo se hace un escritor (Editorial Tusquets, Barcelona, 1994), libro e idea de ABC que Osvaldo adoraba: “Convencer a los escritores argentinos del encanto y los méritos de las historias que cuentan historias”.
Esa sola sabiduría, entre las muchas de que están preñados los libros de estos dos grandes, uno de los cuales fue mi amigo, me lleva a entender, demoradamente, por qué Osvaldo Soriano admiraba tanto a Bioy.
Aunque lo discutimos tantas veces, debo reconocer ahora que quizás entonces yo no entendí bien al Maestro de la calle Posadas. Lástima que ya no esté el querido Gordo para decirle que tenía razón. Valga este texto como un reconocimiento póstumo a los dos.
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