› Por José Pablo Feinmann
Supongo que aún la mejor biografía de Brahms es la que Florence May publicó tempranamente, a unos pocos años de la muerte del compositor, en Londres, en 1905. Florence May era la llamada a realizar esta tarea. Alumna de piano de Brahms y de la inmarcesible Clara Schumann, conoció al gran maestro y lo admiró y lo veneró como toda Viena lo haría en primer término y todo el mundo después, o de inmediato, en seguida. Porque Brahms es uno de los más amados compositores de la historia de la música, una historia por la que transita lo mejor, lo más profundo y a la vez lo más elevado del espíritu humano, de lo poco bueno que la especie humana ha conseguido expresar de sí a través de ese campo de batalla y horrores interminables que es su historia.
No haremos su biografía, sino que transitaremos los nudos conceptuales con que se enfrentó su música. Bastará decir que nació en 1833 y murió en 1897. Que tuvo, como Beethoven, una infancia desdichada y un padre cruel. Que huyó en busca de su formación musical, ya que sabía para qué estaba dotado y que para eso había llegado a este mundo. Establece con Robert Schumann una relación de honda amistad, digna de dos espíritus privilegiados. Schumann estaba casado con Clara Wieck, una de las mujeres más fascinantes de la historia. Tenían siete hijos. Brahms se enamora de los dos. Y los dos –él y Robert– están enamorados de Clara. Schumann, paulatinamente, va enloqueciendo. Pero es el primero en descubrir el genio de Brahms. No bien éste llega a su casa y Robert le pide que toque alguna pieza de su autoría sale del recinto en busca de Clara: “¡Clara! ¡Clara! ¡Tenés que escuchar esta música! Es única”. Robert era generoso. Ya había presentado a Chopin en París con la célebre frase: “Señores, un genio”. Brahms se queda a vivir con los Schumann. Es una triste estadía porque Robert se desliza hacia las sombras de una enajenación sin retorno. Clara, que no sólo lo amaba, sino que era la gran intérprete de sus grandes obras, apenas si puede tolerar esa suerte. Ella había estrenado el Concierto en La menor, venerado por los pianistas de todos los tiempos. Nelson Freire dirá: “Es infinito. Lo tocaría eternamente”. Martha Argerich lo tocó por primera vez a la edad de diez años en el Teatro Colón y lo sigue tocando de uno y cien modos diferentes. En la edición de EMI Classics, Grandes artistas del siglo XX, toca el tercer movimiento a una velocidad tan inusual que lo transforma en algo totalmente nuevo, diferente. Le pregunté, cierta vez, a su amigo Martín Tiempo, por qué lo habría tocado tan rápido (¡hay que ver cómo hace correr a la orquesta!), y sencillamente me dijo: “Qué te puedo decir. Estaría apurada”. Lo toca Baremboim. Lo tocaron Arrau, Rubinstein, Ashkenazy.
Antes de conocer a los Schumann el joven Brahms había hecho una visita (que era casi obligatoria) al gran maestro Liszt, en Weimar, donde estaba el centro de la nueva música, que Liszt encarnaba y a la que se sumaría con su espíritu demoledor Richard Wagner. Liszt le pide que toque alguna pieza. Brahms se disculpa: ¿cómo animarse a tocar el piano ante Liszt? El maestro toma una partitura del joven, la pone en el atril del piano y la toca a primera vista. Era algo que hacía habitualmente. Mi maestro de piano –yo tenía apenas diecinueve años–, que era muy escéptico, cuando le conté la anécdota, rió y dijo: “¡Las veces que se habrá equivocado!” El que se equivocó con Liszt fue Brahms. Otras personas lo acompañaban en esa visita o fueron llegando durante el desarrollo de la misma. Alguien, por fin, le pidió al Maestro que tocara su monumental Sonata en Si menor. Liszt no era de hacerse rogar en este punto. Tocó la Sonata. En el pasaje más apasionado –donde el tema “Dios” se transforma en un torrente de octavas alucinógenas, lisérgicas– Liszt solía echar una ojeada sobre sus escuchas para ver el efecto que les producía. Mira a Brahms y Brahms... está dormido. No hay explicación para esto. Nadie la tiene. O estaba demasiado nervioso. O la Sonata lo noqueó. No creo que la guerra que se declara entre ellos tenga ese origen. Tiene otro, que ya veremos. Del modo que sea, cuando Brahms decide partir de Weimar visita otra vez a Liszt y el gran Maestro le regala una cigarrera. De Weimar –como dijimos– marcha hacia Düsseldorf. Ahí conoce a los Schumann. Ahí se enamora de Clara Wieck. Será un amor espiritual. Poco se sabe de la sexualidad de Brahms. Sólo conjeturas. No vale la pena detenerse en ellas.
Analicemos ahora la problemática estética de Brahms. Nunca dejó de sentir tras de sí la enorme sombra de Beethoven. Pero no rompe con él. Como Liszt, por ejemplo. O como Wagner. Que se consideran los abanderados de la nueva música. No hay nueva música para Brahms. Decide seguir las huellas de Beethoven. Se establecen así las famosas “tres B” de la música alemana: Bach-Beethoven-Brahms. Hay también, en la filosofía (la otra gran disciplina capaz de alcanzar las más altas cimas, según George Steiner), “tres H” indiscutibles: Hegel-Husserl-Heidegger. Este “tradicionalismo” de Brahms, esta negación de sumarse a la “vanguardia” habrá de acarrearle muchos problemas. El monumental Concierto N° 1 en Re menor para piano y orquesta se estrena el 22 de enero de 1859. Brahms al piano y Joseph Joachim en el podio de director de orquesta. Este concierto tiene un arranque sinfónico electrizante. Raro que no se haya utilizado en el cine, en un film de terror sobre todo. Y luego se desliza en forma clásica. Es un gran concierto pero exuda Beethoven casi en cada una de sus notas. En la sala estaba la pandilla de la nueva música. Lo silbaron y abuchearon a más poder. Posiblemente los hubiera enviado el mismísimo Liszt.
Esa sombra de Beethoven que mencionamos era coherente que paralizara a Brahms sobre todo en un género: el de la sinfonía. ¿Cómo componer una más luego de las nueve de Beethoven, luego de la Coral? Recién compuso la primera a los cuarenta y tres años y demoró cuatro en llevar a cabo la tarea. La hizo entre 1872 y 1876. Pero digamos la inexcusable verdad: ¡qué sinfonía! Es la cumbre del genio de Brahms y hasta diría que es la cumbre del genio sinfónico. El cuarto movimiento supera todo lo que Beethoven haya hecho en la materia y –aún respetando ad infinitum la grandeza de cada uno de ellos– supera también a Bruckner, a Mahler y hasta a Shostakovich. Recomiendo con ardor la versión de Wilhelm Furtwängler. Es un registro de 1952. No tengan prejuicios. Reflexionen sobre la complejidad del alma humana. Piensen que Furtwängler ejecutó esa sinfonía en la Alemania nazi, con camisas pardas entre el público, y uniformes negros de las SS y hasta con Joseph Goebbels en uno de los palcos. Imaginen que –seguramente– Goebbels saltó de su palco hacia Furtwängler para estrechar su mano. Vean la película de Iztvan Szabó basada en la obra Taking Sides de Ronald Harwood, donde Harvey Keitel hace un oficial norteamericano que somete a Furtwängler a un cruel interrogatorio, llamándolo despectivamente leader of the band. Vean que en el documental que reproduce en el final Szabó, Furtwängler, luego de estrechar la diestra de Goebbels, pasa a esa mano el pañuelo que tenía en la izquierda y se limpia, se limpia largamente. Vuelvo a Brahms: su “clasicismo” fue tan lejos o más que el “vanguardismo” de Liszt y de Wagner. Incluso Arnold Schoenberg escribió un ensayo revelador: Brahms, el progresista. Brahms fue tan genial que derrotó a todos sus fantasmas. Sobre todo a Beethoven y a la nueva música. (A Wagner, a Liszt, a Bruckner, todos grandes como él. ¡Liszt compuso una Bagatela sin tonalidad! ¿Sería ése el lugar que el gran Maestro le daba al atonalismo: la bagatela?) Siguió hasta el fin de su vida. El Concierto N 2 para piano, el casi imposible concierto para violín, el Quinteto para piano op. 25 (con su glorioso movimiento final “Rondó alla Zingarese”) y el Quinteto para clarinete Op. 115, cuyo primer movimiento bastaría para que le levantaran todas las estatuas que tiene en Viena y en todas partes. Estas obras de madurez exigen una meditación sobre la edad madura de los genios. Entre el Concierto N° 1 para piano y el N° 2 hay un abismo en reflexividad técnica, en control expresivo, y hasta en el desborde apasionado. Hay, además, en el final del tercer movimiento un increíble pasaje de música abstracta. En 1896 muere su amada Clara. Apenas si la sobrevive un año. El 7 de marzo de 1897 asiste a un concierto en su honor. Hans Richter dirige su Cuarta Sinfonía. Todos saben que lo están viendo por última vez. Florence May dice que las ovaciones fueron una muestra de amor sin medida. Brahms, ya moribundo, se despidió de la Viena que amaba y lo amaba. Murió el 3 de abril de 1897. Dato por completo irrelevante, suceso arrasadoramente superado por la inmortalidad de su música.
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