› Por José Pablo Feinmann
De haberlo sabido, para un hombre tan hambriento de la fama y el reconocimiento de los otros como Ernesto Sabato, habría sido trágico morirse en un día en que al siguiente no salían los diarios. Prokofiev no tenía ese problema. Y le sobraron la fama, el reconocimiento. Pero se murió en su Santa Madre Rusia, a la que había regresado en 1933, el mismo día que Stalin. No sólo no salió en los diarios aun cuando al día siguiente aparecieron, sino que nadie se enteró de su deceso. El acontecimiento-Stalin oscureció por completo su partida. Sin embargo, la memoria de su genio llena los corazones de la cultura universal, en tanto que el Santo Padrecito de las purgas y los pogroms ocupa un lugar entre los grandes asesinos del siglo XX, y no por “la propaganda de Occidente”, sino porque fue cierto, porque mató a millones de personas, porque detrás de esa fachada de simple campesino latía un demonio en que la pulsión de muerte y la paranoia asesina tuvieron una explicitación duradera y sanguinaria. Su peor pecado es el de haber matado también los sueños del socialismo, los de una sociedad justa, de hombres libres que debieron vivir hermanados por los más altos valores de la esencia humana. A Stalin, a Mao y a otros que evitaré nombrar les debe el socialismo un desprestigio que sólo puede favorecer a sus detractores, todos mala gente, amos que viven del ocio de la plusvalía, sociedades que perduran por las guerras y los grandes negociados, corporaciones avariciosas, medios en manos de quienes son sus poseedores y los utilizan para colonizar la ya escuálida subjetividad de un mundo que acepta la guerra, la tortura y el despojo como alimento cotidiano, como mera información que a nadie conmueve, como entretenimiento. Prokofiev vivió sus días entregado a un arte del que era un sublime, gigantesco exponente: la música. El día de su muerte todos habrán hablado de la de Stalin. Pero durante toda la eternidad –o lo que eso sea– hablaremos de Sergei Prokofiev.
Tal vez sea una incógnita indescifrable por qué volvió a Rusia. A la Rusia de Stalin. Era una gran figura, un consagrado, un grande indiscutido en Occidente. ¿Por qué regresar a una sociedad en que reinaba la censura, la arbitrariedad, en que era el torpe campesino que ocupaba la cima del poder el encargado de decir qué música debían componer los artistas? ¿No conocía los problemas que habrían de estallar a propósito de la ópera de Shostakovich Lady Macbeth del distrito de Mtsensk? Un burócrata escribiría a Stalin que se estaba en presencia de “el más infame episodio de la música soviética”. Prokofiev, sin embargo, se adapta al clima staliniano y hasta llega a componer, en 1939, una cantata para coro y orquesta sinfónica basada en textos populares rusos, mordovios, ucranianos y demás. Se estrena en Moscú el 21 de diciembre de 1939. ¿Su título? Zdrávitsa, Saludo a Stalin. ¿Porque qué Occidente ha “perdonado” más a Prokofiev que a Shostakovich, que sí, y muchos, tuvo problemas con Stalin? ¿Por qué casi no se le reprocha su obsecuencia con el Padrecito? Con el camarada honrado, adulado por todos. Y al que todos se sometían. ¿No es evidente el mensaje de Pedro y el Lobo? ¿Por qué conmueve hasta a Walt Disney y a todo Occidente que educa a sus niños haciéndoles escuchar esa (bellísima, qué duda cabe) partitura? ¿No era claro lo que expresaba la frase: Niños como Pedro no temen a los lobos? No, el regreso de Prokofiev a su tierra está silenciado. O a nadie le importa. O, tal vez, no es importante.
Sin embargo, la relación de los grandes compositores con su tierra rusa es profunda, emocional, les entrega una identidad que nada podrá reemplazar. Rachmaninoff, que no volvió ni jamás pasó por su cabeza hacerlo, nunca deja de ofrecer la imagen de un ruso exiliado. Aun cuando se vea como un aristócrata. Pero la “ruseidad” está en su música. ¿Hay algo más ruso que el tema de apertura del Tercer Concierto para Piano? Está basado en una melodía religiosa del Medioevo. Domina todo el concierto. La célebre cadencia del primer movimiento lo tiene como base. Y esa cadencia es un momento ontológico en la historia del piano. Le da al instrumento una consistencia, un ser en el mundo (por decirlo alla Heidegger) que lo impone como el medio más insoslayable para que lo más sublime de la música se exprese. (Volveremos sobre el tema al ocuparnos de Rachmaninoff.) Shostakovich se mete de cabeza en el centro de la guerra contra los nazis. Está en Leningrado. Compone su Séptima Sinfonía (que lleva ese nombre: Leningrado) y hasta se crea a su alrededor un relato cuasi mítico de gran belleza. Todos los atardeceres se escuchaba en la ciudad una campana cuyo mensaje era el de decirles a todos los combatientes que la ciudad seguía viva, intocada, luchando aún. El que tocaba esa campana era Dimitri Shostakovich. Prokofiev, durante los años de la guerra, compone muchas de sus mejores partituras. Lo inspira la defensa de la santa tierra rusa.
En Occidente se lo amaba. Entre 1917 y 1921 compone el que posiblemente sea el más grande concierto del siglo XX. O uno de los más grandes. (Estoy tratando de apartarme de las aseveraciones absolutas.) Es el Concierto N 3 para piano y orquesta. Empieza también con un tema hondamente ruso y el piano entra por medio de uno de los crescendi más perfectos que se hayan escrito. (Ya he regresado a las aseveraciones absolutas.) ¿Qué pianista no se ha propuesto tocar este concierto? Se estrena el 16 de diciembre de 1921, en Chicago, con el propio compositor al piano. Alguna vez, hace unos cuantos años, me narró Miguel Angel Estrella una anécdota reveladora. Alberto Ginastera lo fue a ver (ocurrió antes del encarcelamiento de Miguel y de sus torturas, de la refinada crueldad de picanearle las manos a un pianista que igual tiene la entereza espiritual de armarse un teclado mudo) y le dijo que estaba terminando un concierto para piano. “Quiero que usted lo estrene”. Como Miguel vacilaba, Ginastera insiste: “Va a ser uno de los grandes conciertos de este siglo. Como el N 3 de Prokofiev”.
En Occidente, la vida de Sergei era intensa y hasta mundana. Vivía en París en 1928. Era amigo de Diaghilev que le pedía insistentemente un ballet. Cierto día le informan que Vladimir Golsh-mann, prestigioso pianista de la época, toca esa noche en la Opera de París el concierto para piano de un nuevo y arrasador compositor estadounidense. Prokofiev y Diaghilev acuden. Vladimir Golshmann toca el Concierto en Fa mayor de George Gershwin. Al terminar, Diaghilev se permite una frase que la historia recoge: “Buen jazz, mal Liszt”. Prokofiev no está de acuerdo. La obra lo ha atraído fuertemente. En Estados Unidos, cuando asistió a su estrenó, ya Stravinsky había dicho: “No sé si es la obra de un loco o de un genio. Pero es maravilloso”. Una frase que si Saint-Saëns hubiera pronunciado a propósito de La consagración de la Primavera, habría quedado en más elegante posición ante la posteridad. Sergei quiere conocer al impetuoso norteamericano. Lo invita a su departamento. Gershwin apareció, fue directamente al piano y “tocó como un loco”, según testimonio de los presentes. Prokofiev quedó deslumbrado ante tanta facilidad. Luego, sin embargo, confesó en su círculo íntimo que “su amor por los dólares y las cenas” volvían “sospechoso” al joven prodigio. Sergei no compartía esos amores. Era austero y sólo quería trabajar. Probablemente residan aquí algunas de las claves para entender su regreso a Rusia.
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