› Por Rodrigo Fresán
UNO William Shakespeare lo sabía mejor que nadie y –desde entonces y gracias a él– nosotros no dejamos de saberlo mejor que nunca: todo el mundo es un escenario y está hecho de madera especialmente tratada para absorber las grandes cantidades de sangre derramada y a derramar. Y Shakespeare sabía también que las luchas intestinas entre reinos y castas no simbolizan otra cosa que la glorificación épica y la epifánica patada hepática o la ácida puñalada estomacal que, día a día, recibimos nosotros: humildes extras en las mucho peor escritas y siempre colegiales obritas de nuestras vidas. Actos más o menos fallidos que pueden transcurrir en un patio de escuela, en una reunión familiar, en una oficina. Tramas y tramoyas tan parecidas, sí, a un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada pero que aún así...
DOS De ahí que hace dos o tres semanas me pusiera el nuevo gran emprendimiento de la HBO: Game of Thrones (se emite en España como Juego de tronos) basado en las ya varias novelas de la saga A Song of Ice and Fire de George R. R. Martin. Y confieso que el género fantasy o de sword and sorcery nunca fue lo mío. Leí en su momento a Tolkien, pero ni siquiera he intentado subir a La torre oscura de Stephen King. Lo que no significa que no vaya a ver, cuando lleguen, las películas y miniseries ya anunciadas con Javier Bardem de protagonista. Y es que para eso y para esto es que está el cine y la televisión: para ir a mirar lo que no se lee. Así que, como dije, me subí al caballo para ver Juego de tronos intrigado por descripciones del tipo “Los Soprano con armaduras” o “El señor de los anillos con sexo”. Y, de acuerdo, algo de eso hay. Aunque –a propósito de su espeso ritmo, tempo dramático y reparto coral que hacen de ella buen DVD y no tan buena TV– Juego de tronos sería para mí algo más parecido a “The Wire con armaduras en lugar de chaleco antibalas”. Pero la cosa viene de mucho antes: Shakespeare otra vez. Y lo que me atrajo a mí de todo el asunto fue el póster de la serie donde se ve a un sombrío Lord Eddard “Ned” Stark sentado en un trono tan peligroso y complicado como el de Lear o Macbeth. Un trono hecho de sables desenvainados que lucen mucho más peligrosos y prácticos que Excalibur.
TRES Y la cosa ya no pasa por ser o no ser sino por permanecer o no permanecer. Parecido, pero no es lo mismo. Lo que le pasa a Zapatero luego de lo que le pasó hace un par de domingos. Volcán cubriéndolo de cenizas unos días después de que predijera que las cifras del paro serán muy buenas en mayo y augurara una sorpresa en las urnas para el PP. Y, sí, fue sorprendente: el PP tuvo más votos que nunca mientras que el PSOE contemplaba y comprendía el cómo las urnas pueden llegar a convertirse en ataúdes pequeños y cenicientos. Bienvenidos entonces a un funeral donde todos pusieron cara de circunstancia y ni siquiera el anuncio de que Izquierda Unida había sacado un puñado más de votos (aunque perdido su única baza gubernamental, en Córdoba) pudo atenuar la cabalgata decapitadora a lo largo y ancho del mapa político español de Rajoy y sus feroces caballeros y guerreras sanguinarias a los que habría que explicarles que las elecciones no se ganan nunca, lo que sucede es que otros pierden. De ahí –entre sordos e inquietantes rumores ante el avance de partidos xenófobos en Catalunya– la pesada y asfixiante sensación de que aquí se acabó lo que se daba. Y, la verdad, tenemos que reconocerlo, no es que se diera demasiado de un tiempo a esta parte. Puro irreality show para consumo interno. Pero ahora –Shakespeare otra vez– ha llegado la hora de alzar los puñales y ofrecer a los dioses víctimas y sacrificios. Los barones del PSOE (rango muy fantasy) aúllan como lobos. Se sugiere y se reclama –¿escuché bien?– dar “un giro a la izquierda”. Y a prepararse: ahora sí que empiezan los combates por las poltronas entre socialistas de capa caída que no pueden caer más bajo y populares en las alturas sin haber hecho ningún mérito salvo el de sentarse a contemplar el desgaste del enemigo. Y es que los cuentos de hadas y de brujos, no ofrecen opciones: mientras uno se distrae fascinado por la propia imagen en el espejito mágico, en el salón de al lado otro afila una de esas hachas pesadas y filosas. Y ahí está, a punto de quedar vacío, ese trono de acero manchado de rojo. Me refiero, ahora, no al banquito de madera endeble del PSOE sino al codiciado y ominoso y tronante sofá abovedado del FMI.
CUATRO Así, tiempo de adioses y finales: estuve en Madrid invitado por el Círculo de Bellas Artes para los festejos por los setenta años de Bob Dylan (ese monarca indestronable, solitario en el vértigo de su cima y permanente desactivador de la propia leyenda, que canta aquello de “No está oscuro todavía: pero falta menos”) y aproveché para darme una vuelta por el cada vez más alicaído campamento utopista en Puerta del Sol. ¿Van a quedarse? ¿Volverán a sus casas? ¿Serán expulsados a palo limpio como los de Plaza Catalunya para así hacer lugar para los festejos del Barça? Y, ya que estamos, Telefónica anunció que el número de despidos anunciado ya no es 5600 sino 8500. ¿Por qué? ¿Por qué no? Los oráculos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico acaban de predecir quince años de oscurantismo financiero para Iberia. Y, para rematarla, ahora tenemos lo de los pepinos asesinos y la bacteria mortal. Así que calladito y si no te gusta, ahí están las ruinas y la ruina de Grecia. Y, de golpe, hace tanto calor.
CINCO En Lyon, en un congreso literario, me preguntan si hace mucho calor en Barcelona. Me lo preguntan una y otra vez y el mensaje es claro: España, para el resto de los europeos, vuelve a ser nada menos y nada más que un tórrido y ardiente destino turístico. Alcanza y sobra con eso: toros y paella y flamenco y sangría y playas y mar y que bajen los precios y allá volverán todos, de nuevo, en plan invasión de ejército del norte con lanzas y catapultas, lanzando alaridos vikingos y galos y celtas y nibelungos, a la captura de botellas y doncellas. Esa noche, el Barça triunfa y el hobbit Messi hace algo muy raro o, mejor dicho, le hace hacer algo muy raro –algo místico– a esa pelota sinuosa que hunde en el fondo de la red.
Y, de acuerdo, no es fácil seguir el hilo argumental de Juego de tronos: demasiados escudos y tantas castas y muchos mapas y nombres raros y la constante evocación de hazañas inmemoriales y mitos que se pierden en la noche de los tiempos.
Pero, al menos, está bien hecha y bien actuada y cada episodio dura apenas una hora y la dan nada más que una vez por semana.
Los slogans de Juego de tronos son dos. “Ganas o mueres” es uno.
Pues eso.
El otro es “Se acerca el invierno”.
Todavía no, pero falta menos.
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