› Por Enrique Medina
A paso prudente, pero, muy a su pesar, espléndido y saludable, Víctor Hugo ingresa en la recámara de Honorato de Balzac. Este, hundido en cojines y edredones, sale del sopor y se esfuerza por definir el fantasma que se le acerca:
–No te veo bien... Creo que me estoy quedando ciego.
–Es por la enfermedad. Ya se te pasará, cuando te recuperes...
El visitante trata de disimular el mal aspecto de Balzac y la transpiración que, deslizándose en los pliegues de ese cuello de toro, le da brillo a sus mofletes; también ignora la tremenda voluntad que le significa respirar, quizá por esto es que le hace un desaire al sillón y se acomoda en el borde de la cama. No hablan. No hay nada que decir. Hugo sabe que el amigo va a morir. Y el que va a morir también lo sabe. Hugo le acaricia el hombro y Balzac le aferra el brazo:
–Hemos trabajado tanto que no disfrutamos la amistad.
Y entonces Hugo le da los saludos de los amigos, que por supuesto ya vendrán a verte. Además, le comenta algunos chismes de la Academia. Bromean un rato, hablan de política, de pintura; del hijo que Balzac iba a llamar Víctor-Honoré, pero que Dios no quiso. Balzac le pide perdón por aquel discurso que te critiqué. Hugo se ríe. No te rías, no dejes que me vaya sin tu perdón. Ya, está bien, le dice Hugo, pero el que me tengo que ir soy yo; vos curate que tenés que continuar tu “Comedia Humana”. Aparece Mme. Hanska, la esposa de Balzac desde hace apenas unos meses, y Hugo entiende que es el aviso para que se retire, porque el médico ha indicado descanso y aislamiento. Hugo se inclina, besa el rostro húmedo y afiebrado del amigo, y le susurra: “Quiero ver envejecer a tus personajes. Balzac lo intenta pero no tiene fuerzas para despedirse con un abrazo. Hugo se va. Mme. Hanska, como una exuberancia cautelosa que llega sin trascendencia, le seca el rostro, le pone innecesariamente la mano en la frente y cierra la puerta al tiempo que Balzac cierra los ojos para pensar de un tirón en aquel chico que fue entregado a una nodriza porque sus padres no sabían qué hacer con él y luego resuelven internarlo en un Colegio de Sacerdotes por seis años durante los cuales la madre lo visita sólo dos veces. También recuerda cuando ese chico hecho muchacho se recibe de abogado y pacta con el padre dos años de gracia para probar suerte en la literatura y hacerse rico y famoso. Repasa las primeras novelas, sus éxitos y fracasos, los buenos amigos, el desdén de los críticos, las prohibiciones de sus libros, los fiascos empresariales, los acreedores infatigables, toda la vorágine de su vida que ahora se le está escapando como una responsable locomotora que sin saber por qué se ha atrasado en el viaje y debe acelerar para recuperar el tiempo obsequiado. Pero, por sobre todo, Balzac piensa en lo que siempre fue su meta culminante: las mujeres. Sus queridas y deseables mujeres. Aquellas que lo vieron hermoso a pesar de ser bajo, gordo y con pésima dentadura; las que lo ayudaron económicamente, las que le entregaron el alma y él descuidó, las que concurrían a verlo cuando le cortaban el pelo y se peleaban por apoderarse de sus mechones, las que lo encumbraron porque sólo él supo abrirles el corazón cuando las describió hondamente en sus novelas. Ahora, luego de años de desencuentros, pudo convencer a Mme. Hanska para que aceptara ser su esposa. Y, cuando debería, con todo derecho, porque le sobran los méritos, poder disfrutar lo que tanto anheló, con suave amargor digiere que la mujer de sus deseos le ha sido asignada a destiempo. Obsesionado por no haber alcanzado el amor, Balzac agoniza durante la noche. Igual que sus personajes en Los Chuanes, Luis Lambert, Alberto Savarus, que han luchado por hacerse una posición en la vida para luego disfrutar de los beneficios, Balzac extiende la mano para asir el premio ansiado, pero no hay premio y la mano se desvanece como un sueño hiriente de la vida. A los 50 años, acaba como en sus novelas, como si hubiera sabido de antemano el sino de su existencia. El servicio fúnebre se celebra sin pompas oficiales, sin el relieve que le corresponde al novelista más grande del siglo, pero en la iglesia de San Nicolás se apretuja una multitud. El ministro del Interior, que acude segundón en representación del gobierno, casi por un encargo, le dice a Hugo: “Era un hombre distinguido”. Hugo lo corrige con rispidez: “¡Era un genio!”; y lee el responso: “Superó a Tácito. Llega hasta Suetonio pasando por Beaumarchais y alcanza a Rabelais. Brillará, por encima de todas estas nubes que están sobre nuestras cabezas, junto a las estrellas de la patria”. Y descienden el féretro del hombre que había proclamado tener sólo dos pasiones: el amor y la gloria. El amor que siempre fue un descuido y la gloria que lo abrumó de dudas. Teófilo Gautier arroja el primer puñado de tierra; ocho años después escribirá el ensayo que reflotará para siempre la inmortalidad de una de las columnas más importantes de la literatura universal: “La posteridad ha empezado para él. Cada día parece más grande. Cuando andaba entre sus contemporáneos se le apreciaba mal, no se le veía sino por fragmentos, en aspectos a veces desfavorables. Ahora, el edificio que él construyó se eleva a medida que de él nos alejamos como de la Catedral de una ciudad oculta por las casas contiguas y que en el horizonte se dibuja inmensa por encima de los chatos tejados. No está terminado el monumento pero, tal como es, asusta por su enormidad. Las generaciones venideras se preguntarán quién fue el gigante que levantó él solo esas moles formidables y elevó a tanta altura esa Babel en que una sociedad entera se agita ruidosa”. Como un Leonardo, un Beethoven, un Napoleón, a quienes admiraba y ambicionaba equipararse con su literatura; ilustre, único, espigón de ficciones imperecederas, estallante manantial del alba, por el hondo temblor inmaculado quebrando océanos en llamas, amén, Balzac.
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