› Por Noé Jitrik
Cuando llegué a México con la modesta intención de quedarme sólo unos pocos meses, ignorando –no lo podía ni siquiera intuir– que pasaría allí muchos años, benévolos amigos me fueron creando condiciones de sociabilidad muy agradables, cosa de paliar los previsibles efectos del extrañamiento y las dificultades del desciframiento que toda realidad nueva comporta. Entre otras inteligentes iniciativas agradecí que me presentaran a algunos escritores con quienes, de inmediato, se fue creando un diálogo intenso. Con algunos de ellos ese diálogo resiste la prueba del tiempo y eso me hace inmensamente feliz y reconocido. Con otro sucedió algo extraño: empezamos por entendernos y seguimos buscándonos en múltiples ocasiones, pero en un cruce no buscado me sorprendió que pasara de largo, como si no me viera, y no me saludara. No lo tomé en cuenta, pero la situación se reprodujo y entonces me preocupé, rebelde a la idea de dejar pasar así nomás una relación que me había resultado interesante, de modo que en otro momento, viendo que hacía lo mismo, lo detuve y le pregunté qué había, algo que yo no entendía debía estarle pasando. A duras penas, rehuyendo la mirada, me declaró que yo lo había menospreciado, yo habría, según él, sido arrogante o desdeñoso –de lo cual yo no tenía memoria– y eso no me lo perdonaba. En suma, se había ofendido por lo que presuntamente yo habría hecho, más todavía cuando yo ni siquiera había advertido que eso podía ocurrir. Nunca volvió atrás, nunca aprovechó ningún encuentro casual para restablecer un diálogo o al menos para señalar con precisión cuál y cómo había sido la terrible herida que yo había infligido a su persona, ya no sé si de escritor, de intelectual, en su ser de individuo o de ciudadano de un país.
Tal vez éste no sea el único caso en el curso de mi vida de una respuesta activa a un estímulo que no se sabe que lo es. Quizá tantos cortes y pérdidas de amigos acumuladas en tantos años hayan sido producto de similares operaciones, ofensor sin saberlo, molierescamente hablando; puedo albergar esa sospecha y preguntarme, a veces con ansiedad, qué pude haberle dicho a Fulano que lo haya ofendido de manera tan radical y elocuente o bien qué hay en mí que soy capaz de ofender a mi pesar o bien tal vez mi lenguaje, que yo creo que es transparente, sea en realidad opaco y ataque en lugar de explicar o de exponer. Son muchas preguntas y no puedo responder casi a ninguna y esa incapacidad me hace sufrir, ofender es algo serio y los ofendidos, lo pienso en la marejada de las preguntas que me hago, deben tener razones para actuar como lo hacen y alejarse de mí como de la peste.
Pero, pensándolo mejor, mucho más interesante es de qué modo la ofensa ha sido un objeto artístico o literario, sobre todo esto. Así, no puede dejar de evocarse el relato de Dostoievski, cuyo título, Humillados y ofendidos, lo dice casi todo a este respecto. Y la ofensa no sólo en este texto tiene una absorbente centralidad sino en muchas otras novelas y cuentos de ese justamente celebrado autor: la ofensa desempeña un papel generador de acciones y su inesperada emergencia en una situación de por sí dramática y tensa es como una fisura que conduce a profundidades psicológicas impresionantes: en la obra de Dostoievski el ofendido arrastra una carga de dolor que no puede analizar y que lo lleva a realizar acciones extremas, mezquindades, crímenes, la ofensa lo humilla y la humillación le es insoportable. Se diría, en esa imposibilidad y en ese contexto, que la humillación es un objeto más psicológico que psicoanalítico, un irreductible que se presenta como propio de un tipo humano o también como un rasgo humano que al ser provocado brota de las profundidades en las que la conciencia lo ha obligado a yacer.
Está claro que la figura del ofendido tiene un gran atractivo narrativo: desencadena preguntas, obliga a perfilarlo para diferenciarlo, nos hace proyectar porque todos, en algún momento, menos o más dolorosamente, nos debemos haber sentido ofendidos; en suma, genera un efecto de profundidad; la del ofensor es menos atractiva, la descripción de sus actos se agota rápidamente, es muy fácil atribuirle maldades o intenciones y una vez hecho esto se acaba su interés, ya sea porque no gana nada con la ofensa, ya porque se satisface con ella, ya porque canaliza una modalidad de carácter, ya porque actúa desde una posición de poder, ya porque ofender es más fuerte que él.
Pero pensando en el título de Dostoievski conviene hacer una distinción que me parece importante: ofendido es una cosa y humillado es otra, y si bien la ofensa puede generar humillación, porque puede haber una corriente que liga ambas nociones, este sentimiento, el de ser humillado, corre con su propia suerte; dicho de otro modo, un humillado puede sentirse así aunque nadie lo ofenda, puede cargar con esa marca desde siempre y vivir con esa cruz toda la vida. Quiero creer que porque pudo hacer esta distinción, una suerte de lejano discípulo de Dostoievski, Roberto Arlt, calificó de este modo al personaje principal de Los siete locos y Los lanzallamas: “Erdosain el humillado” lo designó. La humillación, en su caso, se produce al menor roce, una palabra basta para despertar lo que está dormido y crearle un malestar tan profundo que no puede no terminar en el crimen o el suicidio; o, clásicamente, se produce por un roce más violento, una injuria pública, el guante en la cara o la bofetada (un cuento de Horacio Quiroga se titula así), situaciones célebres en la literatura que afectan el honor, mancillan el autorrespeto. Sin embargo, en ciertas ocasiones, muy privilegiadas, es posible volver atrás; la institución del duelo, obsoleta o no, da la oportunidad de redimirse pero eso no ocurre en otros niveles sociales: no se ve cómo podría volver atrás un plagiario sorprendido o un mendigo apaleado en una calle.
En las novelas de Arlt –también en las de Dostoievski– el ofendido “se pone pálido”, extremadamente, cuando otro personaje, ocasional o central, hace una mención que no debería haber sido hecha, por decisión o imprudencia, deliberada o no: es un momento de extrema gravedad, el tiempo parece detenerse. Se diría que la palidez funciona como un puente que conduce al lugar sin retorno de una herida siempre sangrante. A veces es una agresión, inmotivada o no, a veces es un liviano comentario incidental, en ocasiones es un meterse donde no se debe, la riqueza de los relatos descansa en todas estas posibilidades.
Dejando para otra ocasión el tema de la humillación, que estaría en el orden de los efectos y de los afectos, y centrándonos en la ofensa, noción más propia del orden de las acciones, aunque sin duda tiene efectos, se podrían tipificar las ofensas, tal como circulan en nuestras tradiciones, donde sabemos lo que son, ignoro si es igual en otros lugares, vaya uno a saber si la ofensa existe en culturas lejanas y de códigos más vastos o más reducidos.
Así, en primer lugar, se podría hablar de ofensas “gratuitas”, que se infieren porque sí, sin motivación aparente ni reivindicable: el ofensor, interrogado por el adjetivo que lanzó o la burla que creyó divertida, no tiene respuesta, le salió así y quizá ni siquiera se dio cuenta de lo que generaba; algunos, inclusive, se sorprenden: “¿Qué te pasa?”, le dicen al ofendido, con expresión de perplejidad.
Pero, con ser graves, esas ofensas no se comparan con las deliberadas. “Te estaba esperando”, se dice el ofensor, y cuando encuentra el punto débil de su presa es como si se le abriera una puerta y entrara en el que va a ser ofendido como toro embravecido, no sólo sin importarle las consecuencias sino buscándolas, buscando, metafóricamente, la destrucción del otro. La injuria, en ese caso, cruda o revestida, funciona como topadora que aplasta todo a su paso, la solidez del yo, la autoestima, el decoro, la vergüenza.
Más ambiguas, porque nunca se puede saber qué mecanismo estuvo operando, están las ofensas que, a falta de otro nombre, llamaría “aéreas”, flotantes, que se infieren sin tener la menor idea de que lo que se dice estará destinado a tener la forma de una ofensa y que bien podrían no producir ese efecto, depende del resorte que toquen y el punto débil que despierten.
Y también las ofensas por diferimiento, las que se hacen sin que el ofendido lo advierta en el momento y en la situación; si se da cuenta después, cuando ya es tarde, se siente ofendido dos veces, la primera es obvia, es el impacto que viene de afuera; la otra es peor, porque es consigo mismo, no haber podido reaccionar cuando se producía es semejante a ver en el espejo una imagen de sí mismo degradada, insoportable.
A una de las más profundas, porque no dan ni siquiera la posibilidad de reaccionar, la podemos designar como “por la pasiva”: el ofensor se muestra amable, comprensivo, elogioso, pero es pura apariencia; detrás de esa escafandra opera un desinterés absoluto y definitivo, que es más ofensivo que una agresión que, al menos, es directa y clara. Algunos llaman a esa figura el “desamor”, no sin razón, pues ese término, que supone una negación de una expectativa, frustra cuando toma forma y, sin que se pueda exigir nada pues nada ha sido dicho en esa dirección, reconcentra, hace que el ofendido se vuelva sobre sí mismo y sienta que no hay ningún puente para llegar a lo que parecía un principio de comunicación, entendimiento o reconocimiento.
Es probable que existan más formas de la ofensa; las enumeradas parecen pertenecer al orden de lo individual: ¿Habrá ofensas en lo colectivo? Las hay: cuando a un grupo humano se lo reduce a la miseria no hay duda de que se lo ofende; cuando la ley del fuerte, un grupo social o un país, predomina se ofende al débil; cuando se quitan derechos se ofende a los despojados, etnias, sociedades y aun países.
Es posible que la noción de ofensa tenga múltiples formas; en todo caso, se podría pensar que es un interpretante tanto en el orden individual como social. Tenerlo en cuenta permitiría, tal vez, “darse cuenta” de algo que está sucediendo, desde luego que fuera del observador: dudo de que al observador le sirva demasiado “darse cuenta”, salvo, por cierto, para deprimirse o reaccionar, la opción está al alcance de la mano.
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