Sáb 05.03.2011

CONTRATAPA

Peppino Impastato

› Por Sandra Russo

Cinisi es un pueblo siciliano que pasó muchas décadas hundido en el negro del traje de sus hombres y los vestidos de sus mujeres. Recién hacia 1960 Cinisi ganó un poco de fama entre los círculos mafiosos norteamericanos, porque se convirtió en un centro clave de la Cosa Nostra. Los hombres vestidos de traje negro, con sus bigotes finos y su tez aceitunada, almacenaban y distribuían heroína. Era un pueblo chico. Esos hombres eran casi todos los hombres.

En Cinisi trabajaban juntas la ‘ndrangheta calabresa y la camorra napolitana. Uno de los jefes locales era Luigi Impastato. Su hijo, Peppino, fue un poeta, periodista y militante comunista que la historia dominante se ha tragado, pero sobre cuya vida trata una película que se puede ver en estos días en Europa Europa, Los cien pasos: eran los que separaban la casa de Pe-ppino de la de Gaetano Badalamenti, su “tío” y asesino.

La vida de Giuseppe Impastato, contemporánea a una generación que en el mundo encarnó en los ’60 y los ’70 fenómenos tan disímiles como el Mayo Francés, el hippismo, la Generación Beat, el guevarismo y todas las vertientes de vanguardias políticas y estéticas de buena parte del mundo, también llegó a la oscura Sicilia, y allí queda la historia de Giuseppe Impastato, la de su madre y la del fenómeno olvidado: Cinisi fue el pueblo en el que la mafia se instaló en cada familia, y fueron los hijos y las mujeres de los mafiosos los que los combatieron. Fue una lucha política y subjetiva. Cada uno de ellos peleaba desde lo político, desde lo familiar, en lo colectivo y en lo personal. El de Peppino Impastato fue un combate de una dimensión moral notable.

El padre de Peppino, jefe local, rendía tributo a Gaetano Badalamenti, nombre fuerte de la Cosa Nostra, que articulaba el tráfico de heroína a Estados Unidos. El pueblo gozaba de tranquilidad económica, en las casas no faltaba nada, los hijos estudiaban. El problema fue ése.

Los hijos comenzaron a poner en cuestión la mentalidad mafiosa en la que habían sido educados. Empezaron a rasgar con las uñas la telaraña de supuestos morales entre los que habían crecido todos ellos, llamando “tío” a todo hombre de traje negro, sintiendo un compromiso familiar hacia la estructura mafiosa que los ahogaba. Porque ellos mejor que ningún espectador de la saga de El Padrino sabían que un “tío” querido podía aparecer muerto de repente, y no había que pedir explicaciones. Estaban amaestrados para la vida de la mafia. Tenían que adaptar sus emociones y sus sensibilidades a ella.

En Cinisi se dio el único caso en el que los denunciantes de la mafia no eran “arrepentidos” tratando de salvar sus vidas, sino hijos y mujeres que nunca habían entrado en el circuito salvo emocionalmente. No violaban la omertá, el pacto de silencio, porque nunca habían hecho el trato. Simplemente, se liberaban de aquello para lo que los habían educado. Peppino pertenecía a una familia cuyas últimas tres generaciones habían pertenecido a la mafia. Dio una lucha abierta, política, que muchos calificaron como suicidio porque, efectivamente, terminaron asesinándolo a los 24 años, en 1978. Me llama la atención la edad y el año.

La madre de Peppino, Felicia Bartolotta, lo acompañó en su lucha. Ella estaba casada con un mafioso pero provenía de una familia ajena a la famiglia, de modo que le proporcionó al hijo el regalo de la duda. Las mujeres eran las transmisoras por excelencia del código entre los futuros “hombres de honor”.

En 1963, un “tío” de Peppino, Cesare Manzella, un capo, fue asesinado en uno de los Alfa Romeo cargados de TNT que fueron signos distintivos de la mafia siciliana de esos tiempos. Peppino tenía solamente 15 años, pero fue entonces cuando comenzó su militancia. Se unió a la izquierda, y a los 17 ya era un líder que llenaba la plaza del pueblo. Editaba un periódico, El ideal socialista, en el que con sus compañeros denunciaban las actividades mafiosas de sus padres, tíos, compadres, vecinos. Cuando Peppino escribió el artículo “Mafia: una montaña de mierda”, su padre lo echó de su casa. Quedaba rota la protección paterna. La expulsión equivalía a convertir al hijo en un blanco móvil.

La militancia de Peppino comprendió otras preocupaciones clásicas de la izquierda de esos años. Desde críticas a la postura hippie y drogona por eludir con ella la lucha política, hasta la denuncia contra el Partido Comunista cuando éste se alió con la Democracia Cristiana. Esas denuncias ya las hacía desde Radio Aut, una innovación para la época: Peppino fue un comunicador que durante su hora de transmisión diaria mantenía en silencio y con la oreja pegada a la radio a todo el pueblo. Hacía un programa satírico, malhablado, escandaloso, en el que cada tanto el objeto de sus burlas e imitaciones era un jefe mafioso reconocible por todos sus seguidores. Hablaba de Cinisi como “Mafiópolis”, una ciudad en la que el que no aceptaba asesinar, era asesinado.

Durante todos esos años, Peppino supo que si el capo Badalamenti le perdonaba la vida era por la supervivencia del código mafioso, que de alguna manera su vida era una prueba de que sobre él flotaba todavía el perdón de la famiglia. A medida que Radio Aut comenzó a ser cada vez más explícita y radical en sus denuncias satíricas, más evidente era que Peppino estaba probando el límite, y todos sabían, él también, que llegaría.

El límite llegó de manera salvaje y ejemplar el 8 de mayo de 1978, cuando un grupo de hombres de traje negro secuestró a Peppino a la salida de la radio. Lo llevaron a una casa cerca de las vías del tren Palermo-Trapani. Allí lo mataron a golpes con piedras, y luego depositaron su cuerpo rodeado de cartuchos de dinamita en las vías.

Al día siguiente, el Corriere della Sera tituló: “Fanático izquierdista destrozado por su propia bomba en la vía férrea”. Ese mismo día, muy lejos de Cinisi, apareció el cadáver de Aldo Moro, secuestrado y asesinado por las Brigadas Rojas. La lucha armada de las Brigadas ayudó a hacer pasar el crimen de Peppino como un “acto terrorista fallido”. La historia enorme de Peppino fue tragada así por su época, por la mafia, por los medios cómplices y por la lucha armada, en la que nunca participó, asqueado como estaba, profunda, existencialmente, por la violencia en la que creció y murió.

Sus amigos y compañeros juntaron en bolsas sus restos el día de su muerte, y luego impulsaron durante años el juicio que ningún juez quería tomar. Pero fueron tenaces. En 2002, Gaetano Badalamenti fue condenado finalmente a cadena perpetua por el asesinato de Peppino Impastato.

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