› Por Noé Jitrik
Ahora, que parece irreversible, e irreparable, como al final de una batalla perdida, que el escritor peruano (lo señalo por si alguien ignora este dato) Mario Vargas Llosa vendrá a la Argentina, país que le preocupa intensamente, e inaugurará la Feria del Libro, se me precipitan algunas imágenes personales, fogonazos de recuerdos que las discusiones de estas últimas semanas despertaron.
Sobre ellas, sin ánimo de soplar un poco más sobre los hervores a los que asistimos, puedo decir que la pelea –que eso es una polémica– tuvo momentos intelectualmente interesantes: las intervenciones de Horacio González, las reflexiones de Eduardo Grüner y por ahí tal vez algún otro aporte que no he terminado de recoger; también momentos inertes, de varias personas de excelente intención pero que volvían a los argumentos en curso como si los estuvieran concibiendo en ese preciso momento. Toda esta zona muy en contra del vehemente peruano, muchos muy afectivamente sentidos por sus opiniones sobre este país, su cultura, su política, su gente y hasta su clima, muy pocos poniendo en cuestión la importancia de su obra, ni qué decir discutiéndola. También hubo algunos deficientes que, ignorando que balbuceaban, terciaron (un desconocido Juanete Tercanova, por ejemplo) sin traer mayor luz al conflicto. No pueden dejar de contarse los sorprendidos “de lejos” de que se pusiera en la picota a tan distinguido escritor, cuates de Vargas o equidistantes árbitros de un partido cuyas reglas ignoraban: uno puede imaginar las caras que pusieron y el desenfado con el que opinaron. Lo curioso fue la admiración que causó la intervención de nada menos que la Presidenta, los paños fríos que puso alegraron a quienes tal vez no defiendan al peruano pero que detestan a sus contendores. Fue un bonito vericueto, nada pone más contento que el que le pongan un bozal a un potro que se piensa que está desbocado y que lo haga el dueño del caballo. Vargas también intervino pero no añadió gran cosa a todo lo que, precisamente, quienes lo cuestionaron condenaban. Tuvo sus defensores locales desde luego, libertad de opinión, censura, autoritarismo, en fin obviedades más bien vulgares que no tiene sentido rememorar pero que tendían, como lo hacen casi todos los días, a endilgarle al Gobierno la horrible intención de menoscabar a un cuasi genio.
Pues, todo esto ya pasó, el cuestionado promete contraatacar en persona y en el “locus”, que no será, según parece, “amoenus”, y como los argumentos son siempre los mismos no creo que se pueda esperar que el fuego de la pasión se reavive: ni Vargas Llosa reconocerá que su don analítico y/o profético es algo corriente y más bien alimentado por estereotipos, ni la Feria que metió la pata, ni los críticos del episodio creerán que todo está bien y que la presencia de este Premio Nobel será un acontecimiento inolvidable por la riqueza de conceptos y la originalidad de su pensamiento.
Así que ya está y vuelvo al comienzo, o sea a lo personal. Y el comienzo es una escena en una casa de la calle Copérnico, en la que Leopoldo Nacht y su mujer, Beatriz, solían recibir a los pichones de escritor que éramos hacia 1960. En una de esas noches, alegres, divertidas, amistosas, desembarcó Mario Vargas Llosa, que acababa de publicar La ciudad y los perros, novela que de entrada tuvo un considerable impacto y cuya temática y estilo eran muy propios de un momento de auge existencialista, mucho compromiso, mucha denuncia, mucho ímpetu. Por eso, algunos asistentes esa noche fueron amistosos y cordiales, otros, que compartían esa poética, lo miraron con reservas y desconfianza, era un momento en que, excepción hecha de Cervantes, ningún novelista podía ser aceptado así como así y menos los que se ocupaban de temas tan candentes como ésos, a saber las infamias de la oligarquía, las brutalidades de las dictaduras, los injustos privilegios sociales, la asepsia de determinados escritores, más bien oficiales. David Viñas, presente en esa reunión nocturna, que también había estudiado en un liceo militar, encarnaba esa distancia que, por el momento, era prudente porque Vargas no se salía, con astucia, del carril y, por añadidura, era recibido con todos los honores no sólo por nosotros sino sobre todo por Cuba y alguna de sus instituciones, la Casa de las Américas notoriamente, que entonces poseía un poder sancionador indiscutible. Era un mundo de relaciones y afinidades, tanto que cuando los cubanos le publicaron a Viñas en 1962 su premiada Los hombres de a caballo, Vargas Llosa figura en las dedicatorias, detalle que desapareció en las ediciones posteriores de ese comprometido relato.
Durante aquella reunión muchos, entre otros yo, pensaron que Vargas Llosa era un amigo y que por lo tanto formábamos parte de un grupo o universo o mafia o como se la quiera llamar, en parte bajo la cúpula de la Revolución Cubana, en parte por la realista poética de la denuncia, en parte porque era irresistible la tendencia a la formación de grupos y el anudamiento de amistades que prometían ser eternas.
En esa creencia, no desmentida por los hechos, me encontré dos veces con Vargas en Europa; en París, después de Mayo del ’68 la primera: en una reunión en la Ciudad Universitaria –que culminó con una gigantesca cena en un lugar árabe, cous-cous lleno de luces mediante, con César Fernández Moreno, Tomás Eloy Martínez, Sylvia Rudni, Juan José Saer y varios más– Vargas tuvo una respuesta muy eficaz cuando uno de sus paisanos le recordó, a voz en cuello, que Hugo Blanco había dado su vida por la revolución. “¿Qué?”, le dijo serenamente, “¿usted quisiera verme muerto?” ¡Cómo sonaba una declaración semejante en ese ambiente tan jugado! Son momentos y no es ingrato recordarlos. La segunda vez fue al año siguiente en Londres: asistió a una conferencia que emití en el King’s College; recuerdo el tema, era sobre las relaciones entre personajes y diálogos en la narración. El estuvo en desacuerdo con mis hipótesis pero el agua no llegó al río y al día siguiente comimos juntos, incluida su mujer de entonces, ya no recuerdo si era su tía, su prima u otra cosanguínea. Fue buena la comida, hablamos, nos entendimos, simpatizamos.
Tal vez por eso me sorprendió que hacia 1982, creo, cuando coincidimos en un cóctel en Alemania, promovido por una Verlag no sé cuántos que le estaba publicando alguna de sus novelas, no hablé con él, no pareció reconocerme, estaba repartiendo sonrisas entre alemanes ansiosos, en pleno triunfo. Es cierto que ya había roto estrepitosamente con Cuba, es cierto que le habían dado unos cuantos premios y que el furor por el “boom”, del que formaba parte como su cuarta pata, rendía todavía muchos frutos, pero nada de eso, me parecía –reconozco mi error de apreciación– justificaba la pérdida de la memoria. Quiero creer que no sentí demasiado la herida narcisista pero tal vez también me equivoco en eso puesto que recuerdo la escena con toda precisión.
No me extraña que posteriormente yo no haya hecho el menor intento de reanudar la conversación londinense, más cuando ya se estaba deslizando por el tobogán de una política que no me parece elegante calificar pero respecto de la cual no podría dejar de pensar que una cosa es la decisión de cambiar de ideas y otra el ridículo, aunque tampoco me tomo demasiado en serio, puede ser simplemente que una carrera de éxitos en el mismo campo en el que uno no obtiene más que solitarias, aunque reconfortantes, lecturas, dé lugar a un sentimiento vergonzante de resentimiento y, por qué no, de enferma envidia.
Luego algunas lecturas, no muchas: la divertida Elogio de la madrastra, muy excitante, muy “La sonrisa vertical”, su entidad pública, su candidatura a la presidencia en el Perú –lástima que le ganó el payaso de Fujimori, podría haber sido como Rómulo Gallegos, novelista social igual que él–, artículos en diarios importantes, un hijo acaso más emprendedor que él mismo, más novelas hasta el Nobel que le acarreó innumerables elogios y reconocimientos en los que toda comparación era evitada cuidadosamente.
Algunos no estaban tan felices: su libro sobre Onetti, según afirma Roberto Ferro –yo no lo leí–, no es que sea flojo, está lleno de inexactitudes, por decir lo menos; su última novela ha sido juzgada por Oscar Collazos como un aparato casi metálico por fría; circula una indignada carta de 1995 de Juan José Saer a propósito de las vueltas que le dio a la cuestión de los derechos humanos en la Argentina durante la última dictadura; en su reivindicación Esteban Peicovich rescata en La Nación una carta que como presidente del PEN Club le escribiera a Videla reclamando por el derecho a la libre expresión de los escritores amenazados por una creciente censura, en fin, el conjunto es como la novela de un joven apuesto, bien vestido, londinense o barcelonés, triunfador, realista, bien remunerado, pero en lo que me concierne nada ya personal y directo, ni que importe, sólo un nombre lejano como tantos otros, una presencia que uno juzga de acuerdo con lo que piensa sobre lo que dicho nombre u hombre emite, ya tristemente perdida la atmósfera que reinaba en la casa de Leopoldo Nacht aquella noche de 1962, cuando todos los que estaban ahí se prometían un futuro y creían que irían a alcanzar con las escrituras por venir un mundo algo menos falso, más poético.
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