› Por Juan Forn
Hubo que avisarle a mi madre que acababa de morir la única hermana que le quedaba viva, y no era asunto fácil. Mi madre está muy viejita, sigue lúcida pero ha quedado casi ciega a causa de un glaucoma. Un asunto hereditario: su hermana estaba en la misma, y ya postrada en cama permanentemente a causa de otras dolencias, así que las visitas que se hacían en los últimos tiempos eran casi todas telefónicas.
Eso no redujo el nivel de comunicación entre ellas, que se caracterizó siempre por una beligerancia apenas visible debajo del cariño animal que se tenían. Mi madre y su hermana no podían ser más diferentes, pero hacían como que eran iguales. Sus diálogos consistían básicamente en esperar que la otra parara a tomar aire para poder meter baza en la conversación, y mientras tanto acompañar el monólogo con una batería de gestos faciales, que parecían reservar sólo para esas ocasiones. Pero algo empezó a cambiar cuando fueron quedando ciegas las dos. Mi madre aprendió a escuchar a su hermana cuando ya no podía verla. Hasta ella misma se daba cuenta, y espero de corazón que la cosa haya sido mutua. La hermana de mi madre era un par de años mayor que ella, se casó muy joven (como correspondía), con un buen partido (como correspondía) y tuvo una parva de hijos y de personal de servicio a su alrededor desde entonces (como correspondía). Mi madre prefirió trabajar y rechazar pretendientes mientras tanto, en una época en que estaba mal visto que una chica casadera trabajara, y mucho peor visto que siguiera rechazando pretendientes al llegar soltera a los treinta. Pero mi madre quería casarse por amor. Trabajar, mantenerse sola, fue la manera instintiva a la que apeló para legitimar ese derecho.
Recién a los treinta y cuatro supo que mi padre era el hombre de su vida (y que ella era la mujer de su vida para él: una cosa le resultó tan obvia como la otra, y así se lo hizo saber inequívocamente a él). Pero no por casarse dejó de trabajar: nos tuvo a mi hermana y a mí trabajando, y siguió trabajando cuando nos fuimos de casa, cuando enviudó e incluso cuando le llegó la edad de jubilarse. Yo la he admirado siempre por eso. Pero para su hermana, y me temo que también para ella misma, había algo inquietante, profundamente equivocado, en esas dos decisiones (y, por extensión, en las demás decisiones que tomaba en su vida). Ese fue el tema subterráneo de cada conversación entre ambas durante sesenta años: que mi madre no supiera ser como su hermana; que no pudiera.
La opinión general (y convenientemente disimulada) de la familia ha sido básicamente ésa, siempre. En todas las familias hay una letra chica que todos pueden leer y simular a la vez que no existe. Hay, sin embargo, una faceta por la que mi madre es especialmente valorada en su clan: por ser un auténtico bastión en los velorios, en la ceremonia del adiós. No es una llorona, no lo ha sido nunca. Es que por algún extraño designio, intensificado desde la muerte de mi padre, hace casi treinta años, tiene el don de decir o transmitir lo verdaderamente indispensable en esas circunstancias. En cualquier otra circunstancia de la vida es la cautiva de las emociones, la víctima de sus emociones, pero en esos trances sale de ella algo que sólo en esos momentos –y ese algo es, según me han dicho muchas personas a lo largo de los años, balsámico–.
Uno piensa estupideces cuando teme por el otro. Yo pensé que mi madre estaría en terreno seguro mientras durara el velorio: lo que me importaba era después. Desde que llegué de Gesell paso cada tarde con ella en la residencia. El primer día me pidió que le leyera las necrológicas que salieron en el diario, asintiendo y murmurando el sobrenombre con que se conoce en la familia a cada pariente que expresaba sus condolencias. El segundo día me dijo: “No quiero que nos emocionemos”, un eufemismo nuevo en su vocabulario, emocionarse como sinónimo de quebrarse, ella que ha vivido emocionada toda su vida y nunca, pero nunca se quebró, al menos en mi presencia. El tercer día, dijo, para mi sorpresa, que no quería hablar del velorio (ella que me ha contado por teléfono velorios enteros, interminables, a lo largo de los años). Sólo dijo que no vio a nadie, un poco porque ya no ve nada, pero esencialmente porque se pasó la noche sentada al lado de la cama donde velaban a su hermana.
Incluso los hijos de la difunta entendieron lo que estaba pasando aquella noche. Por primera vez en treinta años, mi madre no era la que daba consuelo: era el deudo principal. Y no había nadie como ella para acompañarla, para decirle las cosas que sólo ella sabe decir en esas circunstancias. Ayer me pidió que cuando pudiese le rescatara de casa de su hermana un álbum de fotos de su infancia que quedó allá. Dice que quiere mostrárselas a sus nietos. El álbum está desde tiempo inmemorial en casa de la hermana de mi madre. Y, como dije, mi madre ya no ve nada. Pero uno le describe la foto y ella sabe enseguida quiénes son los que están y qué hacían en ese momento y en dónde estaban. Desde que perdió la vista, mi madre ya no mira a los ojos al que le habla: se pone sin darse cuenta levemente de costado, para escuchar lo que antes veía en uno. Así nos cuenta cada foto que le describimos. El álbum queda en sus manos, ella pasa distraída los dedos por el borde de la foto mientras habla, con la mirada perdida. Se habla a sí misma, aunque siempre hay uno de nosotros a su lado. Así pasan las tardes. Va a ser una larga, y muy íntima ceremonia del adiós, y ella está encontrando por fin las palabras balsámicas que alguien tiene que pronunciar en esas circunstancias para que empiece a ocurrir lo que debe ocurrir.
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