› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Lo sabe todo aquel que alguna vez haya frecuentado una redacción de periódico: las Fiestas son territorio complicado, semanas cortas, cierres veloces y, por encima de todo, una época en la que (suficiente con lo que la realidad ya se mete con uno) lo que menos desea uno es meterse con la realidad. De ahí las producciones encargadas de antemano sobre cuestiones artísticas, abstractas, aptas para todo público, prestigiosas y prestigiantes y, sí, más bien inofensivas. Es allí donde entran los siempre prácticos y siempre listos escritores. Juntemos unos cuantos y a ver con qué se salen ahora.
Ejemplo reciente: en su anteúltima edición el suplemento Babelia de El País encomendó la tarea a Leila Guerriero de –con su característica elegancia, buenos modales y perspicacia– preguntarles a varios narradores sobre su relación peligrosa o no con ese ecosistema llamado biblioteca personal. Y apenas seis días antes, en la revista dominical del mismo diario (la semana anterior ya había sido agotado el inevitable “Los 100 del año”) Jesús Ruiz Mantilla había vuelto a plantearle –a cincuenta firmas internacionales– aquella vieja y nunca del todo dirimida cuestión. “Por qué escribo: cincuenta escritores nos desvelan los secretos de su creación”, leí en la portada, sobre un muy bonito y lineal retrato de Gustave “Mot Juste” Flaubert a cargo de Eduardo Arroyo.
Y fue así como me puse a leer un puñado de más o menos inspiradas mentiras verdaderas.
DOS Aclaro: nada malo con el proceder anterior. Es más: todo lo contrario. ¡Alegría, alegría! A mí me encanta leer a escritores porque los escritores son, fundamentalmente, lectores. Y siempre preferiré lo que tiene para mentir un escritor antes que lo que tiene para mentir un político. Porque las mentiras de un escritor en cuanto a su proceder y modales son, siempre, partes inseparables de sus ficciones. Las mentiras de un político, en cambio, son gajes del oficio que consiste primero en hacérselas creer a sus votantes y después, cuando ya todo está perdido, creérselas él mismo mientras todo tiembla y se derrumba a su alrededor. Sí, sí: me refiero a él y a ella y a ellos.
TRES Y en la recopilación de frases con vocación de célebres reunidas por El País –está claro– había de todo: el aforismo redondo o más bien cuadrado, el poder de síntesis (el terrenal “Porque me gusta” de Umberto Eco o el empíreo “¿Por qué respiro?” de Carlos Fuentes), la frase broncínea e instantáneamente oxidada, la soberbia humildad (“Sinceramente, no lo sé. Nunca me lo he preguntado, ni al principio, que fue espontáneo, ni a lo largo de todos estos años. Hacerlo a estas alturas no creo que tenga interés, ni para mí ni para nadie. No es una respuesta bonita, pero es la que más se aproxima a la verdad”, confesó Eduardo Mendoza), la cursilería sin redención, la vanidad del vano (“Es fantástico dedicarse a algo que uno sabe hacer bien”, se pavonea Ken Follet), los que retroceden hasta la más tierna infancia y los que fantasean con la posteridad como parte de una hermandad cósmica, el que anuda estilo y estética como respuesta (“Ah, ya veo, vuelve la vieja y pérfida pregunta. Pero también podrían ustedes preguntarme por qué acabo de hacer una lazada en mis zapatos. Y también por qué no me he contentado con un nudo que, para el caso, me habría servido igual. Este tipo de habilidades no nos llaman la atención, por ser muy familiares. Pero, en algún tiempo remoto, un antepasado hizo la primera lazada. Nosotros no somos más que sus imitadores, un eslabón en la cadena ininterrumpida de la tradición. De modo que a quién habría que preguntarle por qué escribo es a ese antepasado, preguntarle por qué quiso ir más allá del nudo”, desenreda Enrique Vila-Matas), el ocasional y narcisístico fuera de lugar especialista en provocar vergüenza ajena, y la sabiduría casi zen de quien se sabe un maestro en un paisaje donde abundan los demasiados pequeños saltamontes: “Escribo porque no sé escribir”, susurró John Banville desde esa región literaria y mítica llamada Irlanda.
CUATRO Y, me consta, hay escritores (muy buenos escritores, incluso) que detestan este tipo de cuestiones así como las biografías de escritores, los diarios de escritores, los volúmenes de cartas de escritores y cualquier cosa que no sea la obra pura y dura, sin hielo ni jarabes de colores, de su escritor o escritores favoritos. No es mi caso. Pocas cosas me gustan más que leer sobre los que escriben y sobre cómo dicen escribir y leer los que escriben. Así, no dejo escapar volumen recopilatorio de los reportajes de The Paris Review: revista que se estrenó en 1953 con entrevista a E. M. Forster, después consiguió una con Hemingway y, enseguida, ya eran el insuperable modelo de la forma y siguen siéndolo hasta nuestros días. The Art of Fiction se llama la sección y, dicen muchos, nadie puede considerarse un escritor de verdad si no ha estado ahí dentro. Yo tengo los siete tomos que editó Penguin en UK, los dos volúmenes españoles que salieron en Kairós, los ocho tomos que reordenó por género y sexo El Ateneo en Argentina, la reciente selección que hizo el crítico Ignacio Echevarría para El Aleph Editores, y la nueva encarnación –cuatro entregas hasta ahora– que viene ofreciendo Picador en EE.UU. Y está claro que no me quedo ahí: no dejo de comprar cualquier libro con reportajes, citas, métodos y consejos de escritores. El último que conseguí fue The Secret Miracle (Holt, 2010), ensamblado por Daniel Alarcón. Como dije más arriba: me gusta la buena ficción. Me gusta que me mientan de verdad y sin engañarme cuando leo. Me gusta mentir por escrito.
CINCO Porque enseguida se comprende, aunque esto no reste nada de gracia: casi toda reflexión sobre la escritura es posterior a esa escritura. Es decir: la paradoja de inventar la teoría después de la práctica. Esto se comprende todavía mejor y se ve más de cerca en el precioso y útil destilado que George Plimpton –uno de los fundadores de The Paris Review, realizador de los primeros reportajes, apuntalador del género de la biografía oral/coral como coautor de una vida de Edie Sedgwick y otra de Truman Capote y editor del conmemorativo y enorme en todo sentido The Paris Review Book of Heartbreak, Madness, Sex, Love, Betrayal, Outsiders, Intoxication, War, Whimsy, Horrors, God, Death, Dinner, Baseball, Travels, The Art of Writing, And Everything Else in the World Since 1953 (Picador, 2003)– hizo de buena parte de tantas preguntas y respuestas. Allí, en The Writer’s Chapbook: A Compendium of Fact, Opinion, Wit and Advice from the Twentieth Century’s Preeminent Writers (Modern Library, 1999), Plimpton reordena temáticamente –motivaciones, inspiración, hábitos, sexo, diálogo, humor, editores, talleres, cuento, novela, periodismo, bloqueo y un largo etc.– lo que un ejército de fabuladores piensa acerca de eso en lo que sólo piensan cuando se lo preguntan o, tal vez, cuando piensan en que, tarde o temprano, alguien va a aparecer para preguntarles qué piensan sobre eso, así que mejor pensarlo un poco.
SEIS Y está claro que lo que muchos responden son micro-relatos o cápsulas de novela concentrada. Y a eso se refieren varios de los entrevistados por George Plimpton cuando volvieron a ser entrevistados por Nelson W. Aldrich, Jr. para su biografía coral/oral de George Plimpton de título plimptonianamente kilométrico, como le gustaban a él: George, Being George: George Plimpton’s Life as Told, Admired, Deplored, and Envied by 200 Relatives, Lovers, Acquaintances, Rivals, and a Few Unappreciative Observers (Random House, 2008). La leí hace un tiempo y recuerdo mi sorpresa al enterarme recién allí (hay reproducción de foto originalmente publicada en el Los Angeles Times, allí está Plimpton identificado en el epígrafe como “un desconocido”) de que Plimpton fue quien desarmó, in situ, el 5 de junio de 1968, a Sirhan Sirhan, asesino de Robert Kennedy. Cuentan quienes lo conocían bien que Plimpton jamás hablaba del asunto y que cualquier mención al hecho lo ponía pálido y silencioso. Nunca escribió ni una palabra sobre el asunto. Nunca respondió nada porque nunca admitió preguntas sobre el tema. Mailer –maileresco hasta la médula– apuntó algo así como “Yo habría dado un brazo por que me sucediera algo así y hubiera escrito una novela de mil páginas acerca de todo eso. Pero George ni una palabra”.
SIETE Una semana después –fin de Fiestas– la revista de El País traía en portada un artículo sobre el sexo después de los 60 años y el cómo y por qué se lo sigue practicando. Y yo –tal vez esté volviéndome loco, tal vez sea la resaca– sentí que se respondía exactamente acerca de lo mismo que, un domingo atrás, se les preguntaba a los escritores.
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