Sáb 12.03.2011

CONTRATAPA

Sí, matar al tirano

› Por Osvaldo Bayer

Desde Bonn, Alemania

Nunca hubiera imaginado que el destino me llevara a ser testigo de un hecho pleno de las fantasías que siempre contiene la realidad humana. En Bad Bramstedt, una pequeña ciudad del norte alemán, se llevó a cabo un acto de homenaje a Kurt Gustav Wilckens. Sí, nada menos. ¿Quién fue Kurt Gustav Wilckens? El obrero alemán que, en enero de 1923, mató al teniente coronel Varela, en Palermo, frente a los regimientos 1 y 2 de Infantería. El teniente coronel Varela había sido el ejecutor del fusilamiento de centenares de peones patagónicos en las huelgas rurales de 1921-22, durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen.

Wilckens, para cometer el hecho, usó el principio de “Matar al tirano” que sostenían los anarquistas. “Cuando en un país no hay justicia, el pueblo tiene el deber de llevarla a cabo”, sostenían. En el caso de Varela, Wilckens señaló que los obreros debían ejecutarlo porque, si no, volvería a cometer crímenes similares.

Después de su acción, Wilckens fue detenido, llevado a la cárcel y, allí, asesinado por un pariente de Varela que se hizo pasar por guardia penitenciario –con aprobación de las autoridades–, que lo mató mientras dormía en su celda.

Bad Bramstedt está orgullosa de que Wilckens haya nacido allí. Los diarios locales y de la zona publicaron páginas enteras en recuerdo a él. Wilckens pertenecía a una antigua familia –ese apellido está entre los fundadores de la ciudad– que vivía justo en la plaza principal. Fui invitado a hablar en el acto que se realizó en el castillo histórico, en un amplio salón, y la concurrencia fue principalmente de docentes, periodistas y antiguos vecinos de la ciudad que conocieron a la familia Wilckens. También se hizo presente un buen número de estudiantes. Y la iniciativa partió nada menos que de dos libreros, Ralph y Hans, de la librería Hans, el Feliz.

En la Argentina siempre se ninguneó el hecho de Wilckens. Se silenció todo. En el célebre debate sobre los crímenes oficiales cometidos contra las peonadas patagónicas, la bancada mayoritaria –los radicales– negó la investigación, abandonando el recinto a la hora de votar. ¿Qué debían hacer los obreros? ¿Callarse la boca y “mirar hacia adelante? No, había llegado el momento de aplicar aquello de “cuando no hay justicia...”. Y la ejecutó Wilckens. Fue solo a enfrentar al todopoderoso militar. Cuando sus compañeros de ideas quisieron acompañarlo, él les respondió: “No, para una persona, una sola persona”. Y fue solo a “hacerlo” al militar dueño de la vida y de la muerte.

Al sepelio del militar fusilador fueron todos, desde el presidente Alvear y el ex presidente Yrigoyen, con todos sus ex ministros, hasta miembros de la Sociedad Rural, por supuesto.

En el acto en su ciudad natal alemana se propuso que se pusiera una placa en la casa donde nació, relatando quién había sido Kurt Gustav Wilckens. Al militar fusilador nunca nadie se atrevió a hacerle después homenajes, ni siquiera a recordarlo. En su tumba en el panteón militar, hasta hace poco había sólo una placa que decía: “Los británicos en el territorio de Santa Cruz a la memoria del teniente coronel Varela, ejemplo de honor y disciplina en el cumplimiento del deber”. Está todo dicho. No es necesario decir más. Y la verdad fue cantada por el payador criollo Martín Castro, en su “Canto a Wilckens”, en el cual en una estrofa lo define todo:

Wilckens no es una venganza,
es el fruto, es la cosecha
de quien sembró tiranías
para recoger violencias.

La historia del mundo está sembrada de reacciones así. Tenemos el ejemplo del armenio Soghomon Tehlirian, quien el 15 de marzo de 1921 mató a Taleat Pachá, en Berlín, de un tiro. Taleat Pachá había sido ministro del Interior del gobierno turco que ordenó la masacre del pueblo armenio, que comenzó en 1915. Esa masacre es una de las más crueles de la historia: los armenios fueron desalojados de sus casas, los hombres fueron muertos a tiros y las mujeres y los niños obligados a caminar distancias sin límites hasta que ellas cayeran exhaustas de sed y de falta de alimentación, al igual que sus niños. Así fueron muertos un millón y medio de armenios. Nunca los gobiernos turcos reconocieron ese genocidio, sino que han tratado siempre de “mirar hacia adelante”. El joven Tehlirian, a quien le habían matado a toda su familia, tomó la decisión de “matar al tirano” en la figura del ministro del Interior turco responsable de las masacres, que se encontraba en 1921 en Berlín, Alemania. En la calle le pegó un solo tiro que fue mortal.

El juicio que la Justicia alemana le hizo al vindicador Soghomon Tehlirian fue ejemplar. Justamente fue eso, los jueces consideraron que había hecho uso de ese principio: matar al tirano y que, cuando no hay justicia, el pueblo tiene derecho a hacer justicia por su propia mano. Los armenios publicaron un libro donde se trae completa la versión taquigráfica de todo el juicio, con los argumentos del fiscal, de los defensores y del veredicto final de la Justicia con la absolución del vengador Soghomon Tehlirian. Fue un paso adelante en el verdadero sentido humano que debe entender la Justicia de los pueblos. Y algo que deben tener en cuenta todos los dictadores del futuro: cuando el matar se toma como algo natural para mantener el poder tiránico, siempre es posible una figura que no acepte ello y aplique el principio de matar a quien mató y no pagó por sus crímenes.

Justamente la comunidad armenia de la Argentina publicará próximamente en un libro el texto íntegro de este juicio. Allí, el lector podrá leer cómo todas las acusaciones del fiscal son contestadas con argumentos justos por los abogados defensores y los argumentos que esgrimieron en una situación tan difícil. Sólo cito un párrafo del abogado defensor Johannes Werthauer: “Pregunto: ¿hay algo más humano que lo que se nos ha presentado aquí? El vengador de todo un pueblo, de un millón y medio de asesinados, está erguido frente al individuo responsable del exterminio de aquel pueblo, frente al autor de aquellas torturas. Empuña la pistola para encarnar el espíritu de la justicia frente a la fuerza bruta. Baja a la calle como el representante del humanismo contra el salvajismo, del derecho contra la injusticia, de los oprimidos contra el representante total de la opresión. Y enfrenta en nombre de un millón y medio de asesinados a quien con todo el pueblo turco tiene la culpa de esos crímenes. El representa a sus padres, hermanas, cuñados y hermanos asesinados y además a su sobrino, de dos años, también masacrado. Lo respalda toda la Nación Armenia desde el anciano hasta el niño de cuna. El lleva la bandera de la justicia, la bandera del humanismo. Señores del jurado, ustedes deben decidir qué ha ocurrido en su alma y su cerebro en el momento del homicidio: si era o no dueño de su voluntad”.

Por unanimidad del jurado, el autor del hecho, Soghomon Tehlirian, fue dejado de inmediato en libertad. Una resolución que conmovió al mundo.

La versión en español que se editará ahora de este juicio lleva un prólogo del juez, miembro de la Corte Suprema de la Nación Argentina, doctor Eugenio Raúl Zaffaroni. Desarrolla ahí un concepto que hará historia. Con una profundidad y una amplitud de mira humanista dice, por ejemplo: “La impunidad de Taleat Pachá frente a la magnitud tan formidable de la injusticia cometida contra el pueblo armenio hacía que el Derecho penal perdiese la fuerza ética necesaria para sancionar al que le diese muerte. La impunidad de la masacre condenaba a Taleat y determinaba la absolución de Tehlirian. Taleat había dejado de ser considerado persona. La impunidad del genocida lo deja en condición de no persona, pues le retira la cobertura jurídica. Quien lo ejecuta no puede ser condenado, aunque nadie lo confiese y aunque se fuercen los argumentos y argucias jurídicos para no condenarlo. Se lo declarará inimputable, se acudirá a la ficción del acto de guerra o se buscará algún pretexto de forma procesal, pero un tribunal imparcial no lo puede condenar”.

Palabras sabias que hablan, por sobre todo, a favor de la vida, ya que pone en aviso a todo poderoso que se precia de su poder, tomando a la muerte como método. Y con eso correrá el peligro de buscar él mismo su muerte.

El otro caso es el del alemán Georg Elser, el humilde obrero que atentó contra Hitler en 1939. Es increíble la minuciosidad que empleó pese al peligro de ser descubierto en cualquier momento. Sabiendo que Hitler iba a presidir un acto en la célebre cervecería de Munich, con todo su escuadra mayor, Elser preparó una bomba que colocó en el interior de una columna del salón, justo al lado del podio donde iba a estar el dictador. Días y noches pasó Elser en ese lugar, haciendo el boquete. Lo tuvo listo justo la noche anterior al acto y preparó la bomba para que estallara justo en el momento en que estaba anunciado el acto donde iba a hablar el dictador, el 8 de noviembre de 1939. Pero el atentado fracasó. Hitler adelantó el acto por un problema de traslado a Berlín y se fue 13 minutos, justo 13, antes de que explotara la bomba que destruyó todo el ámbito donde había hablado Hitler. Si se hubiese quedado, la historia del mundo habría cambiado completamente. Muerto Hitler, el motor del nazismo, nadie lo hubiera podido reemplazar en su papel de dictador supremo. Se hubieran salvado así millones de personas. El obrero Georg Elser pagó caro su propósito de matar al tirano. Fue detenido en la frontera con Suiza, estuvo preso en el campo de concentración de Dachau hasta que fue ejecutado por las SS el 9 de abril de 1945.

Pero en la historia finalmente triunfa la ética; puede tardar mucho a veces, pero siempre sabe extraer los verdaderos valores, principalmente los de aquellos que dieron su vida por detener la violencia de los que mandan. Hoy, Elser tiene cinco monumentos en Alemania: en Berlín, en Heidenheim, en Freiburg y en Konstanz. En Munich existe la Georg Elser–Platz, con un monumento en el cual se prende todos los días una luz a las 21.20, hora en que explotó la bomba que depositó él contra el genocida. Se han escrito sobre él ya once biografías y dos novelas y se han rodado cinco films donde se lo consagra como héroe del pueblo.

Matar al tirano. No como regla ni como costumbre. Sólo como llamado de atención a los del poder omnímodo: ninguna violencia de arriba es gratuita. Siempre se va a volver contra el que la inició. Tampoco la venganza es una solución, pero es algo incontenible, humano. Una reacción de los generosos que dan su vida para acabar con los crímenes de los que ejercen el poder. Algo para aprender.

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