CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Para saber cómo fue que el intachable Dudoso Noriega, veterano bañero de la Popular, terminó preso por homicidio aquel penoso verano del ’65, hay que conocer al menos ciertos pormenores de los hechos puntuales.
Por entonces, en la brevísima diagonal Pueyrredón, casi esquina Catamarca, en pleno centro de La Feliz, se escondía fácilmente una pionera y estrecha galería comercial sin pretensiones, ni porvenir. La docena de locales del Pasaje del Plata, poco más que un pasillo con salida por las dos calles, languidecía desde hacía una década entre un estridente taller de motos en un extremo y un negocio de cotillón en el otro. Adentro, intercalados entre locales vacíos con los vidrios tapados con papel de diario amarillento y con el suelo cubierto de infructuosas cartas y la pelusa acumulada por meses de abandono, había una cerrajería, un local de filatelia, una reventa de entradas de prensa a mitad de precio, un estudio de abogados que estaba siempre cerrado y un cuchitril, cerca de la calle, que sólo decía ORO, calado en el vidrio esmerilado.
Adentro, a través de la puerta con ostensible alarma pegada al vidrio, se podía ver al frente el pelado mostrador con la balancita en el medio, las vitrinas con anillos, prendedores y relojes a los costados, y atrás, la cortina de tela gris que separaba el estrecho local de la trastienda.
Es difícil saber si era el escenario adecuado para una tragedia. Supongamos, mejor, que bien podía ser el domicilio de la desgracia. Y lo fue.
Por una extraña compulsión, ese día el Dudoso Noriega –avezado en su oficio, pero encajetado amante primerizo– se empilchó. Para ir a vender el collar que, en prenda de amor y calculada desesperación, le entregara la falsa suicida Selva Expósito, se puso (el) traje. Aquella mina de tremendos ojos verdes, que salvara providencialmente de las frías aguas del Atlántico para hacerle respiración boca a boca durante todo un fin de semana, lo había trastornado. No hay otra explicación.
Así, el Dudoso llegó al local del joyero a mediodía y de azul, peinado y con zapatos negros. Transpiraba por varias razones, el calor incluso. Cuando vio que había gente, esperó afuera. La joven pareja que lo antecedía se hizo pesar el anillo un par de veces antes de aceptar los billetes. Salieron contándolos y el Dudoso entró antes de que cerraran la puerta.
Saludó, sacó la cajita y la abrió.
–El dueño no está –dijo el joven empleado.
–Es un recuerdo de familia –dijo el Dudoso, como si no hubiera oído.
–El dueño fue al banco –el muchacho no miraba el collar, lo miraba a él–. Vuelva en un rato o a la tarde...
–¿Va a cerrar, ahora?
El otro vio algo o a alguien por encima del hombro de Noriega:
–Sí, voy a cerrar. Salga, por favor –dijo.
Noriega cerró la cajita. Sintió que tenía las manos húmedas y supo que la transpiración le corría por la frente y el cuello. No dijo nada. Dio media vuelta y salió.
El empleado fue tras él y cerró la puerta con traba.
Pero no se volvió al mostrador. Vio cuando el chico de camisa clara que esperaba afuera encaraba al hombre que había salido; vio que el de traje azul se llevaba la mano al bolsillo y sacaba algo, seguramente el collar. Los vio hablar, acaso discutir.
En un momento dado, el otro –era muy joven, apenas mayor que él mismo, de camisa clara, vaqueros y zapatillas–, tras un breve forcejeo, giró y salió corriendo hacia la salida de Pueyrredón. El hombre trajeado quiso seguirlo, pero resbaló con los zapatos de suela, gritó algo, trastabilló y se fue al piso. Cuando se levantó, el empleado, que no había dejado de observar todo tras la puerta del negocio, lo vio salir corriendo en la misma dirección del otro, hasta que lo perdió de vista.
Noriega salió de la penumbra del pasaje a la vereda y el sol del mediodía lo encegueció. Tardó un momento en localizar al pibe que corría por la calle y entre los autos media cuadra más allá, hacia Rioja.
–¡Es un ladrón! –gritó–. ¡Agárrenlo! ¡Me afanó un collar!
Y lo empezó a correr.
Le costaba afirmarse y estuvo a punto de volver a resbalar al doblar la esquina. Sin embargo, alcanzó a ver que el muchacho de la camisa clara se metía en la Tienda Los Gallegos. Fue tras él. Llegó hasta la puerta, se asomó por sobre la multitud de cabezas, pegó otro grito. Nadie le hizo caso. Incluso un tipo de seguridad lo miró mal.
Entonces, el Dudoso corrió por veinte metros más, dobló la esquina de la Diagonal y, a contramano de la gente, a los codazos, entró a la tienda por la salida.
–Disculpe, señora, me robaron –decía a quienes se quejaban sin dejar de mirar por encima de ellos–. Déjeme pasar, me robaron...
Una vez adentro, no supo qué hacer. Se asomó y se agachó. Difícil ver a lo lejos en semejante galpón, con los carteles pendientes del techo o plantados sobre los exhibidores con ofertas llenas de nueves. Además, la gente le hacía caso a la publicidad: viajaba a Mar del Plata sin valijas, porque Los Gallegos tenía de todo. Y parecía que estaban todos ahí, locales y visitantes, saturando los pasillos, sin apuro, dialogando con vendedores amables y persuasivos, haciendo lentas colas ante cajeras minuciosas.
Se movió un poco sin ton ni son hasta que desembocó en la sección de Moda Infantil, atropelló a un par de chicos en los estrechos pasillos, dobló hacia la derecha entre las quejas de madres y empleadas de celeste y encaró intuitivamente para la sección Hombres. Nada. Por la de Artículos de Viaje. Nada. Por Bazar y Cristalería. Nada. Por Regalos, nada. Cuando pasaba de largo, casi corriendo, por Artículos de Playa, hizo tambalear con el codo una pila de baldecitos amarillos con manija roja y al girar el cuerpo, lo vio. El muchacho estaba semioculto, quieto, detrás de una columna, a no más de veinte metros, entre Ropa de Cama y Artículos para el Hogar.
Noriega se agachó. El otro no lo había visto. Necesitaba un plan de acción. Calculó que le convenía ir, agazapado, por el pasillo de la derecha, Electrodomésticos, hasta el de Artículos para el Hogar, que estaba más cerca de la puerta de salida, cerrándole el camino. Tampoco podía confiar en que el otro se quedase mucho tiempo quieto; debía ir espiándolo, acercarse sin que lo viera hasta poder saltarle encima.
Encaró inclinado entre planchas y licuadoras pidiendo permiso en voz baja:
–Déjeme pasar... Perdí algo –improvisaba–. Déjeme pasar...
Cuando llegó a la punta del pasillo de Artículos para el Hogar, se asomó apenas buscando la columna, y no lo vio. Puteó bajito, se empinó más, giró un poco la cabeza y de golpe se lo encontró muy cerca, apenas del otro lado del exhibidor. El otro también lo vio a él y saltó hacia atrás.
–Ladrón, hijo de puta... –Noriega corrió mientras gritaba–. ¡Párenlo, es un ladrón!
Estaban a cinco, seis, cuanto mucho siete metros por pasillos paralelos, forcejando entre la gente, rumbo a la salida. El Dudoso sintió que se le escapaba, que si llegaba a la calle, no lo agarraba más. Entonces, casi a la carrera, sin detenerse, manoteó del estante lo primero que encontró.
Había una oferta de Sifón Drago, con la carga. Agarró eso, lo sopesó un instante, gritó “¡agáchense!” y le tiró. Primero la carga, que se le fue alta; y después, ya más preciso, el mismísimo Sifón Drago, que fue –según testigos– recto como un torpedo por el aire, como una pelota de fútbol americano, como una bomba de las que soltaban los Stukas sobre la población civil.
Y lo puso. Es increíble, pero lo puso.
“Golpe con hundimiento de la parte postero-subparietal derecha del cráneo, producido por el borde romo de metal de un objeto contundente arrojado con violencia”, diría después, entre la pila así de papeles de la causa, el primer informe policial. No mencionaba el sifón y la marca, menos. Pero lo cierto es que el Dudoso debe haber sido el primer tipo que mató a alguien de un sifonazo a distancia. Porque lo mató, eso es lo terrible. Y se dio cuenta enseguida, ni bien se inclinó sobre el pibe lo supo.
–Me cagaste, Dudoso –aseguran haber oído varios de los que se arrimaron.
–¿Qué? –se extrañó él.
No hubo tiempo para más. Noriega estaba acostumbrado a verle la cara a la desgracia. Pero no a la suya.
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