› Por Juan Forn
En el fondo de Gesell, pasando los campings, antes de llegar a Mar de las Pampas, hay que subir un médano importante para llegar a la playa. En plena subida pasé a una familia evidentemente cordobesa, que arrastraba con esfuerzo heladeritas, sombrilla, sillas plegables y un par de niños que se quejaban de que la arena quemaba. Llegué hasta el agua, me di un buen chapuzón y cuando salía, pasé junto al padre y al hijo de esa familia, un nene que tendría cinco o seis años y que evidentemente era la primera vez que veía el mar. Le estaba diciendo al padre, con ese asombro que es un tesoro privativo de la infancia: “¡Mire, papá, cuánta agua mojada!”.
Otro día, hará de esto unos cuantos años, cuando llevaba poco viviendo en Gesell, me crucé caminando por la playa con un surfer recién salido del agua. Era uno de esos días gloriosos de octubre, que te sacan de los huesos el frío del invierno con sólo apuntar la cara al sol, cerrar los ojos y dejarse invadir de luz. Pero yo era reciénvenido y había bajado a caminar por la playa con un camperón de cuero negro que había sido compañero de mil batallas en mis tiempos porteños. El surfer me miró pasar y me dijo, con sus rastas morochas aclaradas de parafina y una sonrisa de un millón de dientes: “Yo, en Buenos Aires, también era dark. Pero acá soy luminoso, loco”.
Otra vez bajé a leer a la playa. Me faltaban menos de treinta páginas para terminar el libro cuando empezó a levantarse tanto viento que era para irse. Pero yo quería terminarlo como fuera y terminé guarecido contra los pilotes de la casilla del guardavidas, dando la espalda a la tormenta de arena, con el libro apoyado contra las rodillas y apretando fuerte las páginas con cada mano para que no flamearan. Así estaba, cuando el guardavidas se asomó desde arriba por la ventana de la casilla y me dijo “Eh, flaco, ¿qué leés?”. Una biografía de un escritor, le contesté. El tipo se quedó mirándome y después comentó: “La biografía de un escritor vendría a ser como la historia de una silla, ¿no?”.
El mar tiene esas cosas. Los poemas más horribles y las frases más inspiradas. Todo depende de la entonación, de la sintonía que uno haga con él. Hay quien dice que el mar te lima. A mí me limpia, me destapa todas las cañerías, me impone perspectiva aunque me resista, me termina acomodando siempre, si me dejo atravesar, y es casi imposible no dejarse atravesar. Cuando viene el invierno, cuando el viento impide bajar a la orilla y hay que curtir el mar de más lejos, se pone más bravío, para acortar la distancia, para que lo sintamos igual que cuando lo curtimos descalzos y en cueros. Llevo ocho años bajando cada día que puedo a caminar por la orilla del mar, o al menos a verlo, cuando el viento impide bajar del médano. En los últimos tres, cada semana de las últimas ciento cincuenta, cada contratapa que hice, la entendí caminando por la playa, o sentado en el médano mirando el mar. Por dónde empezar, adónde llegar, cuál es la verdadera historia que estoy contando, de qué habla en el fondo, qué tengo yo (o nosotros, ustedes y yo) que ver con ella, qué dice de nosotros.
En mi vieja casa había una especie de repisa angostita, a la altura de la base de las ventanas, a todo lo largo del comedor. Sobre esa repisa fui dejando piedras que encontraba en mis caminatas por el mar. Piedras especialmente lisas, especialmente nobles, esas que cuando uno las ve en la arena no puede no agacharse a recoger. Esas que parecen haber sido hechas para estar en la palma de una mano, para que uno las palpe con los dedos y los cierre hasta entibiarlas y después a palparlas, a leerlas como un Braille otra vez. Esas cuya belleza es precisamente lo que la abrasión del mar hizo con ellas y lo que no les pudo arrebatar. Esas que parecen ofrecer compañía y pedirla a la vez, cuando se cruzan en nuestro camino. Que establecen con nosotros un contacto absoluto, responden a nuestra mano como si fueran un ser vivo y, sin embargo, al rato no sabemos qué hacer con ellas y las dejamos caer sin escrúpulos, al volver de la playa o incluso antes.
Por tener esa repisa providencialmente a mano, en lugar de soltarlas empecé a traerme de a una esas piedras, de mis caminatas por la playa. Nunca más de una, y muchas veces ninguna (a veces el mar no da, y a veces es tan ensordecedor que uno no ve lo que le da). Así fueron quedando esas piedras, una al lado de la otra, a lo largo de las paredes del comedor. Era lindo mirarlas. Era más lindo cuando alguien agarraba una distraídamente y seguía conversando, en una de esas sobremesas que se estiran y se estiran con la escandalosa languidez con que se desperezan los gatos.
Me gusta pensar así en mis contratapas, en esto que vengo haciendo hace tres años ya y ojalá dé para seguir un rato largo más. Que son como esas piedras encontradas en la playa, puestas una al lado de la otra a lo largo de una absurda, inútil, hermosa repisa, que rodea un comedor en el que unos cuantos conversan y fuman y beben y distraídamente manotean alguna de esas piedras y la entibian un rato entre sus dedos y después la dejan abandonada entre las copas y los ceniceros y las tazas con restos secos de café. Y cuando todos se van yo vuelvo a ponerla en la repisa, y apago las luces, y mañana o pasado con un poco de suerte volveré con una nueva de mis caminatas por el mar.
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