› Por Juan Forn
Año y medio antes de morir, el gran Alberto Giacometti aceptó hacerle un retrato a un bon vivant y aspirante a coleccionista de arte llamado James Lord. Como buen tilingo, el modelo pensó que alcanzaría la inmortalidad posando una o a lo sumo dos veces para el pintor, pero terminaron siendo dieciocho jornadas agotadoras, sentado rígidamente en una silla, en el lóbrego atelier parisino de Giacometti. Lord había llegado a la ciudad como soldado raso con las tropas aliadas que liberaron París al final de la Segunda Guerra, y merced a sus encantos sedujo a Jean Cocteau, luego a Dora Maar (la ex amante de Picasso con quien tuvo un conveniente romance), luego a la pareja conformada por Gertrude Stein y Alice Toklas, y así accedió al círculo áulico de los artistas de Montparnasse. Pero Giacometti era un hueso duro de roer: no socializaba, no le interesaba triunfar en América (la herramienta que solía usar Lord para ganarse la confianza de quienes admiraba), no le importaba otra cosa que develar un enigma: “Sigo pintando sólo para saber por qué no puedo poner en el lienzo lo que veo”.
Giacometti había sido el primero de los surrealistas en abrazar la abstracción y también en abandonarla. Su retorno a lo figurativo había sido fulgurante, con esas anónimas y espectrales esculturas esqueléticas, de hombres caminando solitarios y mujeres esperando en grupo pero igual de solitarias, que se convertirían en su marca de fábrica y en la imagen por antonomasia de lo que había terminado siendo el hombre para el hombre a esa altura de la Historia. No es casualidad que la obra de Giacometti fascinara por igual a Sartre y a Samuel Beckett. No es casualidad que cualquiera que camine contra el viento o espere en una esquina solitaria hasta el día de hoy se sienta irremediablemente una figura de Giacometti, un abandonado por su época. Después de contestar así la famosa pregunta de Theodor Adorno (“¿Puede haber poesía después de Auschwitz?”), Giacometti hizo otro viraje igual de fulgurante en su obra: la restringió al retrato. Del contorno de lo humano pasó a sus rasgos, en forma de retratos y de bustos. Una y otra vez trató de reproducir los rostros de su hermano Diego y de su amante Annette, obligándolos a posar durante infinitas jornadas. Annette fue la primera en rendirse (“Me sofocó la sensación de que toda mi vida se consumía en ese acto”). Diego, que trabajaba en la habitación de al lado del taller de Giacometti y era el encargado de realizar los moldes de las esculturas de su hermano, tuvo más paciencia pero también terminó pidiéndole que lo esculpiera de memoria y lo dejara trabajar en paz. El joven James Lord apareció providencialmente en ese momento y Giacometti no lo pensó dos veces: lo encadenó a la silla.
Lord escribía dos veces por semana a su madre al otro lado del océano acerca de sus actividades (mayormente chismes: cuando Gertrude Stein quería que algo se supiera en todo París, se lo contaba a Lord como confidencia). La noticia de que Giacometti iba a pintarlo era tan sabrosa que pidió permiso al pintor para ir fotografiando el retrato en el estado en que quedaba al final de cada jornada, suponiendo (con razón) que Giacometti no le regalaría la tela y que su madre no podría verla nunca. Lo que no se imaginaba era el efecto que esas jornadas tendrían en su vida. Cuando Giacometti murió un año después, Lord publicó tímidamente un librito en el que relataba aquellas dieciocho sesiones (antecedida, cada una, por la fotografía correspondiente del cambiante retrato). El resultado es hipnótico: un artista pinta un retrato y es retratado a su vez por el modelo que posa para él. El modelo no sólo registra cada palabra y cada gesto del artista; además, intenta por todos los medios que el artista no arruine el retrato que está pintando.
Giacometti era legendario por pulverizar y reconstruir una y otra vez sus piezas, fuesen cuadros o esculturas, hasta que lo conformaran mínimamente (“Nada de lo que he expuesto estaba acabado. Pero no atreverme a exponer habría sido una cobardía”). Igual de legendarios eran los comentarios que hacía en voz alta para sí mismo mientras trabajaba (“Trabajo frente a la pieza como si tuviera la cara apretada contra una pared y no pudiera respirar”). Lord no sólo transcribió clandestinamente esos comentarios sino sus propias sensaciones desde el momento en que, finalizada la primera sesión, Giacometti le dijo: “Hemos ido demasiado lejos, no podemos parar ahora. Tienes que seguir viniendo”. A lo largo de las sesiones siguientes, el pintor ruge, bufa, aplasta cigarrillos con el pie, vuelca trementina, sale al patio a quemar dibujos viejos, se tumba en la cama y anuncia que no va a levantarse nunca más. “Cuanto más se trabaja un cuadro, más imposible resulta acabarlo”, “Deberían encerrarme en un asilo”, “Hay que acercarse un poco más al precipicio”, “Ay, la venganza del pincel contra el pintor que no sabe utilizarlo”. El retrato irrumpe y desaparece en un magma de grises a lo largo de las sesiones, como si Giacometti no tuviera control sobre él. Cuando a Lord le pica la cara y pide permiso para rascarse, Giacometti dice: “Calla. Son las pinceladas que estoy dando a tus mejillas”. Cuando Lord comenta que ya no se puede ver nada en la penumbra, Giacometti dice: “Con la última luz se alcanza a captar lo que no se ve el resto del día”. Cuando Lord le pregunta cuántas sesiones más harán falta, porque lo esperan en Norteamérica, Giacometti contesta: “No dejes que este retrato interfiera en tu vida”. Pero eso es imposible para Lord: “Era como si la pose en que me había colocado me hubiera paralizado para siempre”.
Algo de eso ocurrió. Después de publicar su librito, Lord dedicó los quince años siguientes a escribir una biografía de Giacometti (que hasta el día de hoy es la más exhaustiva que existe) y una serie de libros posteriores que tuvieron a Giacometti como referencia ineludible. Su ambición era poder comprar alguna vez, con el dinero obtenido, aquel retrato que le hizo el pintor, pero Annette (la amante devenida esposa y luego viuda y celosa albacea) se lo impidió, enfurecida por las intimidades que, según ella (y un manifiesto que pagó de su bolsillo, publicado en las revistas de arte más importantes a ambos lados del Atlántico, firmado por todos los galeristas de Giacometti) distorsionaban “irreparablemente” la imagen del pintor. No fue de la misma idea Diego, el fiel hermano de Giacometti, que no sólo aceptó firmar un prólogo al librito de Lord, sino que confiesa en él que varias veces ante sus páginas tuvo el impulso de trasladarse al estudio de al lado a leérselas en voz alta a su hermano. “Sólo alguien obsesionado por el retrato como mi hermano habría sabido valorar esta semblanza. Cuando Alberto terminó el primer busto que hizo de mí, me llamó a gritos desde su estudio y me dijo: Mírate. Con ese mismo espíritu me hubiera gustado leerle a él este retrato que le hizo Lord.”
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