Dom 23.02.2003

CONTRATAPA

Historia y locura

› Por José Pablo Feinmann

Todo intento por comprender la historia (por volverla inteligible) ha indagado en las aristas económicas, políticas y sociales no incluyendo –o incluyendo escasamente– sus aristas psicológicas. Sin embargo, El malestar en la cultura es un gran texto de Freud y en él se analiza la insoslayable presencia de la pulsión de muerte en todo lo que tenga que ver con lo humano. Otros intentos –el psicoanálisis del nazismo que Erich Fromm propone en El miedo a la libertad– son menos profundos, menos valiosos. No así la Psicología de masas del fascismo de Wilhelm Recih. Pero no sería aconsejable obviar aportes que vienen desde la filosofía (Nietzsche) y desde la literatura (Dostoievski). Este, en Memorias del subsuelo, escribe que de la historia universal se puede decir todo, menos que es prudente. Y luego: “Que el hombre propende a edificar y trazar caminos es indiscutible. Pero ¿por qué se perece también hasta la locura por la destrucción y el caos?” John Le Carré, en un artículo reciente, dice que Estados Unidos acaba de entrar en una nueva época de locura histórica. Es así. El proyecto imperial no resiste un análisis sensato, no entra en los moldes de la razón. Me han dicho que algunos psicólogos de esta ciudad (de la nuestra, Buenos Aires) ensayan, entre las miles de explicaciones que exige la inminente invasión a Irak, una que no deberíamos desdeñar: “El hijo tiene que superar al padre”. Si Bush 1 hizo la Guerra del Golfo, Bush 2 hará la del Golfo y todas las que sean necesarias para implantar una dominación imperial descomedida, llena de destrucción pero, también, imposible. Hay un componente de desmesura en la actual política bélica de Estados Unidos que obliga a interrogar otros campos del Saber. Podríamos (cómo no) decir simplemente que estos halcones del Norte están totalmente locos, enceguecidos por la retaliación y la voluntad de poder. Y esto se dice abundantemente por todas partes. Sólo, aquí, señalemos lo siguiente: locura, retaliación y voluntad de poder no son potencias históricas habitualmente incluidas por los analistas. Sin embargo, no vacilaría en decir, muy seriamente, que Bush y sus halcones están locos en este preciso sentido: se están por lanzar a una aventura irracional, insostenible, de límites inmanejables. Están por desatar potencias destructivas que no podrán controlar. ¿Cómo se llegó a este salto de eje?
La dimensión catastrófica de lo que se viene puede leerse en el siguiente simple, inevitable razonamiento: Hiroshima y Nagasaki (las más grandes hecatombes de guerra del siglo XX) encontraron su punto de justificación (ya que Estados Unidos actúa, digamos, retaliativamente) en el ataque japonés a Pearl Harbour. Ese ataque lo fue a un blanco militar. La ofensa a la nación fue considerablemente menor que la ofensa de las Torres Gemelas y el Pentágono. Harry Truman –con Pearl Harbour como símbolo a vengar– arrojó dos bombas atómicas sobre ciudades desguarnecidas, blancos civiles. ¿Qué no hará Bush para retaliar lo de las Torres? En el corazón del poder financiero, en el corazón del poder militar se clavó el ataque terrorista. Se humilló a la nación imperio. Ahora, la venganza desmedida. Bush no sólo está dispuesto a ir más allá que su padre, sino más allá que los victimizados por la anterior y mítica ofensa de Pearl Harbour. Si aquéllos tiraron dos bombas atómicas por un episodio lejano y militar, ¿qué no sentirán los halcones de hoy que pueden y deben hacer por un episodio no cercano, si no íntimo, en la propia tierra, donde nadie había osado golpear?
Quien sea que haya hecho lo de las Torres entregó al Imperio el gran pretexto para la extensión, profundidad e inhumanidad de la guerra en que hoy se empeña. Es tal el beneficio que para el armamentismo y el belicismo de Bush prestó el atentado del 11 de septiembre que sólo hay dos lecturas. La locura terrorista facilita la justificación que la locura belicista requiere. O la locura de los halcones de Bush incluía facilitar o tolerarlo de las Torres. Se dice que Roosevelt sabía lo de Pearl Harbour y no lo detuvo porque necesitaba llevar a su pueblo a la convicción de la inevitabilidad de la guerra. Bush tiene a la mayoría con él. Los estadounidenses quieren el castigo. Quieren que los marines vayan y limpien con todo, que eliminen toda posibilidad de peligro. Quieren volver a vivir como antes, cuando eran un blanco imposible. Las voces de protesta son escasas. El ciudadano medio (casi diríamos todo estadounidense que no vive en Manhattan) reclama la furia y la eficacia de los “muchachos”. “¡Go and get them!”
¿Por qué Bush y sus halcones se parecen tanto a Hitler? Es sencillo. El ataque a las Torres es el incendio del Reichstag. Tienen un proyecto de dominación mundial. Nada les importan los organismos creados para garantizar el orden mundial. Hitler desdeñó la Sociedad de las Naciones. Bush y los suyos han humillado a la ONU y a la OTAN. Pero –muy especialmente– el proyecto bélico es insostenible. La Alemania nazi no podía sino ser derrotada, como lo fue. No hay nación que pueda apropiarse del mundo por medio de una guerra de conquista. No puede mantener los territorios conquistados. ¡Hitler invadiendo Rusia! ¡Hitler planeando hacer de la Unión Soviética un imperio de esclavos al servicio de Alemania! Aquí entra el componente de locura. Se sabe de la disconformidad del Ejército con Hitler. El cabo estaba loco. Pero tenía aterrorizada a la nación alemana y nadie lo podía remover. El componente de locura en la administración Bush, su desborde tanático, tiene en sí más elementos de destrucción que el de Hitler. Bush (cuando uno escribe “Bush” no se refiere a un individuo sino a una maquinaria de guerra y ambición de dominio que, basándose en el terror de un país a OTRO ataque terrorista, se lanza a una aventura devastadora de retaliación) no podrá controlar a Irak, aunque lo devaste en dos días, según anunció. Desatará la ira del mundo árabe que, humillado, se volverá sobre Israel y establecerá alianzas mortíferas para Estados Unidos. No contará con el respaldo de sus tradicionales aliados europeos. Sobre todo de su gran aliado desde la posguerra, de su genial creación de posguerra: Alemania. Corea del Norte, Rusia y China reaccionarán de modos distintos y totalmente imprevisibles, pero no en favor de la guerra de Bush. Cualquier gobierno que instaure en una Bagdad devastada tendrá a cientos de miles dispuestos a agredirlo, atacarlo por cualquier medio. El terrorismo, que se alimenta del odio, tomará una dinamización incontenible. Nadie puede contra el terrorismo kamikaze. Estados Unidos deberá transformarse en una nación-country. Construirse un escudo inexpugnable. Montar una defensa de misiles imbatible, que no existe. No logrará contener la suba irracional (ya que todo es irracional) del precio del petróleo. Y los norteamericanos (los que apoyan a Bush, los que creen que si los marines van acaban con todo, como siempre) vivirán más aterrorizados que hoy, ya que su presidente habrá aumentado al infinito los motivos para morir de los terroristas kamikazes. Tampoco podrá controlar a Latinoamérica. Lo absorberán conflictos monstruosos y no podrá frenar a Chávez ni neutralizar a Lula ni imponer el ALCA.
Un Imperio debiera saber que todo proyecto de dominación mundial es insostenible. Napoleón y Hitler eran patéticos conquistando lo que jamás podrían sostener. Ese “plus” que los llevaba hacia lo desmedido era hondamente irracional. Era ese “halo nietzscheano de locura” que León Felipe descubría en Alemania. Bush lo tiene. (Detrás posiblemente no tenga a Nietzsche sino a William James y a John Wayne). Pero una guerra no se hace sin aliados. Ni aun la superpotencia que es hoy Estados Unidos podrá conquistar el mundo. Eso lo había logrado el capital financiero. Eso era más racional: un dominio del capital respaldado por una potencia que intervendría zonalmente en determinadas áreas de conflicto. Esto, lo de hoy, es una locura. Estados Unidos marcha hacia la catástrofe y, dado queesta guerra será inevitablemente nuclear, arrastra con él a la humanidad toda.

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